El vilano se extendía como la red de una araña
brillando con el fulgor etéreo de las gotas del rocío matutino, capturando en
su trampa la luz de los rayos de Eos. El vacío del espacio daba cobijo a esa
frágil estructura y la envolvía en un manto de seguridad que permitía que
extendiera sus delicados hilos hasta rozar el infinito. Y bajo este paraguas de
redes de seda, estaba la estructura metálica con forma de peonza, como si se
tratara de la semilla de un gigantesco diente de león. Ante una señal
invisible, la gigantesca máquina comenzó un baile sutil que la llevó a girar
sobre sí misma impulsada por una fuerza misteriosa o un viento espacial que
decidiera voltear la cipsela a su antojo. Y en su interior, un nuevo día
comenzaba.
Los sensores se encendían con pereza siguiendo las
instrucciones de la programación. Órdenes intrínsecas se extendían despertando
a la nave de su letargo nocturno en un escenario en el que no existía ni la
noche ni el día.
El rítmico sonido de los pasos resonaba en la
estructura abovedada que era la panza del gigantesco artefacto. El golpeteo
constante de los pies contra la superficie metálica solo se acompañaba por la
respiración entrecortada de aquellos que los originaban. Dos jóvenes corrían en
círculos trazando en su periplo el largo diámetro de la nave. Ambos no podían
ser más diferentes. Uno era alto, de constitución atlética y piel morena, con
una cabellera rojiza que recordaba a la de un león. El otro, más bien bajo y
enclenque, resollaba por mantener el ritmo de su compañero mientras el sudor
perlaba su piel de un llamativo color verde, dándole la apariencia de la hojas
bajo la lluvia.
—Sistema Eos; año 345 desde la fractura;
7.00 de la mañana hora estándar. Buenos días.
La
metálica voz femenina de la inteligencia artificial de la Valkiria resonó
envolviéndolos con su tono monocorde, anunciando la llegada de un nuevo día a
la tripulación de la nave; ejerciendo de despertador y de madre al mismo
tiempo.
Guille
y Riordan llevaban un rato corriendo por la bodega de carga, esa era su rutina
de cada día, ambos solían hacer ejercicio antes de que el resto se despertara.
El leónida, Riordan, se movía con ligereza, casi como si estuviera de paseo, y
apenas acusaba la fatiga. Guille, en cambio, tenía que esforzarse por mantener
su ritmo y seguir respirando.
—Buenos días, Guillermo. El sol está en
ángulo de incidencia óptimo, deberías ir a la cubierta solar.
—Buenos
días a ti también, Val —dijo Riordan con sorna, haciendo hincapié en la
ausencia de su nombre en el saludo personalizado.
—Buenos días, Riordan —se apresuró a
responder la máquina, como si el sarcasmo hubiera hecho mella en ella.
—No le
hagas caso ni puto caso, Val —dijo Guille, con la voz entrecortada por el
esfuerzo—. Está de mala leche porque le toca limpiar al valok.
—Tú
también estarías de mala leche si te tocara hacerlo a ti —gruñó su hermano
adoptivo.
—Guillermo, se recomienda tu presencia en la
cubierta solar —insistió la IA.
—Un
par de vueltas más e iré para allí —jadeó—. No te preocupes.
***
—Sistema Eos; año 345 desde la fractura;
7.10 de la mañana hora estándar. Buenos días.
—Dile
que se calle —protestó Julio—. Soy el capitán, seguro que puedo
dormir un par de minutos más.
El
brazo de su esposa se deslizó por encima de su pecho haciéndole saber que ella
también estaba despierta, se giró para saludarla como se merecía y un beso lo
recibió con ternura.
—Estos
buenos días me gustan más —dijo devolviendo las caricias.
—Capitán Santacana, el sol está en ángulo de
incidencia óptimo, se recomienda su presencia en la cubierta solar.
—Deberías
ir —dijo Oma—. Como tu médico, no puedo permitir que sufras desnutrición.
—No
quiero ir, quiero quedarme contigo. —Julio acompañó sus palabras con un
ronroneo quedo, y se acurrucó en el hueco que dejaba su cuello dispuesto a
atesorar esos segundos de paz todo lo que pudiera.
—Debo insistir, capitán.
—Anda,
nos vemos en el desayuno —dijo Oma empujándolo cariñosamente fuera de la
cama. Julio reprimió una protesta y se incorporó con una sonrisa—.Val, ya va
para allí.
—Gracias, Doctora Oma.
***
—Sistema Eos; año 345 desde la fractura;
7.15 de la mañana hora estándar. Buenos días.
Marcos
estaba levantado desde el primer aviso de Val, pero no le apetecía ir a la
cubierta solar. Como su oronda silueta manifestaba, él prefería un desayuno más
tradicional. Los rayos solares serían muy nutritivos, pero no sabían a nada.
—Marcos, el sol está en el ángulo
de incidencia…
—¡Me
importa una mierda de yugul el ángulo de incidencia! —rugió interrumpiendo
abruptamente el mensaje de Val—. Voy a comer.
—Marcos, los recursos de la nave son
limitados y es conveniente no malgastarlos. Debo insistir en que vayas a la
cubierta solar.
—Oh,
vamos, llevo tres días sin probar nada sólido. No pasará nada si como algo por
una vez.
—Puede que la Doctora Oma y Riordan no
compartan su opinión. Ellos carecen de dermis simbiótica.
—Lo
sé, lo sé —dijo. Ya era muy viejo para discutir por galletas secas—. Ahora
muevo mi culo verde, nave pesada.
***
—Me
abuuuuuurro —canturreó Guille.
Fotosíntesis:
la mejor forma de ahorrar en alimentos. O al menos, eso fue lo que pensaron los
que decidieron implantar la dermis simbiótica en casi toda la especie. Los
“humanos fotosintéticos” eran la raza de humanos más numerosa surgida tras la
revolución genética. Ellos pertenecían al grupo de los “verdes”, por el color
de sus trebouxioides simbiontes.
Al
principio, era relajante tenderse desnudo sobre la alfombra de césped mientras
el sol activaba sus cuerpos. Guille podía notar como cada una de sus pequeñas
algas simbiontes despertaba y latía llena de vida. Los primeros minutos eran
como un cosquilleo de vibrante actividad, pero llevaba casi una hora y empezaba
a resultar irritante.
—¿Cuándo
podremos volver a comer algo sólido? —gruñó Marcos.
—Ya os
lo he dicho —dijo Julio pacientemente—, en cuanto entreguemos el puto
pajarraco entrará dinero y podremos abastecernos como es debido.
—¿Y
luego? —preguntó Guille preocupado—. Cuando nazca el niño aún comeremos
menos.
—Luego
encontraremos otro encargo, nadie dijo que sería fácil. Nadie da nada gratis.
—Si
funcionara el maldito cultivador hidropónico podríamos comer todos.
—Lo
sé, Marcos, pero si no hay dinero para comprar comida menos todavía para arreglar
esa máquina vieja; ya no hacen robots como los de antes —suspiró el capitán,
delatando por su tono que estaba empezando a perder la paciencia.
—Podríamos
ir a Sparta —sugirió Guille.
—No
nos quedará más remedio que ir a Sparta, Guille, ya lo sabes —dijo Julio
con la voz cansada. No era la primera vez que mantenían esa
discusión—. Pero preferiría dejarlo como último recurso; no tengo la menor
gana de meterme en la boca del lobo.
Guille
tomo aire y clavó su mirada en algún punto más allá de la bóveda de acero y
cristal, permitiendo que su mente divagara por sus recuerdos, en concreto, la
última novela que había leído: “Sangre ardiente”. En ella, un joven e intrépido
aventurero, se adentraba dentro de los territorios leónidas y vivía una
apasionada historia de amor. Él no podía dejar de pensar en las bellas féminas
esperando a ser rescatadas de sus viejos maridos que las tenían cautivas en sus
harenes. Sí, tenía muchísimas ganas de ir a Sparta.
***
Oma
diluyó los sobres de nutrientes minerales en la jarra de agua. Arrugó la nariz
ante el fuerte olor que desprendía el producto; en algunas ocasiones, tener los
sentidos más desarrollados podía ser una auténtica maldición y cada vez que
tenía que preparar el desayuno para su marido y su familia pensaba en ello. No
en vano era de la raza óptima, una “ojos saltones” como la llamaba Marcos,
haciendo referencia a sus ojos desproporcionadamente grandes. «Son para verte
mejor», respondía ella cuando tenía ganas de seguir la broma.
La
segunda parte del desayuno era más sencilla y bastante menos desagradable: un
paquete de galletas deshidratadas, leche de yugul, cereales en polvo y
complementos vitamínicos, todo lo que necesitaba un humano no fotosintético
para sobrevivir. «Sí, para sobrevivir, pero no estaría de más comer algo con
sabor para variar».
El
desayuno estaba listo, ahora solo faltaban los comensales, su pequeña familia,
que pronto se haría más grande, pensó con ternura pasándose la mano por el
abultado vientre. Uno más... Si se lo hubieran dicho cuando salió de Óptima,
les habría tachado de idiotas.
Habían
pasado diez largos años desde que Oma llegara a la Valkiria. La normativa
estelar exigía que por cada nave tripulada hubiera un personal médico
cualificado. En aquel momento era joven, inexperta y muy osada, una auténtica
activista social, para vergüenza y preocupación de su familia. Se había
apuntado en la bolsa interplanetaria desoyendo los consejos de sus padres. No
se arrepintió. Puede que las cosas fueran difíciles y que por un mordisco de
fruta fresca diera cualquier cosa, pero en la Valkiria había encontrado lo que
nunca habría hallado en Óptima: una familia, el amor…
Había
pasado un cuarto de hora y aún no había aparecido nadie. Entendía que la parte
fotosintética de la tripulación —su marido, su cuñado y el tío de ambos—
no hubieran llegado todavía. A su manera, ya estaban desayunando en la cubierta
solar, pero Riordan ya tendría que estar allí.
—Val,
¿has avisado a Riordan?
—Afirmativo, Doctora Oma. Riordan está en
este momento en la cubierta de carga, limpiando las deposiciones del valok.
¿Prefiere que insista en que venga a desayunar?
—¡No! —se apresuró a negar la doctora. No quería
que el joven se acercara a ella antes de darse una buena ducha. Con lejía, a
ser posible. Decir que el animal apestaba era quedarse muy corto, y cualquiera
que se acercara al maldito bicho quedaba impregnado con su olor—. Ya me
extrañaba a mí que se perdiera el desayuno. No creo que le entusiasmen ni la
leche de yugul ni las galletas secas, pero le encanta restregarle a Marcos la
comida sólida. Por mucho que se queje de lo soso que es el desayuno, los rayos
de Eos son todavía más sosos.
***
El animal de brillantes colores parecía inquieto en
el redil. Tenía el cuello largo y cuatro enormes ojos, seguro que alguien lo
debía de encontrar impresionante, pero para ellos, no era más que un pajarraco
grande y molesto. Había pasado ya una semana entera desde que embarcó en
Galileo y desde entonces no había hecho más que hacer ruido y llenar el hangar
de la Valkiria de apestosas deposiciones.
—Solo tres días más —recordó Marcos dando una
palmadita en el hombro de Riordan.
Riordan agachó la cabeza y agarró la escoba. Tres
días más, tres interminables días más limpiando mierda. Julio no había tenido
la más mínima piedad, no estaban en condiciones de escoger los contratos
mercantiles, y este no estaba mal pagado. Por supuesto, siempre cabía la
posibilidad de ir a Sparta. El salvaje planeta apenas empezaba a considerarse
un lugar civilizado así que la mayoría de transportistas evitaban ese destino
en la medida de lo posible. Y eso que ellos no tenían a un leónida fugitivo en
la tripulación.
El viaje a Sparta había sido postergado a cambio de
la entrega del animal, así que Riordan se ocuparía de que no molestara
demasiado. Ninguna otra nave había querido aceptar el encargo y no le extrañaba
lo más mínimo: el animal era muy irritante. De vez en cuando, y sin previo
aviso, emitía agudos alaridos que dejarían sordo al oído más resistente. Pero
semejante sufrimiento no era nada comparado con el desagradable olor que
desprendía.
Oma llevaba tres días sin bajar a la cubierta de
carga; el valok era una tortura continua para alguien con los sentidos
amplificados. Aunque lo que realmente importaba es que era un animal muy raro
y, por lo que pensaban cobrar por su transporte, muy caro.
—Alegra esa cara, Riordan, hay cosas peores que
limpiar mierda —dijo Guille asomando su mata de rizos castaños desde la
escalera de la cubierta superior. Ya debía haber acabado su baño solar. El
rugido de su estómago recordó a Riordan que todavía no había desayunado.
—¿Sí? ¿Cómo qué? —suspiró mientras trataba de ignorar
el acuciante ajetreo de sus tripas.
—Ahora no se me ocurre ninguna, pero seguiré
pensando —dijo el joven con una mueca mientras disfrutaba de una de las
pocas veces que podía burlarse del leónida, normalmente era al revés—. No
te quejes tanto, estaba deseando ver a las famosas mujeres de Sparta pero ahora
tenemos que dar un pequeño rodeo.
—Supongo que eres consciente de que te arrancarían la
cabeza solo con que les pusieras los ojos encima —dijo Riordan.
—¿Eso fue lo que te pasó a ti? —preguntó—
¿Pusiste los ojos en quien no debías?
—Tenía doce años, ¿recuerdas?
Guillermo bajó las escaleras y se acomodó en una de
las cajas que ejercía de improvisado cercado. «Mala señal», pensó Riordan
agitando la cabeza, eso significaba que no tenía intenciones de irse pronto.
Con suerte cambiaría de conversación, pero la posibilidad de que eso sucediera
era similar a la de encontrar un leónida vegetariano; entre escasa y nula.
—¿Qué pasó, Riordan? —He ahí la temida pregunta.
—Sparta no es cómo crees, Guille, no te gustaría
estar allí.
—¿Por qué no? —La ingenuidad del joven resultaba
realmente molesta—. Me encantaría tener mi propio clan, una docena de
mujeres hermosas para satisfacer mis deseos…
—…Enemigos dispuestos a rebanarte el cuello en
batalla y amigos dispuestos a rebanarte el cuello mientras duermes —continuó
enumerando Riordan—. Una vida de emoción sin límite.
Las cosas nunca eran sencillas en Sparta. La raza
dominante, los leónidas, llevaban siglos matándose los unos a los otros. Mitad
hombres, mitad bestias, dominados por una hormona especialmente diseñada para
hacerles más fuertes. La violencia y la agresividad fueron simples efectos
secundarios. Parecería ridículo pensar que alguien como Guille tuviera tantas
ganas de meterse en aquel lugar. Pero el joven era adicto a las novelas ligeras
y una de sus series favoritas retrataba la versión más romántica de la agresiva
raza. En el libro también se sucedían las muertes violentas, pero eso parecía
haberse borrado de su cabeza como por arte de magia.
—Estás exagerando —dijo Guillermo ignorando la
advertencia, una vez más—. No has respondido a mi pregunta.
—En realidad, sí lo he hecho.
—¡Oh, vamos! ¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿No
puedes contármelo? ¿Tan grave fue lo que hiciste que no puedes regresar al
planeta?
—Sí, cometí un gran pecado: sobreviví.
***
Julio se encontraba en el puente, frunciendo el ceño
ante los datos que le vomitaba su consola. Gastos y más gastos, interminables
columnas de cifras desfilaban ante sus ojos. El capitán seguía resistiéndose a
trabajar en Sparta. Había conseguido el maldito trabajo del animal, pero no
podía engañarse: no era más que un pequeño respiro y tarde o temprano tendrían
que acercarse al planeta. Su mala fama y su cantidad de excedentes minerales
hacían de aquel sitio un territorio casi virgen para los transportistas. Aunque
el nuevo gobierno intentaba por todos los medios dar una imagen de modernidad,
todavía eran pocos los que se acercaban. La promesa de riqueza era más vaga que
la posibilidad de acabar con el pescuezo rebanado. Con suerte, los temores de
Julio serían infundados y regresarían todos sanos y salvos y un poco menos
pobres.
Claro que Julio no era conocido por su suerte.
Un potente temblor volcó su taza sobre los mandos y
le obligó a sujetarse a su silla para no caer al suelo. La nave se agitaba como
si hubieran entrado en la cola de un cometa, pero no había planetas ni cuerpos
celestes en la ruta. ¿A qué se debían esas sacudidas?
—¡Alerta!
¡Alerta!. Se detectan graves alteraciones de la capacidad estanca de la cubierta
de carga.
La información de la IA de la Valkiria avivó más la
alarma.
—¡Val! ¿Hemos chocado contra algo? ¿Qué está
pasando? —preguntó Julio intentando mantener la sangre fría.
—Se ha
originado una perturbación en la cubierta de carga.
—¿Quién está allí?
—Se detecta la
presencia de Guillermo y de Riordan. Constantes vitales estables. También se
detecta una tercera forma de vida.
—Debe de ser el valok.
—Negativo.
***
Por un momento le pareció ver el cielo estrellado.
Era una estupidez, Riordan era consciente de ello, pero también era consciente
de lo que había visto: las estrellas y los árboles. Ahora no había estrellas,
no había árboles; sobre sus cabezas solo se alzaba la cúpula metalizada del
hangar de la Valkiria.
Las turbulencias lo habían arrojado de espaldas al
suelo. Guille no estaba muy lejos de él, de bruces. También se había visto
sorprendido por las repentinas sacudidas, pero en su posición, lo más probable
era que no hubiera visto nada.
Ya no había agujero. Ya no quedaba nada de su visión.
Nada, salvo ella.
Riordan alzó la cabeza para ver como el valok ya no
estaba y su lugar lo ocupaba una joven de cabellos oscuros y curiosa
vestimenta. Parecía tan sorprendida como él, puede que incluso más. Miró al su
alrededor con los ojos abiertos como platos y caminó un par de pasos
vacilantes. Intentó decir algo antes desmayarse y caer al suelo.
***
Hacía frío pero a ella no le importaba. Estaba muy
enfada. Estaba furiosa. ¡Esa maldita máquina también era en parte suya! Pero
no, las mujeres no estaban hechas para la ciencia, su simple cerebro nunca
podría entrever los mecanismos que hacían que el mundo funcionara. «Eres muy
lista Becky, casi brillante, pero te falta la chispa».
No siempre había sido así. Ni si quiera era así la
mayoría de las veces. Todavía pasaba más tiempo en el taller que la mayoría de
sus ayudantes. Ella era su principal ayudante. Era la única que podía entender
sus bocetos y que pensaba a la misma velocidad que lo hacía su padre, siempre
un paso por delante del resto. Pero no era suficiente. Nunca era suficiente. Y
cuando aparecían los grandes señores, ella volvía a ser relegada a la posición
de bonita jovencita con demasiado carácter para ser una buena esposa.
No era cierto, ella intentaba hacer las cosas bien,
siempre intentaba hacer las cosas bien. Era una buena hija, sería una buena
esposa y no era tan irascible como pretendían. Si no hubiera tenido
autocontrol, les habría mandado al infierno a todos en vez de al árbol que se
interponía en ese momento en su camino. El próximo que observara lo poco
apropiado que era que una jovencita como ella siguiera ayudando en el taller en
vez de ocuparse de su casa como le correspondería a una buena esposa… ¡Al
infierno con ellos! ¡Con todos ellos!
La señora Astor seguro que le habría reñido por haber
abandonado a sus invitados. Pero una retirada estratégica era una buena táctica
militar. Ya se le ocurriría algo que justificara su ausencia.
Se secó las lágrimas de frustración. Sus pasos
erráticos la habían llevado al cercado que mantenía encerrado el gran
experimento de su padre. Esa noche era su noche. La noche en la que conseguiría
el patrocinador que pagaría sus deudas y les devolvería al estatus que se
merecían y que parecían mantener en su suite del Waldorf-Astoria.
La enorme esfera de cobre brillaba tenuemente a la
luz de la luna tomando prestado su brillo y devolviéndolo como si de un pequeño
astro se tratara. Rebecca sonrió al verla. Parecía mentira como sus problemas
parecían desaparecer ante el enorme aparato.
El aire frío transportó las voces de los invitados de
su padre. Reconoció la suya y la del señor Curtis. Si era como se temía, detrás
de él estarían el señor Astor y toda la cohorte de adinerados caballeros. Si la
encontraban allí tendría que dar muchas explicaciones y fueran cuales fueran,
haría pasar un mal rato a su padre.
Rebecca se refugió entre los árboles y esperó a que
todos hubieran entrado en el laboratorio antes de salir de su escondite.
Resultaba ridículo que a su edad se comportara como una chiquilla, escondiéndose
de su padre por miedo a ser reprendida por su mal comportamiento. «Debería
regresar, ahora que todos están dentro». Pero no se movió de donde estaba; la
perspectiva de un nuevo sermón de la señora Astor no la entusiasmaba demasiado.
Le habría encantado estar en el laboratorio de su
padre, escuchar sus explicaciones y ver con sus propios ojos como hacía
funcionar el enorme aparato. «Pero lo que quieres ver no está ahí dentro,
¿verdad? Desde fuera tiene que ser mucho más impresionante. Si sabes dónde mirar».
Caminó con torpes pasos sobre la nieve. Se arrebujó
en su abrigo y lamentó no haberse demorado en traerse consigo los guantes y la
bufanda. «Y en cambiarme de zapatos, ¡por Dios!». Eso sí que lo lamentaba. Los
botines no eran un calzado adecuado para ese terreno y empezaba a notar
entumecidos los dedos de los pies. Pero si estaba en lo cierto, el espectáculo
valdría el esfuerzo y merecería la pena el frío y el futuro sermón de la señora
Astor.
Reconoció en seguida el pequeño descampado en el que
su padre había estado haciendo experimentos de conducción eléctrica sin cables.
Un pequeño círculo de esferas luminosas proveían de una mortecina iluminación
al paisaje, otorgándole una apariencia onírica. Los árboles más cercanos
estaban a varios metros y desde allí, tenía una perspectiva única de la torre
de metal con la gran bola de bronce. Era el sitio perfecto. Rebecca sonrió y
esperó.
Los rayos iluminaron el cielo.
Las esferas que había a su alrededor se encendieron
súbitamente. Encendieron la noche con un potente haz de luz que la cegó y la
obligó a cerrar los ojos. Dio un vacilante paso atrás, pero se detuvo cuando de
repente, las esferas alcanzaron la incandescencia y explotaron. Al hacerlo, un
rayo discontinuo apareció y despareció saltando de los restos de una bola a
otra, dibujando un círculo eléctrico a su alrededor. Rebecca se asustó. Sabía
de primera mano que la corriente alterna no era ninguna broma y no quería
acabar electrocutada. No se movió de dónde estaba. Dar un paso en falso habría
sido un error fatal.
Entonces pasó algo extraño: el aire se dobló. Hizo
ondas como si fuera la superficie de un estanque y se abrió una ventana. Tras
la ventana una estructura abovedada, iluminada como si fuera de día, pero
ninguna ventana dejaba ver el cielo.
Rebecca se sintió muy extraña. Pensó por un momento
que la corriente la había alcanzado. Notó como su cuerpo vibraba al ser
recorrido por cientos de ráfagas de estática. Se miró las manos y por un
instante, le pareció que no estaban allí. Pronto se dio cuenta de que no eran
solo sus manos las que se desvanecían en el aire para volver a reconstruirse.
Miró a su espalda y tras de sí, vio el bosque de Colorado Spring. La ventana se
cerraba y con ella desaparecía aquello que conocía.
Estaba en la bóveda de metal. Había cajas y personas.
¿Eran personas? Intentó caminar, pedir ayuda, pero su voz se ahogó en su
garganta y sus piernas se negaron a sostenerla, incluso su sentido la abandonó
sumiéndola en la inconsciencia.
***
—Es humana —dijo Oma mirando los datos que la
Valkiria le proporcionaba.
—¡No fastidies! —exclamó Riordan con sorna.
—No te hagas el gracioso conmigo —dijo la
doctora dedicándole una mirada gélida, mucho más efectiva cuando quien la hace
tiene unos ojos cuatro veces del tamaño normal—. Cuando digo que es humana
es porque es más humana de lo que debería ser. No se detectan mutaciones
selectivas en su genoma; no tiene ni piel fotosintética, ni alteraciones
hormonales, ni un sistema nervioso optimizado… Es humana, en el sentido más
auténtico de la palabra.
—Entonces… ¿se trata de una princesa de
Origen? —preguntó Guille.
—No, no se detectan variaciones en la longitud de los
telómeros y su genoma ni siquiera tiene limpieza terapéutica. Es
humana —repitió Oma.
—Lo dices como si nosotros no lo fuéramos —dijo
Julio bastante molesto, había tratado las suficientes veces con la gente de
Origen como para saber que les consideraban poco más que deshechos genéticos.
—¡No quiero decir eso! —dijo su esposa
intentando explicarse—. Es solo que lo es demasiado: como si ella no se
hubiera visto afectada por la Revolución Genética.
—Eso es imposible —murmuró Guille.
—Claro, aparecer de la nada en medio de una nave es
perfectamente normal —murmuró Riordan—. ¡Te digo que vi el cielo en
la cubierta! ¡Y nieve! Nunca he visto nieve, pero lo era; estoy seguro.
Julio miró al joven y frunció el ceño. Riordan era
impulsivo, tenía mal humor, carecía de paciencia y no era la primera vez que se
ponía en entredicho su cordura, pero las alucinaciones no eran propias de él.
Al menos, no más que del resto de la tripulación. Y estaba la chica, cuya mera
existencia parecía corroborar la historia del leónida.
La muchacha seguía inconsciente, aunque ayudada por
una droga química. No sabían quién era ni lo que hacía allí, así que habían optado
por sedarla. Oma había sugerido extraer material genético para ver si en el
análisis genómico se desvelaban algunas dudas, pero parecía que solo se habían
añadido nuevos interrogantes. Vestía de forma extraña. Si seguían el principio
matemático de que la elegancia era inversamente proporcional a la comodidad, se
trataba de la persona más elegante que habían conocido nunca.
—No tiene receptor Wernicke —dijo Oma mientras
apartaba con delicadeza el cabello de la joven, mostrando el espacio vacío tras
sus orejas—. Habrá que implantarle uno si queremos que nos entienda.
—¿Tenemos? —preguntó Julio arqueando una ceja.
Los receptores de Wernicke no eran especialmente baratos ni crecían en el
césped de la cubierta solar.
—Sí, tu padre encargó uno de repuesto cuando llegó
Riordan —El joven leónida asintió mientras Oma continuaba su
explicación—. Dijo que siempre tenía que haber uno, que nunca sabríamos
con quién nos encontraríamos. Y, a juzgar por nuestra invitada, no se
equivocaba.
—Bien, fantástico —gruñó Julio—. Pónselo y
hablemos con ella.
—Estaría bien, sería tan sencillo ponérselo mientras
está dormida… —Oma frunció el ceño y golpeó con los nudillos la cabeza de
su marido—. ¿No recuerdas cuando te pusieron el tuyo?
—¡Ouch! —se quejó el capitán mientras se frotaba
la frente en el punto que había recibido el impacto. Miró de reojo a los
miembros más jóvenes de la tripulación, Guille y Riordan, que disimulaban mal
la risa. «Reíros, reíros, ya me ocuparé de vosotros»—. ¡Tenía cuatro
años! —continuó encarándose a su mujer— ¡No, no me acuerdo!
—A mí, Oma me lo puso con doce —comentó
Riordan—. Me dijiste que tenía que ser fuerte y aguantar el dolor porque
la sedación podía matarme. —Hizo una mueca al recordarlo. Debía de ser
divertido que le hablaran de aguantar el dolor a alguien como
él—. Bueno —se explicó—, Val me lo dijo; yo no te entendía.
—Los sedantes compiten con los neurotransmisores que
emiten las conexiones neuronales que despliega el receptor de Wernicke imp…
—Vale —la interrumpió Julio—, lo he pillado.
Tiene que estar despierta —ignoró la mirada asesina de su mujer y continuó
con el problema—. ¿Cómo lo hacemos? Acepto sugerencias. Lo único que se me
ocurre es que le agarramos fuertemente la cabeza y le clavamos una aguja hasta
el cerebro. Y luego intentamos convencerla de que somos buenos.
Un silencio incómodo se adueñó en la enfermería.
Ninguno tenía muy claro qué hacer y no había voluntarios para la
microtrepanación. Normalmente se hacía de muy pequeño, sobre los cuatro años
como había mencionado Julio, cuando ya se habían consolidado las bases del
lenguaje, pero el hueso del cráneo no estaba completamente calcificado. En el
caso de Riordan había sido bastante más tarde, pero era normal, nunca antes
había salido de Sparta y la implantación de los receptores Wernicke solo era
frecuente en familias espaciales, ya vivieran en naves o en los cientos de
estaciones que habían proliferado alrededor de lunas y planetas. Los spartanos,
verdanos, óptimos y demás planetarios aprendían el idioma de su casa y con eso
tenían bastante. Pero el espacio era un guirigay de lenguas y dialectos y nadie
podía aprenderlos todos; el receptor era el único mecanismo de garantizar una
comunicación viable.
—¡Me cago en
los mares de Origen! ¡Panda de vagos! ¡Vayámonos a fisgonear un poco y dejemos
al viejo Marcos haciendo todo el trabajo! ¡Total, está muy gordo y un poco de
ejercicio no le vendrá mal!
Guille no contuvo la risa cuando el vozarrón del
mecánico resonó por los comunicadores de la nave. Julio también ahogó una
carcajada mientras respondía a su tío e intentaba recordarse que la situación
no era una broma.
—Marcos, ¿qué dicen las lecturas? ¿De dónde ha salido
nuestra pasajera inesperada?
—Pues… de la
nada —gruñó su tío—. Podéis respirar
tranquilos: no se detecta ninguna fisura en el casco así que no nos vamos a
morir por el momento. Pero se detectan un montón de cosas raras: polen, hojas,
agua fría... Los sensores de Val se encienden y se apagan como las luces de los
burdeles de Xena y recibo lecturas sobre no sé qué radiación.
—¿Radiación? —exclamó Oma preocupada.
—Radiaciones
Tardis, o eso pone aquí. Pero no tengo ni idea de lo que son.
—Radiaciones
Tardis —La voz artificial de Val resonó en toda la nave—: En el 297 antes de la fractura, James Lovelock realizó un experimento
de teletransportación consiguiendo reintegrar una manzana doscientos metros
antes de que perdiera completamente su estabilidad física. La desaparición de
la manzana generó un vacío que se llenó por las moléculas que desplazó al
desintegrarse y reintegrase en una nueva posición. El intercambio
espaciotemporal de la materia, genera una energía llamada radiaciones Tardis,
especialmente abundantes en las regiones colindantes a agujeros de gusano. Las
lecturas más altas se registraron en las inmediaciones del antiguo puente entre
sistemas. Actualmente todas las naves están equipadas con detectores de
radiaciones Tardis con el fin de prever la aparición de agujeros de gusano
esporádicos».
—Vaaale —suspiró Julio—. Cuando hace estas
cosas me siento idiota. Seguro que alguien lo ha entendido y puede
explicármelo, ¿verdad?
—¡Radiaciones Tardis! —exclamó Guille abriendo
mucho los ojos—. ¡Ya sabía yo que me sonaba! Es la señal de que ha habido
un viaje espaciotemporal.
—Otra novela —murmuró Riordan meneando la
cabeza.
—Sí, otra novela —admitió el joven—. ¡Pero
mírala! Todo encaja: su ropa, que haya aparecido de la nada, incluso que hayas
visto el cielo y la nieve. No hay que preguntar de dónde ha venido sino de
cuándo.
Julio tuvo que reconocer que de todas las hipótesis
que habían pasado por su cabeza —que habían sido muchas y muy
disparatadas—, la loca idea de Guille era la más verosímil y explicaba tanto
las extrañas lecturas de Val como la curiosa indumentaria de la joven.
—Val —dijo el capitán—, si suponemos que ha podido
venir de cualquier parte y de cualquier época. Sin hacer ni puto caso a las
leyes de la física y la lógica, ¿podrías decirme de dónde hay más posibilidades
que venga?
—Calculando…
82, 4% La Tierra, finales del siglo XIX; 16,3 % París Nouvé, 435 antes de la
fractura; 1,1 % París Nouvé, 227 tras la fractura; hay varios resultados con
probabilidades menores. He basado mis cálculos en la indumentaria y el análisis
de las substancias aparecidas en la cubierta de carga, con total independencia
en tiempo y espacio, como me ordenó.
—La Tierra —repitió Oma—, eso podría
explicar su genoma inalterado.
—¿La Tierra siglo XIX? —preguntó Riordan— ¿Y
cómo demonios llegó aquí? Que yo sepa, todavía no se puede viajar en el tiempo
y no creo que en el siglo XIX estuvieran más avanzados que ahora, a pesar de la
regresión y toda esa mierda.
—Quizás al otro lado de la Fractura... —sugirió
Guille.
—Puede —dijo Julio frunciendo el ceño. La
información de Val no facilitaba las cosas, ¿o sí? Julio caviló un momento y
sonrió con malicia—. Que nos lo diga ella.
—Pero estamos en las mismas —dijo Riordan—,
¿quién le pone el receptor?
—Oh, eso está muy claro ahora —dijo Julio
mirando a Oma. Esta le miró interrogante durante un momento antes de entender a
qué se refería y asentir con una sonrisa maquiavélica.
—Si hacemos caso a los resultados de Val —empezó
a decir la doctora—, lo más probable es que se trate de una jovencita
victoriana, vulnerable y asustadiza, que no ha oído hablar en su vida de la
selección dirigida ni de mejoras genéticas. Para ella, somos hombrecillos
verdes, nunca mejor dicho.
—¿Y qué hacemos? —preguntó
Guille—. ¿Buscamos a alguien de Origen?
—Sí, no es mala idea —dijo Oma—, pero también
podemos usar a un leónida con inhibidor hormonal.
—Oh, no —dijo Riordan, cuando todas las miradas
se volvieron hacia él—, no, eso no va a colar. Tú eres la doctora, Oma, es tu
trabajo. A mí no me metas en esto.
—¡Eres el único que se puede acercar a ella sin que
salga gritando!
—¡Está encerrada en una nave espacial a años luz de
su casa! ¡Va a salir gritando haga lo que haga! —observó el leónida.
—Es igual —sentenció el capitán—, si es
necesario es una orden.
Riordan iba a protestar de nuevo, pero cerró la boca
al darse cuenta de que no serviría de nada. Bajó los hombros con resignación y
suspiró.
—Eso está mejor —dijo Julio con una palmadita en
la espalda.
—Ve a ducharte —dijo Oma arrugando la nariz—,
apestas a valok.
Riordan exhaló aire y abandonó la enfermería. Al poco
de salir por la puerta se oyó un fuerte golpe: el airado leónida había pegado
una patada a la pared. Julio hizo una mueca y calculó mentalmente la lista de
mobiliario destrozado en los arrebatos coléricos del muchacho.
—¿Crees que funcionará? —preguntó Julio bajando
la voz.
—Creo que tiene más posibilidades que nosotros.
Además —añadió—, puede que con la ducha salga un poco de su magnetismo
leónida.
—¿Te refieres a las feromonas? —La misma
hormona, la spartina, que actuaba dando fuerza y agresividad, presentaba una
composición química muy similar a la de las hormonas de atracción
animales—. Pensaba que con el brazalete estaba solucionado también eso.
—Y lo está —le tranquilizó su esposa—, pero se
mantienen unos niveles basales. ¡No voy a arrojarme en sus brazos, Julio! Pero
el chico tiene… algo.
—Fantástico —gruñó—. Me dejas mucho más
tranquilo.
***
Rebecca abrió los ojos con lentitud. Le dolía la
cabeza: sentía como un ejército de tambores desfilaba tras sus sienes sin la
menor piedad. Se levantó con brusquedad al recordar lo que había sucedido.
—Es una pesadilla —dijo temblando. En realidad,
una parte gran parte de ella estaba convencida de que seguía dormida—. Es
un sueño —repitió.
¿Cómo si no se podría explicar lo que había pasado?
Lo que seguía pasando. Ahora estaba encerrada en una habitación estrecha que
parecía un camarote de barco, pero ningún ojo de buey le podía mostrar dónde se
encontraba. Una luz tenue parecía surgida del propio techo, sin cables ni conducciones
visibles. Y las pareces estaban hechas de un material que no podía identificar.
No era ladrillo, ni metal; la superficie tenía un tacto que le recordaba al
cuero curtido, pero era mucho más duro.
Si era un sueño estaba tardando demasiado en despertar.
Rebecca decidió que ya había dormido bastante y se pellizcó con fuerza.
—¡Au! —gimió y agitó el brazo. No había servido
de nada—. Bueno, no estás soñando. ¡Oh, Dios mío!
Si no era un sueño, entonces qué. Tuvo que
controlarse para no empezar a hiperventilar. El estrecho corpiño no la ayudaba
mucho y Rebecca sentía como si le faltara el aire. No hacía mucho que había
leído las novelas de Wells —la señora Astor le había dicho que no era apropiado
pero…—. Rebecca tragó las lágrimas que luchaban por salir formando un nudo en
su garganta; puede que no volviera a ver a la señora Astor, puede que no
volviera a ver a nadie que conociera.
La puerta se abrió con un extraño siseo.
Rebecca se levantó sobresaltada. La puerta estaba en
penumbra y por un momento le pareció apreciar un extraño reflejo en los ojos
del desconocido que atravesó el umbral. La novela de Polidori acudió a su
mente. Vampiros: aturden la mente confundiéndola con ilusiones. ¡Eso debía de
ser lo que estaba pasando! Era la presa de uno de los habitantes de la noche.
Retrocedió con pasos vacilantes hasta que la pared
cortó su retirada. Estaba temblando como una hoja. Deseó valor, como los héroes
de las novelas que leía, pero en esas novelas ellas no ofrecían resistencia.
Quiso mirar a su captor pero no pudo. Cerró con fuerza los ojos esperando el
momento en que hincaría los dientes en su yugular. El vampiro apartó su cabello
descubriendo su cuello desnudo. Rebecca tembló y luchó por no llorar. Notó su
aliento y un agudo pinchazo detrás de la oreja. Fue como si una cuerda de
violín se rompiera tras sus ojos, agitándose en un golpe de inusitada
violencia. Rebecca cayó al suelo de rodillas sujetándose el cuello.
—Me ha mordido —dijo con la voz ahogada por las
lágrimas—. ¿Me convertiré en vampiro?
—¿Qué? —preguntó el desconocido con una mueca de
estupefacción— ¿Estás loca? ¡Yo no te he mordido! ¿Por qué dices que te he
mordido?
—¿Cómo que no me ha mordido? Y entonces… —Su
mano estaba completamente limpia, no había restos de sangre. Se tocó la zona
del presunto mordisco y encontró una pequeña esfera metálica detrás de su
oreja.
—No la toques —le advirtió el vampiro—. La zona
estará sensible hasta que el hueso se repare.
—¿Hueso? —exclamó alarmada— ¿Qué me ha hecho?
—Vale, ya está. No ha sido tan difícil, ahora ¿qué se
supone que tengo que hacer?
No se dirigía a ella, hablaba con alguien más, pero
allí no había nadie. ¿O sí? Y si había alguien pero ella no podía verlo?
Alguien invisible, como en la novela de Wells. Rebecca tragó saliva y escrutó
la habitación.
—Pues… no sé,
habla con ella. Pregúntale de dónde viene y cómo llegó a la Valkiria, ya sabes,
es una chica. Creía que se te daba bien tratar a las chicas. —La voz era
extraña y parecía que venía salir de todas partes a la vez.
—Vale, genio, me encantaría verte en mi lugar.
«¡Un genio!» Rebecca había leído cosas sobre genios,
seres terribles, todopoderosos y esclavos al mismo tiempo. Si el vampiro tenía
un genio a su servicio estaba en mayores problemas de lo que creía, y eso
parecía realmente difícil.
—Oye, bonita —dijo el vampiro refiriéndose a
ella.
¿Intentaba seducirla? No es que no fuera atractivo,
la verdad era que el personaje superaba ampliamente sus expectativas al
respecto. «¿Pero no se supone que los seres de la oscuridad son atractivos y
seductores?» Con ella no iba a funcionar, ella sabía cómo comportarse.
—No me llame bonita —dijo, alzando la cabeza en
un gesto digno.
—Está bien —concedió su
interlocutor—. ¿Cómo te llamo entonces?
—Puede llamarme señorita Tesla.
—Tesla, ¿cómo la medida del flujo magnético? Es raro,
pero a mí me vale. Tesla pues; yo soy Riordan.
Rebecca inclinó ligeramente su rodilla en una
discreta reverencia a modo de saludo cortés.
—¿Sabes dónde estás? —le preguntó el joven.
Rebecca negó con la cabeza— ¿Sabes cómo has llegado aquí? —Una nueva
negación. Rebecca intentó controlar el mohín nervioso que hacía cuando estaba a
punto de llorar, pero el labio inferior había comenzado a
temblar—. Fantástico. Supongo que no sabrás cómo volver, ¿no?
—Si supiera, no estaría aquí, donde se suponga que es
aquí —dijo con todo el desdén que pudo reunir.
—Eres muy simpática, Tesla.
—Y usted un maleducado —replicó sin controlar su
carácter.
—Realmente simpática —dijo con
sorna—. ¿Nadie quiere substituirme?
—Tranquilo,
chico diplomático. Lo estás haciendo muy bien.
—¿Os lo estáis pasando bien?
—Mucho.
—Me alegro —dijo frunciendo el ceño—. A ver
cómo demonios arreglo yo esto… Tesla —dijo dirigiéndose a ella—, no sé
cómo, pero estás en una nave espacial a unos cuantos miles de años de distancia
de tu futuro.
A Rebecca le costó un par de segundos asimilar por
completo toda la información que había en la frase y una vez asimilado su
contenido, no puedo encontrar la lógica en la situación.
—¿Futuro?¿Espacio? No tiene sentido.
—Yo tampoco le veo el sentido pero…
—¡No tiene sentido! —le interrumpió al borde del
llanto remarcando cada una de las sílabas—. ¿Cómo puedo estar en el
futuro? ¿Cómo puedo estar en el espacio?
Le pareció ver algo parecido a la compasión en
extraños ojos del desconocido. Riordan, había dicho que se llamaba, y no
parecía mucho mayor que ella. ¿Un hombre del espacio? ¿Un hombre del futuro? A
lo mejor los ojos eran así en el futuro, negros con luz y plateados en la
oscuridad, como los de un gato.
Riordan le tendió la mano.
—Ven —dijo—, te lo mostraré.
Rebecca vaciló un momento antes de coger la mano que
le ofrecía, pero al hacerlo, se cerró sobre la suya como una garra, fuerte y
delicada al mismo tiempo. Tiró de ella sacándola del estrecho habitáculo. La
puerta se abrió con un siseo como había hecho antes, sin apretar botones o
abrir picaportes, como por arte de magia. No había nadie al otro lado y Riordan
no había accionado ninguna manija.
—¿Qué demonios
se supone qué haces? —dijo la extraña voz del genio.
—La llevo a la cubierta solar —contestó sin
dejar de caminar ni de tirar de su brazo—. Una imagen vale más que mil
palabras. Podéis jugar al escondite si no queréis ser vistos. A mí me da igual.
El joven avanzaba con rapidez entre los estrechos
pasillos mal iluminados. Rebecca trotaba detrás de él intentando mantener su
paso y al mismo tiempo, observaba todo lo que la rodeaba captando hasta el más
mínimo detalle que la ayudara a comprender lo que le había sucedido.
Se quedó sin respiración cuando reconoció la gran
bóveda de acero, solo que ahora la veía desde una perspectiva diferente, desde
arriba para ser más exactos. Y desde una altura de veinte pisos.
—¡Cielo santo! —murmuró sin dejar de caminar,
maravillada por la inmensa construcción.
Riordan seguía tirando de ella. Cruzaron varias
puertas siseantes y subieron escaleras metálicas que vibraban con sus pasos.
Nadie se cruzó en su camino.
—¿No hay nadie más? —se atrevió a preguntar.
—Sí, somos cinco, pero los otros están muy ocupados
intentando que no los veas. Creen que te asustarás.
—¿Más aún?
Riordan sonrió, o eso le pareció a ella porque apenas
podía verle la cara. La verdad era que su mano era cálida y fuerte, y le
transmitía una confianza que no esperaba sentir en un momento como ese. Pero
esa mano la reconfortaba lo suficiente como para vencer al miedo y dejar que su
curiosidad aflorara de nuevo.
La última puerta les llevó a una habitación
completamente diferente a las demás. También tenía una estructura abovedada
pero en este caso, láminas metálicas cubrían toda la estructura como si fueran
gajos de una naranja. Pero lo verdaderamente extraordinario de esa estancia
estaba en el suelo. Hierba verde se extendía de forma uniforme como si se
tratara de una alfombra viva. En un rincón, se adivinaban los restos de un jardín
mayor, pero la falta de cuidado habían hecho mella en él y apenas quedaban unas
cuantas plantas moribundas. Riordan la condujo al medio de la gigantesca
habitación y de nuevo habló con su genio invisible.
—Val —llamó, y Rebecca supuso que ese debía de ser
el nombre del misterioso ente con el que había estado hablando—. ¿Se
pueden plegar los paneles protectores?
—La nave no
está en un ángulo óptimo paro la exposición continuada, pero una exposición no
prolongada no debería ser excesivamente perjudicial.
—¡Una mujer! —exclamó la joven—. ¡Es un
genio diferente!
—¿Genios? ¿Qué demonios dices? —dijo Riordan
enarcando una ceja.
—Te oí como antes hablabas con un genio y ahora estás
hablando con otro diferente. ¿Todos los otros tripulantes son invisibles?
—No, no hay nadie invisible. Bueno —recapacitó—,
Val es invisible. Es algo parecido al espíritu de la nave.
—¿Un fantasma?
—Algo así —dijo Riordan, que parecía divertirse
bastante con la situación—. Pero es un fantasma bueno —añadió con un
tono exageradamente paternal. No necesitaba ser muy lista para saber que se
estaba burlando de ella—. El resto hablan por un comunicador que permite
comunicarse a distancia. Es un poco complicado de explicar.
—Mi padre ha trabajado en sistemas de comunicación a
distancia —replicó Rebecca sin poder evitar un punto de acritud en su voz.
«No soy tan idiota como te crees».
—Pero… ¿no vienes del siglo XIX? —preguntó
Riordan, extrañado.
—Hasta dentro de unos meses —recordó con una
sonrisa. Resultaba absurdo emocionarse ante el cambio de siglo cuando estaba a
miles de años de distancia de su época— vengo del 1899… ¡Oh
cielos! —exclamó cuando los paneles de la esfera se abrieron
completamente.
Ante ella estaba el universo.
El firmamento estrellado se descubría antes sus ojos.
Centenares de luceros bailaban la danza cósmica hasta el infinito.
Constelaciones desconocidas dibujaban estelas de colores. Tesla quiso hablar,
pero se encontró completamente asfixiada por la emoción que la embargaba. ¿Cómo
puedes definir lo que se siente al ver tal espectáculo? Decir que ya no podría
ver las cosas de la misma forma sería radical, pero acertado.
—Eso de allí es Verdara —dijo Riordan señalando
al mayor de los planetas de un brillante color turquesa que cubría parcialmente
el campo de visión, dibujando un arco que dividía en dos el universo—, el
ochenta por ciento de su superficie está cubierta de agua, pero la carga iónica
de la atmósfera hace que su cielo sea verde. Tiene cinco lunas habitadas, y
algunas más en proceso de terraformación. Desde aquí puedes ver Vadder y creo
que la otra es Xena, pero no estoy seguro, desde aquí es difícil decirlo. En
teoría nosotros nos dirigimos a Galileo que ahora no se ve porque queda detrás
del planeta y bastante lejos. Por allí está Sparta —dijo señalando una brillante
estrella—, es esa diminuta luz rojiza. Parece minúscula desde aquí —añadió como
para sí.
—¿Y…? —La voz de Tesla tembló y se ahogó antes
de salir. Tragó saliva, cogió aire y lo intentó de nuevo—. ¿Y la Tierra?
—Oh, la Tierra —Riordan esbozó una mueca—. La
Tierra no está. Puede que el Sol sea una de esas estrellas —dijo
extendiendo la mano hacia el firmamento—, pero la Tierra no está. Hace… mucho
tiempo —dijo tras pensar un momento y no llegar a una respuesta más
satisfactoria—, la especie humana se expandió por todo el sistema solar y
encontraron un agujero de gusano.
—¿Agujero de gusano? —repitió Tesla.
—Es como un puente que une partes distintas del
universo. Si el universo fuera una manzana —dijo, utilizando la misma
metáfora que se había utilizado durante generaciones—, para ir de un lado a
otro podrías ir por la parte de fuera —Cerró una mano y utilizó su puño
como si fuera la manzana, mientras con la otra, trazó un arco entre su meñique
y su pulgar—, o hacer como un gusano y atravesarla —Introdujo el dedo
índice dentro del puño para acentuar la demostración gráfica—. Lo curioso
es que no solo atraviesan el espacio sino que también atraviesan el tiempo.
Pero eso te lo explicaría mejor Guille —añadió con una mueca.
— Y la Tierra está al otro lado de la
manzana —concluyó la joven. Le gustaba la ciencia, le encantaba la ciencia
y agradecía la explicación, de verdad, pero en ese momento solo quería saber
dónde estaba su casa.
—Seguramente —asintió Riordan, no parecía
molesto por la interrupción—. Hace mucho tiempo, había un agujero de
gusano realmente gigantesco, lo llamaban el Puente. Miles de naves lo
atravesaron y empezaron a colonizar este sistema. Crearon Galileo, se
establecieron en Verdara y terraformaron casi todas las lunas. Y un buen día,
sin previo aviso, el agujero se cerró, dejándonos aislados a miles de años luz
del sistema solar. Es lo que llamamos La Fractura.
—O sea, que mi casa está a miles de años distancia…
—… de años luz, me temo —la corrigió el extraño
joven.
—Y una de esas estrellas es el Sol —dijo
mientras sentía como las lágrimas luchaban por abrirse paso, golpeando
insistentemente y atenazando su cuello, clamando por su libertad.
—No lo sé —confesó Riordan con
tristeza—. Yo solo conozco un sol. Ah, ahí viene —añadió con una
sonrisa—. Tesla, te presento a Eos, el sol del sistema.
Tesla enmudeció. Sus ojos se empañaron de lágrimas
ante el espectáculo maravilloso que se estaba representando ante ella. Pudo
notar como todo su cuerpo se estremecía de emoción mientras algo en su interior
se rompía para no volver a repararse nunca. Supo en ese momento, que nunca más
vería el cielo con los mismos ojos. No, después de haber visto eso. Tras el
arco que la silueta del planeta formaba en el horizonte, comenzaba nacer una
nueva aurora.
***
Todas las señales de la Valkiria se habían activado
de repente. Julio corrió por la cubierta de carga y subió las escaleras de dos
en dos hasta llegar al puente. Oma ya estaba allí.
—¿Qué es lo que sucede ahora? —preguntó a su
esposa.
—¡No lo sé! Los sensores se han vuelto locos. ¿Dónde
están Riordan y la chica?
—En la cubierta solar, no te preocupes por ellos
ahora —dijo el capitán ocupando su puesto con presteza—. Guille y
Marcos vienen hacia aquí. ¡Val! ¿Qué está pasando?
—Se detectan
fallos en la integridad de la cubierta y una disrupción en el campo
antimagnético. También se registran alteraciones en los estabilizadores de
estribor.
—¿Hemos chocado con algo?
—Negativo. No
se ha detectado ningún objeto en trayectoria de colisión.
—¿Otro visitante inesperado?
—Si se refiere
a la presencia del sujeto identificado como Tesla, negativo: no se detectan
nuevas radiaciones Tardis.
—¿Hola?
¿Hoooolaaaa? ¿Hay alguien ahí? —dijo una voz desconocida por los
comunicadores de la Valkiria.
—¡Mierda! —musitó Julio—. Tenemos compañía.
—¿Compañía? ¿A qué te refieres con
compañía? —preguntó Oma con un leve temblor en su voz.
Julio miró fijamente a los hermosos ojos de su
esposa, meditó con cuidado sus palabras antes de preocuparla aún más.
—Oma, escóndete, enciérrate en una de las
habitaciones y no aparezcas hasta que yo te diga que puedes salir.
—Vaya, Gwynver,
parece que hemos asustado a las florecitas. —Se carcajeó una voz
gutural—. No se preocupen, somos del
servicio de mensajería, venimos a recoger su valok.
—¡Piratas! ¡No hay piratas en el espacio
controlado! —exclamó Oma.
—Discútelo con ellos. ¡Diles que se han equivocado de
sistema! —dijo Julio mientras notaba como la tensión se acumulaba en las
sienes y dando paso a un incipiente dolor de cabeza—. Había oído rumores
de que como ahora no les dejaban trabajar en el espacio spartano se habían
abierto nuevas rutas al saqueo. ¡Pero nunca pensé que atacarían tan cerca del
espacio verdano!
—Entonces, ¿son leónidas? —preguntó su esposa
sumando nuevas inquietudes a la ya de por sí peliaguda situación.
—Mierda —masculló—. Val, cierra la cubierta
solar, que no salgan ni Tesla ni Riordan, y manda una baliza de socorro a ver
si tenemos suerte y hay patrulleras cerca.
—Afirmativo.
Procediendo al sellado de la cubierta solar. Mensaje de socorro enviado.
—Toc-toc,
¿quién es?
—Lárgate —increpó a su esposa—. Avisa a Guille y
a Marcos, que se queden en la cubierta de carga. Intentaremos arreglar esto
pacíficamente.
Esperó a que Oma abandonara el puente antes de abrir
un canal de comunicaciones.
—Aquí Julio Santacana, capitán de la Valkiria. Su
irrupción incumple las normativas de encuentros espaciales según las vigentes
leyes de Seguridad Interorbital, debemos pedirles amablemente que se
retiren. —«¡Anda ya!», pensó Julio lamentando la insistencia de su esposa
en que no hubiera armas a bordo.
—Capitán Santacana, le responde el capitán Gwynver
Ave-negra, disculpe mi lenguaje pero me importan un huevo las leyes de
Seguridad Interorbital. Puede escoger: denos el valok y seguirán el camino con
casi todos sus cuellos intactos, o bien, cogemos el valok y no siguen su camino
porque nadie tendrá cuello.
«¡Joder, joder, joder!», pensó Julio. ¿Cómo demonios
podía hacerles entender que el valok ya no estaba? ¿Que había desaparecido en
una anomalía espaciotemporal? Tenía que ganar tiempo, tiempo para que el
mensaje fuera recibido, para que fuera contestado. Pero la señal de repetición
más cercana estaba a medio día de distancia y la posibilidad de que fuera
captada antes, era irrisoria.
—Capitán Ave-negra, nos encantaría colaborar con
usted, créame, no tenemos la menor intención de poner trabas a su recogida.
Pero el valok ya no se halla en nuestro poder. El animal incomodaba demasiado a
la tripulación —«No nombres a Oma»— y tuvimos que renunciar al encargo.
—Oh, es una pena entonces. Lástima que
interceptáramos la última transmisión en la que se quejaba a una tal Brunilda
de las molestias que causaba el animal. Así que, por favor, agradeceríamos, por
su propia integridad, que dejara de tomarnos por tontos.
—No sé lo qué han oído pero no tenemos al
valok —dijo Julio maldiciendo por enésima vez haber aceptado el maldito
encargo. «Un molesto animal, nada más. ¡Maldita Brunilda! Esta me la pagas».
Claro, que también tenía que explicar a su jefa, la desaparición del puto
bicho.
—Entonces no les molestará que lo comprobemos
nosotros mismos.
«Claro, voy a dejar en una docena de leónidas sin
collar se paseen por mi cubierta. Muy listo, Julio».
—Por supuesto —dijo el capitán mordiéndose la
lengua—. Preparen el túnel de amarre; les abriremos la puerta.
Val —añadió tras haber cerrado las comunicaciones—, activa todos los
sensores necesarios, quiero saber cuántos son. Y dame información de la casa
Ave-negra, quiero saber a qué me enfrento. Avisa a Guille y a Marcos de la
situación; que se queden en la cubierta de carga y no busquen follones; que
agachen la cabeza cuando aparezcan nuestros invitados y me dejen hablar a mí.
No dejes salir a Riordan, pase lo que pase, no sea que decidan llevarse un
botín extra. Me estoy dejando algo… —pensó en voz alta, intentando
recordar lo que se le escapaba— ¡Ah, sí! Lo mismo digo para Oma, que no salga
de su habitación. Tesla está con Riordan así que por ella no me preocupo ahora
mismo. Localiza posibles armas en la nave, algo más que cuchillos de cocina.
La presión tras sus sienes se incrementó dando paso a
una descomunal migraña. Julio entornó los ojos y tomó aire muy lentamente,
intentado que su corazón recuperara el ritmo adecuado. Si al menos tuvieran un
par de malditas pistolas… pero no, Oma era pacifista y las armas, en una nave
mercante legal sin motivos para ser atacada, no eran más que desgracias en
potencia.
—En momentos como este lamento haberme pasado a la
legalidad.
***
Tesla intentaba no llorar, se le notaba, pero tenía
los ojos vidriosos y las pupilas titilaban como las estrellas que contemplaba.
¿Era emoción o dolor lo que sentía en ese momento? Riordan no lo sabía. Había
resultado una joven muy extraña. Cada vez que hablaba, el leónida temía que su
receptor Wernicke se hubiera estropeado porque no conseguía encontrar el
significado. ¿Genios, vampiros, fantasmas? Sin duda era una chica con una
imaginación desbordante; la versión femenina de Guille. ¿Pero cómo habría
reaccionado él si se hubiera encontrado de repente en medio de un sitio que no
conocía rodeado de gente extraña? Probablemente, habría atacado primero y
preguntado después; instinto de supervivencia.
En realidad, algo parecido le había pasado a él. Por
suerte para todos, había acabado inconsciente antes de herir a alguien.
—¿Estás bien? —se atrevió a preguntarle.
Ella asintió con la cabeza, aunque era obvio que no
era cierto.
—Es solo que… —La emoción quebró su voz y le
costó un par de intentos seguir hablando—. Es el espacio. —Necesitó
una nueva pausa para contener las lágrimas, Riordan se conmovió por ese
gesto—. Estoy en el espacio y no puedo dejar de pensar en lo mucho que le
habría gustado a mi padre ver esto.
—Lo siento —dijo con sencillez, no se le ocurría
que más añadir.
—No podré volver a casa, ¿verdad? Nunca. ¿Cómo voy a
volver si estoy a… miles de años…luz? —añadió tras dudar—. Y si
pudiera volver ni siquiera sería mi casa porque… ¿cuántos años han
pasado? —preguntó—. No importa… ¿qué son mil años más o
menos? —esbozó una sonrisa amarga.
—Lo siento —repitió Riordan. ¿Qué podía decirle?
Nada.
—Me lo imaginaba —dijo Tesla con la voz
tomada—. ¿Podría…?
—Te dejaré sola —dijo, adivinando la petición de
la muchacha—. Vendré a buscarte dentro de un rato para presentarte al
resto.
Ella no contestó.
Riordan se alejó unos pasos. Se detuvo y volvió la
vista atrás. Desde donde estaba no podía ver su rostro, pero el movimiento de sus
hombros le indicó que la barrera se había roto y que Tesla estaba llorando.
Frunció el ceño. No se caracterizaba por se una persona especialmente
empática —Marcos decía que tenía la delicadeza de una trituradora de
deshechos—, pero el dolor que transmitía la chiquilla era algo físico que le
golpeaba como un puño, estrangulándole y dejándole sin aliento. Le habría
gustado consolarla, mitigar ese dolor de alguna forma, pero no había nada que
pudiera hacer. Agitó la cabeza y se deshizo de la fugaz idea de abrazarla.
Dirigió de nuevo su mirada y sus pasos hacia la puerta, pero no había avanzado
un par de pasos cuando el gemido de la joven le partió el alma.
Riordan apretó los puños con fuerza y siguió
caminando. Diez minutos a solas la ayudarían a encontrarse mejor. Era una
estupidez, diez minutos solo servían para ahogar las lágrimas recientes. Habría
más, muchas más.
—Julio —dijo comunicando con el puente—,
necesita un rato a solas para asimilarlo todo. De aquí a un rato la subiré al
puente. —Nadie contestó—. ¿Julio? —preguntó
extrañado—. ¿Julio? ¿Guille? Oíd. Ya he hecho de chico bueno, he hablado
con la chica, la he tranquilizado, le he explicado la situación, he hecho los
deberes y me he portado bien. ¿Queréis dejarme tranquilo de una vez?
La puerta no se abría.
—Ja, ja. —Riordan se carcajeó sin
humor—. Riámonos del leónida. ¿Queréis abrir la puerta de una puta vez?
La puerta seguía cerrada, pero lo más alarmante era
el silencio en las comunicaciones. En ese momento se dio cuenta de que hacía
mucho tiempo que no recibía señales de nadie. Casi desde que habían llegado a
la cubierta solar. Tenía un mal presentimiento.
—¡Val! ¿Qué está pasando? —Aporreó la puerta con
insistencia mientras reclamaba la presencia de la IA.
—Lo siento,
Riordan, tengo órdenes de Julio de no permitirte abandonar la cubierta solar
hasta que los intrusos hayan abandonado la Valkiria.
—¿Intrusos? —Riordan sumó dos más dos: si Julio
no quería que estuviera allí era porque los intrusos eran leónidas. Frunció el
ceño, arrugó la nariz y golpeó con furia la puerta a sabiendas de que no
serviría de nada—. ¡Val, si hay problemas me necesitarán! Soy el único que
sabe defenderse, ¡maldita sea! ¡Abre la puta puerta!
—Lo siento,
Riordan —repitió la IA sin inmutarse lo más mínimo.
—¿Qué sucede? —le sorprendió Tesla a su espalda.
Riordan se quedó sin voz durante un segundo, turbado
por los ojos increíblemente verdes de la joven. Antes no había reparado en su
color, pero en ese momento, con el fondo enrojecido por el llanto, parecían
esmeraldas. Ahora no lloraba. Sus mejillas estaban secas y su voz había
recuperado la templanza.
—Nos han encerrado —informó Riordan, intentando
mantener la sangre fría mientras notaba como ardía por sus venas—, para
protegernos de los piratas.
—¿Piratas? —repitió Tesla alzando mucho las
cejas—. ¿Y aquí estamos a salvo?
—Si no nos buscan sí, pero si pudiera salir podría
ayudar. ¡Podrían estar en peligro, Val! ¡Yo puedo ayudar! —gritó como si
eso pudiera servir de algo.
—¿Cómo funciona la puerta? —preguntó
Tesla—. ¿Vapor? ¿Poleas? ¿Electricidad?
—Es eléctrica —dijo Riordan sin saber a qué
venían esas preguntas.
—¿Y cómo le llega la electricidad? No veo los cables.
—Están detrás de este panel —dijo intentando
extraerlo con las uñas.
—Déjame —dijo Tesla echándolo a un lado. En su
mano llevaba una pequeña navaja multiusos. ¿De dónde la había sacado? Con
inusual destreza, extrajo la placa protectora, dejando al descubierto un
entresijo de cables multicolores y pilotos
luminosos —. ¡Cáspita! —exclamó abriendo los ojos de par en par—. Es
increíble… a ver si entiendo, si este cable viene de … ajá, si quito este
debería… no, este no es.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó
Riordan. Bueno, no era más que una pregunta retórica porque era imposible que
supiera cómo funcionaba un circuito eléctrico. Venía del siglo XIX… la
electricidad apenas si empezaba a utilizarse.
La puerta se abrió.
—¿Cómo…? —dijo Riordan sorprendido, se había
quedado sin palabras.
—Arreglo cosas —explicó Tesla—. Mi padre dice
que tengo un don, pero que me falta la chispa.
—¿La chispa?
—Sí —dijo la joven con tristeza, mientras
envainaba de nuevo la pequeña navaja—. Lo que diferencia a alguien bueno
de alguien genial; la chispa. Supongo que es porque soy mujer —dijo
encogiéndose de hombros.
—A mí me pareces genial —dijo Riordan sin
pensar.
La muchacha sonrió con timidez y el rubor se extendió
por sus mejillas. Riordan se sintió un poco incómodo. No había pretendido que
sonara de esa forma. Pero sin darse cuenta se descubrió respondiendo a esa
sonrisa con otra.
—¡Vámonos! —dijo, apresurándose a abandonar la
habitación del césped. «No seas idiota, Riordan, ahora no hay tiempo para esas
tonterías».
***
El golpe en la boca del estómago hizo comprender a
Guille que los leónidas no tenían sentido del humor. ¿O puede que sí? Sí,
definitivamente parecían del tipo de personas que se lo pasaban bien jugando al
hockey con piernas arrancadas. El muchacho notó el regusto ácido de la bilis en
la boca mientras el grito de su hermano resonaba en su cabeza. «Lección
aprendida; no más chistes».
—Estoy bien —acertó a pronunciar.
No había muchas personas que se atrevieran a cruzarse
en el camino de Julio cuando se cabreaba, pero en esta situación, tenía todas
las de perder. Solo eran tres, o eso les había dicho Val, otros dos esperaban
en la pequeña lanzadera tras el túnel de amarre. Pero seguían siendo
demasiados. Un leónida transformado era tres veces más fuerte que una persona
normal. Eso sin contar con las garras y los colmillos. Ni con las armas de
agujas. Un ataque frontal era un suicido.
—Os digo que no tenemos al valok —insistió
Julio.
Ya lo había repetido varias veces y de hecho, el
animal debía de estar campando por los montes de la Tierra del siglo XIX, pero
los piratas no parecían tener intención de retirarse con las manos vacías. En
cualquier momento, decidirían registrar la nave y entonces encontrarían a los
otros y puede que consideraran que el día había merecido la pena.
—Pues esta mierda apesta —dijo el que se había
identificado como Gwynver, el capitán, mientras arrugaba la nariz al pasear por
los restos del corral—. Pensaba que los verdes no cagabais.
Julio no contestó, se limitó a rechinar los dientes.
Guille apreció como las venas del cuello de su hermano mayor se hinchaban y
palpitaban.
—Argos, Claude —gruñó Gwynver a sus dos
compañeros, apenas menos corpulentos que él—, revisad el resto de la nave.
Tened cuidado —les recordó—. No sabemos cuántos verdes podrían estar
escondidos. Yo me quedo aquí, con nuestros amigos: el mecánico gordo, el niño
gracioso y el capitán con demasiado ego.
***
—¿Quiénes son los nuestros? —preguntó Tesla
asomándose por la barandilla. Riordan tiró de ella obligándola a esconderse de
nuevo.
—Los verdes —dijo mientras pensaba que era
imposible que el plan fuera bien.
Una parte de él le decía que se olvidara de todo, que
era una locura, que no podía hacer nada y que no tenía derecho a involucrarla.
Pero también sabía que no tenían muchas alternativas, esos tipos iban a saquear
la nave y tarde o temprano les encontrarían así que era mejor estar preparados.
Tesla temblaba pero había determinación en su mirada. Riordan le cogió las
manos e intentó tranquilizarla.
—Quizás no haga falta —dijo.
—Sé lo que tengo que hacer —dijo Tesla,
asintiendo con la cabeza—. Pero no sé si seré capaz.
—Lo importante es que no te apresures.
Riordan tomó aire. Miró con anhelo el brazalete que
llevaba en la muñeca, si se lo quitara estaría en igualdad de condiciones, la
spartina también lo convertiría en un hombre bestia. Pero no, su ventaja no era
su fuerza, había vencido a tipos mayores cuando era un niño. «Luchas como una
mujer», le había dicho su maestro tiempo atrás; era un cumplido.
—Comienza el espectáculo.
Dedicó una última mirada a la joven antes de
abandonar el escondite y encararse directamente con los tres intrusos. Guille
le miró intrigado, Marcos boqueó como un pez fuera del agua y Julio le atravesó
con la mirada. Si el plan no salía bien, esperaba morir de una forma rápida, al
menos así no tendría que enfrentarse a su capitán.
— Yo me quedo aquí, con nuestros amigos: el mecánico
gordo, el niño gracioso y el capitán con demasiado ego —parloteaba el que
parecía ser el jefe.
Todavía no se había percatado del joven que avanzaba
hacia él con aire decidido.
—¿Quién está al mando? —preguntó Riordan a voz
en grito.
—¿Qué es esto? —se burló Gwynver—. ¿Un
cachorro castrado?
Eso le dolió. Tenía que reconocerlo, no era la
primera vez que se lo llamaban y la sangre le hervía con la sola mención del
término “castrado”. Quizás le dolía tanto porque en parte era cierto; el
inhibidor se ocupaba de ello.
—Deduzco que si hablas tanto es porque tienes
algo que decir. Te desafío.
—Perdona, pequeño, no te he oído bien.
—No seas capullo. He dicho que te
desafío —consiguió decirlo sin que le temblara la voz, pero ahora venía la
parte más complicada. Y si Val no cumplía, sería también el principio del fin.
—¡Riordan! —gritó Julio—. ¡Cállate!
—Deberías saber que no puedes ir desafiando a los mayores
así como así —dijo Gwynver; parecía divertido con la situación.
—Tengo el derecho de sangre —dijo Riordan—, soy
hijo del clan Luna-Roja, ¿te suena?
Su declaración causó el efecto deseado. Los piratas
comenzaron a murmurar entre sí.
—Eres un imbécil —masculló Julio. Riordan le
ignoró.
Gwynver sonrió ampliamente, mostrando unos colmillos
afilados.
—Si es cierto, eres mejor que una mierda valok.
—Te desafío —repitió el joven.
—Me importa una mierda tu desafío. Vales más vivo que
muerto, pero si das problemas solo tengo que arrancarte el pellejo. ¡Argos!
Ocúpate de él.
Una de las moles se abalanzó sobre él pero Riordan
rodó por el suelo escapando de su presa. Era torpe y parecía confiado, no sería
un problema grave si solo estuviera él, pero había otros dos y puede que
mejores rivales.
No había acabado de pensarlo cuando uno de los
secuaces —¿Claude?—, le sorprendió por la espalda y le intentó inmovilizar
con una presa. Riordan reaccionó a tiempo y consiguió evadirse de la llave
girando su hombro. No pudo evitar un gemido de dolor al forzar la luxación.
Pero había funcionado, se había liberado y solo tenía un brazo entumecido.
—¡No! —exclamó Tesla al oírle gritar,
descubriendo su posición.
Todos giraron la cabeza, leónidas y fotosintéticos,
seis pares de ojos se clavaron en la pálida muchacha que temblaba como una hoja
de álamo.
—¡Estúpida! —le gritó Riordan— ¡Te dije que te
escondieras! ¡Sal de aquí!
—Una mujer —murmuró Gwynver,
relamiéndose—. Y muy bonita… ¡Una auténtica princesa de Origen!
—¡Hijo de puta! —le insultó perdiendo el
control—¡No te acerques a ella!
—¿Por qué, cachorro? ¿La princesa es tuya?
Riordan no dijo nada, pero mantuvo la mirada
desafiante. Era consciente de que los otros dos se preparaban para volver a
atraparle. Tesla titubeó un momento y retrocedió un par de pasos.
—No, cachorro, ahora la princesa es mía —dijo
Gwynver avanzando a grandes trancos en pos de la muchacha—. Ocupaos de
él —añadió antes de salir corriendo.
—¡Corre, Tesla! —la instó Riordan, pero no era
necesario; al ver que el gigante avanzaba hacia ella había emprendido una
carrera a ninguna parte, siguiendo el entramado de estrechos pasillos de la
Valkiria.
***
El corazón latía con tal fuerza que sentía que en
cualquier momento lo tendría en su mano en vez de en su pecho. Estaba
aterrorizada, las piernas le temblaban tanto que apenas podían sostenerla. El
pasillo hacía un recodo bajo y estrecho. Rebecca no se lo pensó dos veces y se
metió en la oquedad rezando porque fuera suficiente para que la bestia no la
encontrara.
—¡No corras, pajarito! No voy a comerte. O puede que
sí, ya lo veremos.
Sentía que le faltaba el aire y por el contrario, su
respiración le parecía tan ruidosa como un tren. Tragó saliva intentando
tranquilizarse pero era inútil. Cerró los ojos y se mordió los labios mientras
las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Recordó las palabras de Riordan.
«Tenemos que separarlos. Tesla, tengo que pedirte algo». En aquel momento no
había parecido tan difícil. «Cuando la spartina controla tu cuerpo solo hay dos
cosas que importan: la primera es demostrar que eres el más fuerte; te vuelves
agresivo y peleas por tonterías. Tienes que demostrar que estás al mando. La
segunda cosa que importa es… el sexo». En aquel momento se había escandalizado,
nunca antes había hablado del tema con nadie, hasta donde ella sabía, si no
estabas casado era pecado. «Matar y follar: el estilo de vida spartano. Hay
muchas leyes y muchos códigos pero no te dejes engañar; todo se reduce a lo
mismo. Y no son muy selectivos, vale cualquiera. Solo tres normas al respecto:
ni tu madre, ni tu hermana, ni la mujer de otro si no estás dispuesto a matar a
su marido. Eres muy bonita. —Entonces se había sonrojado al escuchar sus
palabras—. Sin duda irá a buscarte».
Y así había sido.
—¿Pajarito? ¿Dónde te has metido, pajarito?
Solo se trataba de separar a los intrusos, de alejar
al más peligroso, de darles una oportunidad de contraatacar. Pero ahora ya no
le importaba el plan, solo quería que todo acabara pronto. Oyó los pasos que se
acercaban, estaba realmente cerca. ¿Qué pasaría cuando la encontrara? No, era
mejor no pensar en eso. Pero no había forma de quitárselo de la cabeza. Intentó
ahogar sus gemidos mordiendo el puño con fuerza. Estaba muy cerca. Podía
olerlo, apestaba a sudor fuerte y cuero gastado, y un olor especiado, como de
pimienta, que no conseguía identificar.
—¡Cucú!
Vio los ojos plateados refulgir en la oscuridad y
supo que la había encontrado.
«Cuando llegue el momento lo sabrás».
***
Riordan le
miró a los ojos y le hizo un gesto. Julio asintió con la cabeza. Era un plan de
locos, poco menos que un ataque frontal, pero podía funcionar. El muchacho
captaba la atención de los dos esbirros y el capitán, la mayor de las amenazas,
había salido corriendo en pos de la muchacha. Sintió una punzada de culpa al
pensar en ella; si acababan rápido podrían llegar a tiempo.
El joven leónida sonrió con malicia y mostró los dos
cuchillos de cocina que había mantenido ocultos bajo la ropa. Oma no quería
armas en la nave, pero los cuchillos no contaban.
—¿Qué te crees que puedes hacer con esos cuchillos,
cachorro? —dijo uno de los piratas, puede que Claude.
—No te servirán de nada contra nuestras
garras —aseguró el que debía de ser Argos. Ese era el plan de Riordan: al
revelarse como Luna-Roja, los piratas habían decido que capturarlo vivo era
prioritario y ambos habían enfundado sus armas. Ahora tenían dos leónidas con
garras pero sin pistolas, algo era algo.
—Cierto —admitió Riordan—, pero ayudarán a mis
amigos.
Antes de que los dos gigantes pudieran reaccionar, el
muchacho deslizó las armas en direcciones diferentes.
Una fue a parar a los pies de Julio que la recogió
con presteza. Sintió como su mano recordaba la empuñadura. Hacía mucho tiempo
que no peleaba, confiaba que los últimos años de buena vida no hubieran pasado
demasiada factura.
El otro cuchillo aterrizó a los pies de Guille que
dudó un momento antes de empuñarlo. Él y Riordan se entrenaban cada mañana,
pero nunca había estado en una situación de peligro real. Julio se había
ocupado de eso, después de todo, él era su hermano mayor y Guille solo un crío.
—¿Y yo qué? —gruñó Marcos.
Su tío se había quedado sin arma, pero no le importó
mucho, agarró una de las varas de metal que habían estado utilizando en el
corral del valok y la esgrimió con decisión como un improvisado garrote. Puede
que estuviera obeso pero sus brazos seguían siendo puro músculo y su mala saña
era reconocida en varias estaciones espaciales.
Uno de ellos, Claude, hizo ademán de recuperar el
arma de agujas, pero Riordan se la arrebató con un rápido movimiento y atestó
un brutal golpe con el codo, dirigido directamente a la nuez de su
contrincante. El coloso cayó de rodillas sujetándose la garganta con ambas
manos, boqueando como un pez fuera del agua, intentando respirar
desesperadamente. Riordan aprovechó la oportunidad y encastró su rodilla contra
la nariz sin el más mínimo titubeo, dejándola reducida a un amasijo
sanguinolento sin forma determinada. Claude se cayó redondo al suelo, pero
todavía estaba consciente. El joven no tuvo la más mínima piedad, el gigante no
ofrecía resistencia así que le fue sencillo partir su brazo con un gesto seco.
Un alarido desgarrador resonó amplificado por los ecos de la cubierta de carga
y sacudió la Valkiria, antes de que Claude se refugiara en la inconsciencia.
Julio se sorprendió de la alevosía con la que el
joven había emprendido la ofensiva; una parte de él se asustó al ver la
determinación que había en el rostro de su hermano adoptivo y supo que todavía
no había acabado. Pero no tenía tiempo en ese momento para preocuparse por él,
con Claude bajo control, quedaba Argos para ellos.
Mientras Riordan estaba enfrascado con Claude, Argos
emprendió el ataque contra el menor del grupo. Guille ni siquiera había cogido
bien el cuchillo cuando se encontró con la embestida del leónida. Por suerte,
no era la primera pelea para Marcos y su barra de acero barrió el aire
golpeando el pecho del atacante.
El golpe pilló desprevenido al leónida, pero el
segundo ataque fue más lento y Argos atrapó la barra con ambas manos. Tiró de
ella y la inercia obligó a Marcos a acercarse demasiado, intentó esquivar las
garras y le fue por un centímetro. La camisa se desgarró y se dibujaron cuatro
líneas rojas sobre su pecho verde. Guille reaccionó arrojándose contra la
cintura de su adversario, con la firme intención de tirarle al suelo, pero no
funcionó, Argos le agarró por la camisa y lo apartó de un brusco empujón que lo
lanzó varios metros hacia atrás. Se levantó del suelo con una sonrisa triunfal,
puede que no le hubiera vencido pero parecía satisfecho, había conseguido
hundir el cuchillo en el muslo del leónida y ahora bramaba de dolor.
Ahora era su
turno. Julio golpeó con furia el puñal clavado hundiéndolo más en la carne.
Argos gritó de nuevo, el dolor le hizo perder la concentración, se sorprendió
al notar el frío tacto de la hoja del otro cuchillo en su garganta.
—Ahora, tú y yo hablaremos.
***
Riordan corrió por los pasillos. ¿Dónde se habría
metido? No había gritos, quizás llegaba demasiado tarde. El miedo atenazó su
corazón. No temía a la muerte, podía luchar con las bestias que hicieran falta,
sabía que ninguna de ellas suponía una amenaza en combate singular. Pero la
idea de ser responsable de la muerte de Tesla le sacudía por dentro. Solo
imaginarse lo que le podía haber pasado a la joven le giraba el estómago.
«¡Tengo que llegar a tiempo, por favor!». No podía detenerse ahora. No habían
sido más que un par de minutos, seguro que llegaba a tiempo. Seguro.
Corría tan deprisa como podía, sin fijarse por dónde
iba o lo que había en el suelo y no le dio tiempo a reaccionar cuando pisó el
charco. Resbaló, perdió el equilibrio y cayó al suelo de bruces. Una pátina
carmesí cubría la superficie del pasillo. Riordan palideció. A escasos
centímetros de él había un cuerpo inerte.
Era Gwynver. En su cuello había clavada una pequeña
navaja multiusos.
Tesla estaba acurrucada a un lado, cubierta de
salpicaduras de sangre. Con la cabeza escondida entre las rodillas, temblaba
violentamente. La joven alzó la cabeza al verle, su rostro era blanco como el
papel y sus ojos brillaban con una luz extraña. Se apartó aterrada cuando le
vio, acurrucándose más contra la pared.
Riordan se asustó al reconocer esa mirada, era una
mirada de terror, auténtico y genuino y se había acentuado al verlo. Le tendió
una mano para tranquilizarla pero ella se echó hacia atrás.
—Tenía tus ojos —dijo con un hilillo de
voz—. ¿Eres como ellos?
***
—Se pondrá bien —informó Oma antes de
irse—. La sangre no era suya. Pero está en estado de shock.
—¿Y quién no? —dijo Julio.
Tesla estaba mortalmente pálida pero al menos, había
dejado de temblar. Había estado llorando durante un largo rato hasta que había
caído dormida, ayudada por las drogas de Oma, eso sí. Confiaba en que no
tuviera pesadillas.
Riordan la contemplaba desde la ventana de la
enfermería. No había dicho nada desde que todo acabara. La lanzadera había
partido hacía una hora con un cadáver y dos heridos a bordo. Habían ganado, sí,
pero no había sido más que una victoria temporal. Ahora sabían quién estaba en
la Valkiria y volverían a buscarle.
—Has sido un estúpido —dijo refiriéndose al
joven leónida. Riordan no contestó—. ¿Era necesario que anunciaras tu
presencia a gritos? En cuanto lleguen a puerto, habrá un centenar de tipos como
ellos que vendrán tras nosotros buscando tu cabeza.
—Val —llamó Riordan— ¿Conseguiste hacer lo que
te pedí?
—Afirmativo:
procedí a vaciar los tanques de oxígeno de la lanzadera. Confundí los sensores
del soporte vital con lecturas falsas.
—¿Qué hiciste qué? —exclamó Julio entre
sorprendido y furioso.
—Según mis
cálculos: tenían media hora de navegación antes de que empezaran a sufrir
molestias respiratorias. A estas alturas todos deben de haber muerto. La
amenaza a la Valkiria ha sido neutralizada.
—No podía dejar que se escaparan —murmuró
Riordan frunciendo el ceño. En su voz había determinación, pero desviaba la
mirada.
—Los has matado a todos —Julio no sabía qué
decir ni qué hacer. Se sentía furioso pero también sentía que se había quitado
un peso de encima. De repente, el muchacho que tenía delante de él era un
desconocido. Hasta esa mañana no le habría creído capaz de matar, y menos con
tanta sangre fría, pero había sido capaz de utilizar la programación primaria
de la Valkiria para hacer que eliminara la amenaza a su tripulación de la
manera más eficaz. Y había sido capaz de usar a una joven desorientada como
cebo vivo. No, desde luego nunca habría creído que el muchacho sería capaz de
todo eso. No le conocía.
¿Qué pensarían
los demás? No quería ni imaginar la reacción de su esposa. Y Guille, ¿le
interesaba que su hermano menor pasara tanto tiempo con ese individuo? Ya no
estaba seguro de nada. Sería mejor no decir nada a los otros. Él podía entender
las razones de Riordan, al menos en parte, pero quizás los otros no fueran tan
comprensivos.
—¿Qué será de ella? —preguntó Riordan.
El cambio de tema le pilló desprevenido. Un juramento
y una maldición se dibujaron en su mente, pero no llegó a soltarlos.
—La llevaremos a Origen, Brunilda se ocupará de
encontrarle un hogar. Allí estará bien. —El muchacho asintió con la
cabeza.
—Estará bien — repitió.
—¿Sabes? —dijo Julio—. Hasta hoy creía que
te conocía. Mi padre te adoptó, te consideró su hijo. Guille se considera tu
hermano y yo, yo lo intento, de veras. Oma insiste mucho en que somos una
familia y puede que tú no seas verde, pero pensaba que eras igual que nosotros.
Me engañaba. No se puede domesticar al león ¿verdad? Eres un leónida y hay
cosas que no cambian; con brazalete o sin él. Hoy lo has demostrado. Seguro que
tu padre estaría orgulloso, su hijo es un auténtico asesino.
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