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Capítulo 2: Cuestión de Química

Cuestión de química

—Fractura sin desplazamiento en la región anterior del cúbito. Se recomienda inmovilización parcial y suplementos de activadores de osificación.
«¿Para qué demonios necesitan un médico?». Oma frunció el ceño. El diagnóstico de Val no hacía más que corroborar sus sospechas, pero ella no tenía rayos X en los ojos así que tenía que recurrir a la máquina para que le dijera lo que ya sabía.
—Te has roto el brazo —concluyó escuetamente.
—¡Tienes suerte de no haberlo perdido, cabeza de chorlito! —gruñó Marcos en un tono demasiado alto y demasiado cerca de su oído. Su remedio contra la sordera era volver sordos a los demás—. Te dije que el sistema de cierre no funcionaba bien.
—También dijiste que la tenías asegurada —replicó Riordan.
Y nada más, ni un gruñido, ni una maldición, ni uno de esos comentarios mordaces tan característicos en él. El muchacho llevaba unos días más parco en palabras que de costumbre. Tenía un aire ausente, como si hubiera un muro entre él y el resto del mundo. Ya había pasado una semana desde el altercado con los piratas espaciales. Desde entonces, hablaba poco o nada, pasaba casi todo el rato en su cabina o corría a solas por la cubierta de carga cuando antes, siempre le acompañaba Guille. Seguía yendo a desayunar, y compartían las comidas, pero Oma no podía recordar la última vez que le había oído participar en una conversación. ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba tan distante.
—Sí, bueno… —carraspeó el mecánico—. Me alegro de que no sea nada grave.
—Tienes una forma muy curiosa de pedir disculpas —observó Oma. No le tocaba a ella regañar a Marcos; el mecánico era el más viejo de la nave, pero en ocasiones podía parecer un crío. Y la Valkiria ya tenía demasiados críos. A veces se cuestionaba su cordura al querer meter otro niño en la nave, pero eso debía habérselo planteado seis meses antes.
—Tendrás que llevar esta férula durante dos días —dijo la doctora mientras acababa de colocar el voluminoso vendaje en el brazo del joven leónida—. Si te tomas lo regeneradores, el brazo estará completamente curado antes de que lleguemos a París. —Pensó un momento si debía preguntarle lo que le pasaba. Pero ya se imaginaba la respuesta. «Me dirá que no le pasa nada, con suerte. Eso si no me manda a freír espárragos por meterme en sus cosas. Bueno, es mayorcito. Si me necesita sabe que estoy aquí». Pero dudó de si realmente lo sabía.
—¿Podrías…? —Riordan titubeó antes de seguir con la pregunta—. La compuerta cayó sobre el brazo, pero creo que el brazalete paró parte del impacto.
Eso no eran buenas noticias. La idea de que el brazalete inhibidor estuviera averiado era sencillamente espeluznante. Un leónida con capacidad de producir spartina era una bestia: extremadamente fuerte, extremadamente salvaje, muy irascible y muy poco… comedido. No interesaba en absoluto tener a alguien así suelto por la nave; una bomba de relojería ambulante.
Oma palideció y revisó el mecanismo. No parecía dañado, pero era difícil de asegurar a simple vista.
—Val —dijo, intentando insuflar a su voz una seguridad que no sentía—, análisis hormonal completo.
—Analizando… se indica un ligero desajuste, tres puntos por encima del nivel óptimo pero dentro de los parámetros de seguridad regulados por la normativa de Seguridad Interorbital.
Oma tragó saliva, no era tan malo después de todo. El joven la miraba interrogante.
—Se ha averiado, pero no es importante. Cuando lleguemos a Paris, haré que te lo regulen de nuevo. Estos días estarás un poco irascible, seguramente te crecerá más rápido la barba y las uñas y puede que… necesites alguna ducha fría, pero no debería ser grave. —Suponía y deseaba que a eso se redujera todo; era una concentración mínima de la hormona, pero más les valía estar prevenidos.
—¿Ducha fría? —repitió Riordan enarcando una ceja.
—Sí, bueno —dijo Oma deduciendo que no se necesitaban más explicaciones—. Por si acaso, no te acerques mucho a Tesla.
—Eso será fácil —contestó con tristeza.
***
Nada: había buscado una y otra vez y nada; ella no aparecía allí, en ningún sitio. Y eso que Guille había hecho que actualizaran la base bibliográfica de la Valkiria para que así Rebecca pudiera encontrar toda la información que quisiera. Información sobre el Puente, sobre la Fractura, sobre el sistema Eos… todo había resultado muy esclarecedor. Saber que su planeta estaba a millones de años luz, en la otra punta de la galaxia resultaba desconcertante. Pero ella misma resultaba un interrogante.
Sabía de dónde venía: la Tierra, Colorado Springs, en el año 1899. ¿Había sido el experimento de su padre lo que la había trasladado al hangar de carga de la Valkiria? Había aparecido de la nada. Recordaba rayos, luces y una ventana, y antes de que se diera cuenta, en un solo parpadeo, la ventana se cerraba dejando las montañas de Colorado al otro lado. Ahora no sabía dónde estaba. Era el futuro, eso estaba claro, pero los años se contaban desde la Fractura y no podía saber con exactitud cuánto tiempo había transcurrido.
Solo tenía una cosa clara: no podía volver a casa.
El capitán de la Valkiria, Julio, resultó un tipo bastante… cortés, aunque tenía un peculiar sentido del humor. Al principio, Rebecca se había sorprendido por su aspecto ya que él, como la mayoría de los tripulantes de la Valkiria —y de los habitantes del sistema—, tenían una curiosa piel verde —dermis simbiótica, la llamaban— que les permitía sobrevivir con la luz del sol. Julio le había dicho que la llevaría a un lugar muy parecido a su casa, donde todos eran humanos normales y se vanagloriaban de ello. Allí la recibirían con los brazos abiertos y la tratarían como a una reina. Resultaba absurdo que pudiera haber un lugar así. De todas formas, quizás no fuera un lugar extraño pero nunca sería su casa.
En tres días llegarían a París, que poco tenía que ver con el de la Francia que ella conocía. Era una de las Lunas de Origen, donde vivían los humanos “normales”. Bueno, no es que ella necesitara humanos “normales”. Era cierto que al principio le había chocado el aspecto de los miembros de la tripulación, pero los fotosintéticos eran como ella, solo que verdes. Guillermo había resultado un buen amigo y Marcos no hacía más que alabar su talento como mecánica sin importarle en absoluto que fuera una habilidad muy poco femenina. Habría sido divertido ver una conversación con su padre. Probablemente, él habría salido gritando en dos minutos llamándole salvaje. Tesla sonrió al recordar los arrebatos de mal genio de su padre.
Oma no era verde. La doctora había estado allí cuando ella la necesitaba, había sido un hombro sobre el que llorar. En ocasiones, le recordaba a la señora Astor, que se había empeñado tanto en hacerla una dama de bien. ¿Por qué iba a molestarla que la doctora tuviera unos ojos tan grandes que ocupaban casi toda su cara? No, definitivamente no entendía los prejuicios de la gente de Origen. Quizás solo habían sido exageraciones de Guille. Tenía un don para la exageración y la teatralidad.
«Deberías reconocerlo de una vez, Rebecca», se dijo «te gusta dónde estás. De todos los lugares del universo en los que podías haber aparecido, has llegado a uno que no está del todo mal». No necesitaba esas lunas y gente “normal”. O eso pensaba, hasta que se dormía y soñaba.
Y soñaba con ojos plateados brillando en la oscuridad.
Hacía una semana desde que había llegado. Una semana desde que los piratas espaciales les habían atacado. Una semana desde que uno de ellos hubiera intentado violarla y ella le hubiera matado. Nunca antes había matado a nadie. «Había sido en defensa propia», se decía y le dijeron. Nadie la culpaba. Ni siquiera ella misma. Pero en sus sueños, se le aparecían los ojos plateados de su agresor y la sangre en sus manos. Y la sangre era suya y en las pesadillas, ella tardaba en morir.
«Por eso no puedes verle, ¿no? Él no tiene la culpa». Podía repetírselo mil veces y en su cabeza tendría sentido, pero tenía tanto miedo… No podía acercarse a Riordan, por esa estupidez, por ese detalle, por ese brillo plateado en sus ojos.
Desde su llegada a la Valkiria, Rebecca había leído lo suficiente como para saber lo que era la spartina y que Riordan llevaba un brazalete que impedía que se convirtiera en monstruo como los leónidas que los asaltaron. Pero no podía acercarse a él, era superior a sus fuerzas.
Y eso que hubo un momento… No, no tenía sentido pensar en eso ahora. La posibilidad de que se pudiera transformar era… aterradora.
Rebecca dejó que sus pensamientos volaran por el cielo estrellado de la cubierta solar. Los paneles protectores se habían retirado por completo dejando al descubierto la imponente vista del sistema de Eos. Llevaba una semana allí y en ningún momento había echado de menos el cielo azul. ¿Cómo podía si tenía tal espectáculo cósmico? Pero tres días más, en tres días estaría de nuevo en un planeta normal rodeado de gente “normal”.
—Verdara, Keydick, Vadder, Xena, Galileo, Sparta —enumeró con tristeza. Le habría gustado conocerlos. Bueno, el último no. No tenía el menor interés en acercarse a Sparta. Pero aun así, había todo un sistema de mundos por descubrir y ella quería hacerlo.
Podía hablar con Julio, preguntarle si se podía quedar un poco más con ellos pero, ¿qué les podía ofrecer? Ella no tenía nada y ya habían perdido mucho dinero por dar un rodeo y dejarla en «casa». No tenía que ser tan egoísta.
—Hola —dijo Guille sentándose a su lado en la alfombra de césped—. ¿Has encontrado lo que buscabas?
Rebecca sacudió la pantalla portátil y la lanzó con suavidad lejos de ella.
—Nada —dijo preocupada—. No existo, nunca he existido. He encontrado mil entradas de mi padre, sus inventos, su vida… pero yo no aparezco en ninguna, es como si nunca hubiera estado allí. Supongo que no era lo suficientemente importante —añadió con tristeza.
—No digas tonterías; quizás la anomalía borró tu rastro, o es una realidad alternativa o… no sé —dijo con una mueca—, leo demasiada ciencia ficción.
Rebecca sonrió. El muchacho tenía su misma edad y unos gustos muy parecidos. Ella también había leído demasiada ciencia ficción aunque ahora todos esos libros le parecían ridículos y obsoletos, y ni en sus más locas divagaciones podía haberse imaginado que podría suceder algo así.
—Ah —exclamó Guille—, se me olvidaba a qué había venido. Oma me dice que te diga que no te acerques a Riordan en unos días.
—¿Y eso? —preguntó extrañada. No es que tuviera intención de hacerlo, aunque más de una vez había observado al leónida de reojo, debatiendo consigo misma si atreverse a entablar conversación.
—Al parecer, esta mañana estaba con Marcos arreglando no sé qué drenaje de frelio, y una de esas compuertas que cierran los sistemas de mantenimiento se ha soltado y se ha cerrado de golpe sobre su brazo.
—¿Está bien? —preguntó alarmada.
—Sí, solo se ha roto el brazo, pero estará bien en un par de días. —Rebecca suspiró, sensiblemente aliviada—. Pero el golpe dañó el brazalete y no funciona como debería.
—¿S-se… —A Rebecca le costaba articular palabras, por un momento se vio cubierta de sangre de nuevo—. ¿Se transformará?
—Oh, no —contestó Guille restándole importancia al asunto—, solo tiene un poco más de spartina de lo que debería, ¡pero sin ser nada grave! —se apresuró a añadir al ver su expresión aterrorizada—. Tendrá mal genio, más aún, y… Esta parte no sé cómo explicarla sin que suene mal: estará algo más “fogoso”.
—¿Fogoso? —repitió Rebecca sin comprender.
—Ya me entiendes, “fogoso”… —Le bastó una ojeada para darse cuenta de que en realidad no tenía ni idea de lo que le estaba hablando— ¿Caliente? —intentó, alzando una ceja— ¿Ardiente? ¿Excitado? ¿Estimulado? Cachondo, calentorro, lujurioso, apasionado…
— ¡Cáspita! —exclamó abriendo los ojos de par en par mientras el rubor cubría sus mejillas—. ¿Crees que intentará sobrepasarse?
—No —dijo Guille con una sonrisa pícara—, si he entendido bien la situación, creo que serías tú la que te sobrepasarías con él.
—¡Eso nunca! —dijo indignada profundamente dolida—. ¡Soy una dama! ¡Cómo te atreves!
Guille empezó a reírse a carcajadas de algo que no tenía ni pizca de gracia, según ella. ¿Cómo podía tratarla de buscona? ¡Ella nunca se arrojaría a los brazos de ningún hombre así como así!
—Eres una dama, Tesla —dijo entre carcajadas. Siempre la llamaban por su apellido y ya había desistido de intentar que la llamaran Rebecca—, pero ya sabes: es cuestión de química.
***
Sir William Alcott: ese era el nombre del famoso caballero del que tanto le había hablado Brunilda. El que iba a convertir su buena obra en un gran negocio. Pero Julio no estaba contento. Una parte de él no veía con buenos ojos la transacción, por mucho que su jefa se empeñara en que no era más que un añadido a algo que ya iba a hacer.
Y no podía negar que tenía bastante de cierto. Su idea era buscar una buena familia que se ocupara de Tesla, y Brunilda se la había encontrado. Los Alcott tenían dinero, tenían posición, querían quedarse con la chica y por ello pagarían mucho. No quería saber lo que había hecho Brunilda para vender a la joven, pero lo cierto es que había conseguido un buen precio. Por lo que le iban a dar por la muchacha —a la que tratarían en calidad de prometida del tal William— podía asegurarse un par de años sin pasar por Sparta. Incluso podía plantearse unas vacaciones en Verdara; dentro de unos meses nacería su hijo y podría pasar un tiempo con Oma y el bebé antes de volver a trabajar.
Si todo era perfecto... ¿por qué le venían a la cabeza palabras como esclavitud o trata de blancas?
Hablaría con Tesla primero, por supuesto, no haría nada sin su consentimiento. Pero si decía que no… ¿qué haría con ella? Uno más en la tripulación, más comida, más gastos y, aunque las habilidades mecánicas de la joven eran de incuestionable utilidad, no podía decirse que fuera un miembro clave en la tripulación. Además, solo hacía una semana que viajaba con ellos, tampoco era como si les hubiera cogido cariño.
***
No era tan malo. Al fin y al cabo, era lo que su padre habría querido: que tuviera un buen marido con una buena familia, que fuera una buena esposa y tuviera una buena vida. Claro que seguramente pensaba en uno de sus mecenas. «¿Cómo se llamaba el abogado ese?» Más de una vez había comentado que tenía un hijo de su edad. «¿Por qué no consigo recordar su nombre?». Apenas había pasado una semana, no era tiempo suficiente para que se hubiera olvidado. Pero en su mente, los nombres de cada día iban siendo substituidos por nuevos conceptos, por nuevos significados. Todo un mundo nuevo lleno de conocimiento se abría paso en su memoria desalojando viejos recuerdos. No importaba. Pronto no habría más que un mundo, una casa, una familia… todo lo que se había presentado ante ella le sería arrebatado sin tener la posibilidad de contemplarlo.
«¡No quiero!» Una vocecita infantil se empeñaba en aullar a su alrededor. «¡No es justo!» Pero esa voz no habló cuando el capitán le preguntó su opinión. No. En ese momento habló la mujer que se suponía que debía ser y aceptó el trato con su mejor sonrisa. Un matrimonio concertado.
«¡No quiero!»
—Niña tonta —musitó Rebecca en la intimidad de su habitación, apenas un habitáculo estrecho con una cama en un extremo y un baño completo encajonado en una esquina. No iba a llorar, no. Tenía que estar contenta; final feliz para todos.
«Pero es que yo no quiero».
Necesitaba una ducha. Un magnífico invento del futuro que nada tenía que ver con las incómodas instalaciones que había en su hogar. Aquí el agua salía en chorros de presión variable a diferentes alturas, con la temperatura perfecta, siempre perfecta.
—Val —llamó al ordenador de la nave mientras empezaba a aflojarse los cordones del corpiño—. Voy a tomarme una ducha. Prepara el agua a 38 ºC.
—Negativo. Debido a la avería en los conductos de frelio, es imposible realizar tareas de termorregulación en los compartimentos de estribor.
—No —gimió Rebecca—, necesito una ducha. ¡Diantres! — «Y dormir, y llorar y olvidarme de la triste vida que me espera.»
—Hay duchas comunes en la zona de babor de la cubierta de carga.
—¿Duchas comunes? —repitió enarcando una ceja.
—La función de las instalaciones de la cubierta de carga es prestar servicio al personal eventual y al de mantenimiento en espacio-puerto.
—Está bien —suspiró—. Prepara el agua, iré para allí.
Afirmativo.
Rebecca cogió un par de toallas que se parecían más a gamuzas que al tejido mullido al que estaba acostumbrada. De todas formas eran innecesarias: si la ducha de la cubierta de carga era como la de su habitación también tendría función de secado. Pero odiaba la función de secado, le dejaba el pelo como un nido de monas. Tras varias peleas con cepillos, peines y pensar seriamente en recurrir las tijeras, había decidido abstenerse del automatizado y ampararse en las siempre efectivas toallas.
Recorrió en un par de minutos el camino que la separaba de la cubierta de carga. En el tiempo que llevaba en la Valkiria, había sido capaz de memorizar la mayor parte de los pasillos principales; sabía dónde estaba cada una de las instalaciones y los camarotes e incluso podía localizar sin problemas la sala de conductos y motores. Había pasado mucho tiempo con Marcos, intentando descifrar los secretos de la nave. ¿Para qué? Nunca los necesitaría en su nuevo destino.
«Habla con Julio. Dile que no quieres ir. Dile que quieres quedarte aquí, en el espacio, ver mundo».
Rebecca sacudió la cabeza como si eso pudiera acallar la voz.
Las duchas de las que había hablado Val estaban, como había indicado, a babor de la cubierta de carga. Para cualquier lerdo en navegación como ella misma, babor era el lado opuesto a estribor, donde estaba su camarote, así que, por una sencilla cuestión de asociación y eliminación, no tenía perdida. Un corto pasillo conducía a un vestuario no muy grande, con un banco y un par de duchas en la pared del fondo.
Una de las duchas funcionaba. Había alguien más.
-
Rebecca se sonrojó y pensó en regresar más tarde, pero no le dio tiempo a girarse cuando la puerta se abrió. Apartó la vista tan pronto como vislumbró la silueta desnuda. En lo poco que había percibido había visto un cuerpo masculino que no era verde. Eso significaba… «¡Oh, cielos! Es él…» Tragó saliva y empezó a retroceder con cuidado.
—Ahora acabo —dijo el leónida al percatarse de su presencia. No parecía muy contento; su tono de voz era tan frío como el hielo.
—Puedo volver más tarde —acertó a pronunciar.
—No te voy a comer. —Parecía un comentario inofensivo, pero a Rebecca se le erizó el vello de la nuca.
A pesar de eso, reunió valor y se quedó. Tampoco era que la fuera a comer de verdad, ¿no? El leónida continuaba a lo suyo y parecía ignorarla por completo. Rebecca alzó la mirada poco a poco; Riordan llevaba una de esas toallas de gamuza atada en la cintura. Era tan larga que casi llegaba al suelo así que no mostraba nada que una dama no debiera ver. Estaba ocupado secando su cabello, espeso y rojizo, con otra toalla de menor tamaño. A él tampoco parecía convencerle el secado automático.
Rebecca esbozó una sonrisa traviesa mientras inspeccionaba con curiosidad científica la anatomía del joven. Y no era difícil. Cada una de las líneas de su cuerpo dibujaba unos músculos que parecían esculpidos por el mismísimo cincel de Miguel Ángel, sobre una piel sin imperfecciones, lisa y tersa como el mármol pulido. Solo las cicatrices rompían la armonía del conjunto invitándola a hablar de ellas y conocer su historia. Dudó unos segundos si aceptar la invitación pero al final la rechazó, conformándose con el escrutinio furtivo.
«Una señorita educada no debe de hacer esas cosas». La voz de la señora Astor la reñía incluso con siglos y galaxias de por medio. Rebecca se mordió el labio inferior al recordarlo, pero no por ello apartó la mirada. Riordan inclinó la cabeza y, al hacerlo, dejó visible durante un par de segundos un tatuaje en la base del cuello: una luna roja.
«Luna-Roja». La visión del tatuaje desenterró los recuerdos de Rebecca del reciente asalto de los piratas, las pesadillas… y el miedo.
—¿Qué? —preguntó Riordan, mirándola fijamente. La escasa iluminación acentuaba el reflejo plateado en sus ojos negros.
—¿Qué de qué? —preguntó Rebecca tragando saliva.
—Me estabas mirando, ¿pasa algo?
—Solo… esperaba a que acabaras —dijo, intentando concentrar la mirada en cualquier cosa que no fuera el joven semidesnudo.
—Hay otra ducha, si tanta prisa tienes. —Con un golpe seco, abrió la puerta para mostrársela—. No te preocupes —añadió poniendo un gesto condescendiente—, no miraré.
—¿Por qué no mirarás? —preguntó Rebecca en tono suspicaz. «¡Por qué has dicho eso!»
—¿Por qué? ¿Quieres que mire?
—No quiero que mires, quiero saber por qué no quieres mirar.
—¿Qué pregunta es esa? —inquirió Riordan con un gesto de extrañeza—. Cuando hablo contigo creo que mi receptor Wernicke no funciona bien; no entiendo la mitad de las cosas que dices.
«Yo tampoco…»
—Mira —continuó—, me visto y me voy y te dejo sola con tus fantasmas. De todas formas —masculló desviando la mirada—, tengo prohibido acercarme a ti.
—Ah, sí —Rebecca recordó las advertencias de Guille en la cubierta solar—, el brazalete no funciona bien y… estás de mal humor. —No era eso lo que iba a decir, pero logró controlarse antes de que su boca la delatara.
—Algo así.
—No lo entiendo —dijo Rebecca, mientras empezaba a desatarse con parsimonia, los cordones del corsé que se cruzaban en su espalda—. Se supone que cuando no hay brazalete te transformas en monstruo…
—Siempre tan simpática.
—… y te conviertes en una especie de Casanova —continuó ella haciendo caso omiso de la interrupción—. No tiene sentido. Te puedo jurar que no me sentí… —meditó un momento para encontrar el término adecuado—atraída por esos tipos.
—El instinto de supervivencia está por encima de cualquier otro —dijo Riordan mientras se peleaba por ponerse la camiseta. La voluminosa férula que envolvía su brazo izquierdo dificultaba en sobremanera la sencilla tarea. Rebecca le miró y no pudo reprimir una sonrisa burlona mientras se planteaba si acercarse a ayudarle—. Mientras temieras por tu vida no te afectaría la spartina.
—Tiene que ser divertido —continuó ella—, eso de tener todas las mujeres que quieras sin tener que esforzarte. Solo es cuestión de química.
—Teniendo en cuenta de que he llevado el brazalete toda mi vida —dijo, mientras sacaba la cabeza por la prenda—, nunca he necesitado recurrir a la química; me basta con mi sonrisa. La bota.
Rebecca le miró interrogante y se encogió de hombros.
—¿Me pasas la bota, por favor? —repitió el leónida señalando al suelo cerca de ella. La recogió, y vaciló un momento antes de acercársela. Sus miradas se cruzaron durante un instante que le pareció eterno. Rebecca sintió como el aire se escapaba de sus pulmones y su corazón se detuvo por un segundo. El rubor se extendió por sus mejillas mientras una poderosa sensación se aposentaba en su estómago haciéndola estremecerse. No entendía lo que estaba pasando. Una parte de ella le decía que se alejara de allí y otra, la que todavía agarraba la bota aunque él ya la había cogido, quería estar aún más cerca.
—¿Sabes, Tesla? Hay algo que no entiendo —dijo Riordan con la bota finalmente en su poder—. Hace una semana que me evitas y ahora me haces un montón de preguntas extrañas. ¿Ya no te doy miedo?
—Más que nunca —confesó ella. El corazón había decidido volver a ponerse en marcha y ahora palpitaba como el de un pajarito.
—Definitivamente, no te entiendo.
Riordan sacudió la cabeza mientras se ponía los pantalones por debajo de la toalla.
«¡No lleva ropa interior!» Rebecca se apresuró a apartar la mirada, completamente escandalizada.
—Voy a casarme —dijo, como quien comentaba el color de las cortinas.
Riordan se quedó paralizado, como si le costara entender el significado de esas palabras. Titubeó un momento, y casi pareció que iba a decir algo. Pero no, se quedó completamente boquiabierto. No se debía de esperar una salida así.
—¿Y eso? —preguntó extrañado, cuando finalmente reaccionó— ¿Guille? —exclamó abriendo mucho los ojos.
—¡No! No —se apresuró a corregir Rebecca y no pudo reprimir una sonrisa ante la cómica idea de casarse con el muchacho—. En París, con uno de esos príncipes de Origen de los que habláis. No recuerdo el nombre pero tengo tres días para aprendérmelo, no debe de ser muy difícil —dijo con una risita nerviosa—. Julio lo ha arreglado. Vosotros ganaréis bastante dinero y no tendréis que ir a Sparta. Yo consigo una casa grande y todo tipo de lujos. Todos contentos.
—Espera, espera —dijo Riordan, alzando una mano deteniendo el frenético ritmo del discurso de la muchacha—. No puedes casarte. No por eso, al menos. No me puedo creer que Julio acceda a esto.
—No sé por qué te lo he contado —murmuró—. Creo que estoy nerviosa, asustada y… —Tragó saliva. «¿Enfadada? ¿O ibas a decir excitada?»
—Puedes negarte, lo sabes ¿verdad?
—Lo sé —dijo con una radiante sonrisa de felicidad que no sentía en absoluto.
Riordan la miró un momento y bajó la cabeza, agitándola con pesar. En sus ojos había lástima y Rebecca se sintió dolida por ello. Debería alegrarse; era bueno para todos. El joven sacudió la cabeza, pensó en decirle algo, pero se arrepintió antes de abrir la boca. Agitó la mano en el aire en un descriptivo gesto que indicaba que no iba a seguir discutiendo. La miró nuevamente, y se marchó. Sin más. Sin una palabra, ni una despedida.
Rebecca se quedó sola. Todavía sonreía. Y siguió sonriendo aunque por sus mejillas desfilaran gotas saladas.
Con un gesto cansado y taciturno, se acabó de desvestir. La ducha lo arreglaría todo. Dejó que el agua se llevara las lágrimas. Cerró los ojos. Podía ver la mirada de Riordan. Cuánta lástima cabía en esos pozos oscuros… Eso le había dolido mucho más de lo que habría creído posible.
«Química —había dicho Guille—. Es cuestión de química». ¿Era eso lo que le había pasado? Rememoró el cuerpo del leónida, los músculos, las cicatrices, el tatuaje… Agachó la cabeza para que el agua resbalara por su cara.
—Val—dijo mientras escupía—, modifica la temperatura del agua a 15 ºC .
Una ducha fría. La química no tenía nada que hacer contra una ducha fría.
***
—¡Maldito cabronazo! —gritó Riordan irrumpiendo violentamente en el puente de mando—. ¡Eres un hijo de puta! ¿Cómo puedes venderla?
Julio alzó una ceja y esperó, impávido, a que cesase el arrebato del leónida.
—¿Has terminado? —dijo con frialdad—. ¿Algo más que añadir?
Riordan se quedó en silencio, acuchillándole con la mirada. Teniendo en cuenta que había sido capaz de matar a sangre fría a cinco de los suyos, enojarle no parecía lo más prudente. Pero el muchacho que temblaba de rabia delante de él no le daba tanto miedo como el sujeto frío y calculador que había descubierto la semana anterior. No, ahora era predecible. Si al final la spartina sería buena…
—Voy a suponer que tus palabras no son más que una muestra del mal funcionamiento de tu brazalete…
—¡Y una mier…!
—… de lo contrario —continuó, acompañando su explicación con un dedo amenazante—, pensaré que te estás enfrentando a mi autoridad; lo consideraré un motín y acabarás tirado en el primer muelle que encontremos.
Riordan se contuvo y no dijo nada más. Aunque por la expresión de su rostro, se estaba mordiendo la lengua hasta hacerse sangre.
«Mejor así», pensó Julio. «Definitivamente, muchísimo mejor.»
—La idea ha sido de Brunilda y yo solo se la he expuesto a Tesla. Ha sido ella la que ha aceptado con una gran sonrisa. Creo que de dónde ella viene esas cosas pasan a menudo. No estoy de acuerdo, si te preguntas mi opinión, pero no soy tan tonto como para no ver lo bien que nos iría ese dinero. Tú más que nadie deberías agradecerlo: no iremos a Sparta después de todo.
—Ella no está de acuerdo —replicó Riordan, volviendo a sus cabales.
—Pues no es lo que me ha parecido. Seguro que está nerviosa y tiene dudas, pero ella quiere hacerlo. Es un tipo muy rico, de una familia muy importante. Vivirá en una enorme casa con todo tipo de lujos. Dime, Riordan, ¿por qué crees que preferiría quedarse en una nave vieja, comiendo galletas saladas y leche de yugul donde además tiene que esquivar a uno de sus tripulantes?
—No tiene que esquivarme —murmuró—. Estará arreglado en dos días.
—Y ella seguirá teniéndote miedo.
Riordan asintió, y agachó la cabeza con pesar.
—Ella… —dudó un momento antes de continuar—. Ella no quiere casarse. Solo lo hace porque cree que es lo mejor.
—Lo sé —admitió Julio—, pero eso no debería importarte. —Riordan frunció el ceño y apretó los puños, temblando de ira otra vez—. Pero te importa… —observó el capitán—. Así que todo esto es porque la chica te gusta… —Algo malvado en su interior estaba disfrutando enormemente por la frustración que aparecía en el rostro del leónida—. Pues tiene fácil solución: fóllatela. Dado tu historial, no te costará mucho que se te abra de piernas. Total, se irá en dos días. Tú te olvidarás de ella como te has olvidado de todas las otras y ella podrá casarse habiendo catado un leónida en todo su esplendor. Fantástico, bien por todos. Desahógate, libera tus… substancias, fluidos, hormonas o lo que sea que tengas que se supone que les gusta tanto.
—Hijo de puta —murmuró el leónida entre dientes.
— Señor Capitán Hijo de Puta para ti, chucho.
***
Riordan soltó una retahíla de improperios que hubieran hecho enrojecer a la prostituta más avezada de Xena. Para rematar la situación, decidió patalear a la desvergonzada puerta hasta que esta emitió un suave quejido en forma de chirrido metálico. Tomó aire y lo soltó lentamente. Repitió el proceso en un desesperado intento de recuperar el autocontrol.
No servía de nada. Mal humor ¡y un cuerno! Oma debía de estar de guasa con lo del mal humor. Tenía ganas de partir mandíbulas y romper cosas y todo porque… ¿por qué había sido?
—¡Estúpida! —masculló.
«Tomar aire, expulsarlo lentamente…»
Tres puntos por encima no era mucho, no era demasiado. No debería estar así. Quizás fuera porque él, a diferencia de los otros leónidas, era la primera vez que estaba bajo los efectos de la spartina.
«Tomar aire, expulsarlo lentamente…»
Ejercicios de relajación… nunca había tenido que usarlos. Le vinieron a la memoria recuerdos de su infancia. La mayoría eran pesadillas que le asaltaban por la noche, pero también había buenos recuerdos. Cuando era pequeño, tenía un maestro. Él fue el encargado de enseñarle a pelear y el que le mantuvo con vida en la peligrosa edad de trámite entre el harén y la edad adulta; época que concentraba la mayor mortalidad infantil. La familia de su madre protegió su vida en ese momento. «Proteger la progenie, cuidar sus intereses… ¡Qué irónico!»
«Tomar aire, expulsarlo lentamente…»
Una nueva imagen se formó delante de él. «Nunca te fíes de aquel que esconde sus garras».
»—Tú nunca las muestras, ¿debo temerte? —Su voz infantil resonó en su cabeza como hiciera antaño. La risa de su maestro llenó de ecos pasados la pequeña habitación.
»—A mí más que a nadie, Riordan, a mí más que a nadie».
Su maestro nunca había llevado brazalete y nunca le había visto transformado. «Todo es cuestión de tu estado de ánimo, Riordan. El corazón, la respiración… tu pulso late más rápido que nunca y el aire entra y sale de los pulmones sin apenas rozarlos. Puedes notar los tambores en las sienes y la vista se te empaña. Eso es el miedo. El miedo hace que creas que has de ser más fuerte y tu cuerpo reacciona y se transforma. La furia oculta el miedo, pero sigue estando allí, nunca se va. Controla tu miedo desde su raíz. Controla tu corazón, controla la respiración y decide tú cuando quieres transformarte. Si no hay miedo que ocultar no necesitas la rabia».
«Tomar aire…»
Poco a poco, el caballo desbocado en que se había convertido su corazón, volvía a recuperar las pulsaciones habituales. La rabia lo abandonaba como llevada por el viento.
Riordan suspiró aliviado, las uñas le habían crecido medio centímetro y parecía que llevara una semana sin afeitarse cuando lo había hecho esa misma mañana. Pero eran nimiedades comparado con lo que había estado a punto de pasar. Solo un día, mañana mismo llegarían a París y podrían repararle el brazalete. ¿Podría aguantar otro día? Había conseguido encerrarse en su habitación antes de que las cosas salieran de quicio pero… ¿y la próxima vez?
Frunció el ceño y activó el comunicador.
—Oma —llamó intentando mantener un tono neutro—, creo que necesito algo de ayuda.
***
Desde luego necesitaba ayuda. Y ella también.
Oma tragó saliva al ver el cuerpo desnudo del joven. «¡Malditas feromonas!» Ella lo sabía, sabía que era por eso, pero no podía evitar que sus manos le temblaran mientras su mente se imaginaba cosas que no debería imaginarse.
—Efectivamente —dijo Oma, le costaba un mundo centrarse en los datos que vomitaba la pantalla—, han subido… los niveles… de… la… la… hormona esa que no deberías tener pero que tienes. ¡Y vaya si la tienes!
—Solo quiero que me des un tranquilizante o algo y volveré a encerrarme en mi cabina.
«Encerrado… sudoroso…»
—Todavía no está en niveles preocupantes… ¿cómo está tu corazón? —dijo poniéndole la mano en el pecho. Riordan retrocedió ante el contacto y la miró sorprendida.
Ciento diecisiete pulsaciones por minuto —informó la voz metálica de Val.
—Eso es mucho… —dijo la doctora haciendo un mohín mientras el muchacho la miraba con una expresión muy cercana al auténtico pavor.
—Oma… los calmantes, por favor.
—Sí, sí, ahora. Primero hay que tomarte la temperatura…
—¡Val! —Muy desesperada tenía que estar la situación para que Riordan pidiera ayuda al ordenador.
—Treinta y ocho grados centígrados.
—Eso es caliente —Oma entrecerró sus grandes ojos—. Muy caliente —susurró a su oído.
—¡Joder, Oma! —exclamó Riordan apartándose de nuevo.
—Solo dos décimas por encima de la temperatura habitual de un leónida, pero está justificada por la actividad física que acaba de realizar.
—Actividad física…. ¡No! L-lo siento —dijo Oma intentando recuperar el control de sí misma—. No es una cantidad importante, no debería ser así. ¡Tengo los sentidos amplificados! —exclamó llevándose las manos a la cabeza—. Tú tienes mal humor y yo quiero toda esa agresividad dentro de mí. ¿Tienes idea de lo difícil que es resistirse?
—N-no —titubeó el joven—, pero vas a seguir haciéndolo, ¿verdad?
«¿Dónde están ahora tus preceptos spartanos: ni tu hermana, ni tu madre, ni la mujer de otro si no estás dispuesto a matar a su marido. ¿Debo alegrarme de que no los sigas?»
—Necesito una ducha fría —concluyó.
—Buena idea —coincidió Riordan asintiendo efusivamente—, puede que a ti también te vengan bien los calmantes.
***
—¡No puede hacer eso!
—Cállate y estírate —dijo Marcos intentando conservar la paciencia.
Era la hora del baño solar, el momento de la fotosíntesis. Cada una de sus pequeñas algas simbiontes saltaba de alegría y vibraba enloquecida produciendo la energía necesaria para mantenerlos con vida. Los paneles de la cubierta solar estaban desplegados completamente, pero la luz de Eos que se filtraba por ellos no permitía ver el universo estrellado que se ocultaba tras ella. La hierba era suave y fresca, pero le hacía cosquillas en sitios donde prefería no tenerlas. Y ese maldito crío no hacía más que molestar. Parecía que se había tumbado sobre un hormiguero.
Sí, la chica se iba a casar y sí, tampoco a él le parecía bien pero… él era el mecánico, si el capitán y la interfecta lo había decidido así… Pues vale, era su vida.
Guille no opinaba lo mismo, y se lo había hecho saber a todo el que había tenido la paciencia de escucharlo. Es decir, se lo había dicho a él.
***
«Ducha fría, ducha fría, ¡y una mierda! Esto no funciona», gruñó Oma mientras el agua helada resbalaba por su cuerpo. Llevaba casi una hora dentro de ella y su ánimo no se había apagado lo más mínimo. Cuando creía que había superado la influencia de la spartina, cualquier cosa, hasta la más nimia, le traía el recuerdo del joven y el calor volvía.
—Creo que solo hay una forma lógica de acabar con esto —exclamó en voz alta a la par que activaba el comunicador—. ¡Julio! —bramó—. Te necesito en el dormitorio. ¡Ahora!
***
Las noticias que llegaban desde París no podían ser más desalentadoras. Una serie de detonaciones habían puesto en alerta a la comunidad fotosintética. No era la primera vez que sucedía ese tipo de atentados en una de las lunas de Origen, el terrorismo racial era algo tristemente frecuente en toda la órbita del planeta. Como si no tuvieran bastante con monopolizar la mayoría de compañías del sistema, parecía que un grupo de ellos quería eliminar por completo a todas las otras razas. Cosa estúpida a más no poder, ya que con ello eliminaban su propia mano de obra y la razón de sus ingresos. Pero claro, eso no se le podía explicar a un grupo de jóvenes aburridos. Sangre Pura no tenía pretensiones sociales ni políticas, pero causaban mucho ruido, y muchas molestias, y en algunas ocasiones, como ya habían podido constatar en la Valkiria, mucho dolor.
—Entonces, ¿se supone que no podemos salir de la nave? —preguntó Guille tras escuchar las noticias y los mensajes de la seguridad portuaria.
—No quieren ni que atraquemos —dijo Marcos temblando de ira mal disimulada—. ¡Joder! Bastardos hijos de puta…
—¡Pero tenemos que atracar! —exclamó Riordan empezando a hiperventilar. Tenía que arreglar el maldito brazalete, no podía estar así eternamente, llevaba encima suficientes calmantes como para tumbar a un yugul, pero sentía que no conseguía mantener el control.
—Sí, sí, sí… —asintió el orondo mecánico—. Ya lo sé. Val, ¿puedes intentar localizar a Julio?
***
Capitán.
—Ahora no, Val —dijo Julio mientras cerraba los ojos e intentaba aguantar todo el torrente que amenazaba con estallar en cualquier momento.
Agarró con fuerza las nalgas de Oma y la embistió con fuerza. Su esposa chilló extasiada y se retorció bajo su peso, acercándose a él y estrechando la cavidad. Julio sintió como su miembro era estrangulado provocándole una oleada de placer. De nuevo, tuvo que hacer acopio de voluntad para no dejarse llevar por la marea que lo inundaba. Puso los ojos en blanco y embistió de nuevo, una vez y otra. Cada golpe iba acompañado de un nuevo gritito y un sonido de chapoteo húmedo.
—Capitán.
—¡Ahora no, Val! —rugió Oma.
La mujer empezó a agitarse y a resoplar. Julio embistió una última vez. Sintió que los férreos diques de su voluntad se derrumbaban y la corriente lo arrastraba inexorablemente haciéndole naufragar en las turbulentas aguas del placer no contenido. Oma gritó acompañándolo en el momento de éxtasis: sus piernas temblaron como si electricidad las recorriera. Julio sintió sus vibraciones y se hizo eco de ellas, antes de dejarse caer sobre la espalda de su esposa con un suspiro ahogado de genuina felicidad.
—No me aplastes —dijo Oma con la voz entrecortada por el esfuerzo, recordándole su avanzado estado.
—Perdona —dijo Julio echándose a un lado.
Capitán —dijo Val, por enésima vez.
—¿Qué, Val? —contestó el capitán, intentando recuperar el aliento.
—Le requieren en el puente de mando, hay problemas con los permisos de amarre.
—Joder…
—Val, —preguntó Oma— ¿Cuánto falta para entrar en el espacio de París?
—Treinta y tres minutos con la velocidad actual.
—Diles que el Capitán irá en… —miró a Julio con complicidad— ¿quince minutos?
Julio se incorporó de nuevo. Con delicadeza y energía, apartó las piernas de su señora, se colocó entre ellas y miró lo que escondían esbozando una sonrisa depredadora.
—Que sean veinte —dijo.
***
—Fantástico —dijo Guille aplaudiendo exageradamente—, por fin te dignas en aparecer. No nos dejan acercarnos a Paris, porque somos, cito textualmente: «Un posible blanco de acciones terroristas y no podemos garantizar su seguridad».
«Mierda», pensó Julio. El arrebato pasional de Oma le había encantado, para qué negarlo, pero no podía permitirse esos lujos, era capitán y tenía que estar pendiente de su tripulación ante todo. Pero también era marido y… no, eso no tocaba ahora, tenía que centrarse, permisos, permisos…
—Riordan tiene que arreglarse el maldito brazalete, pero podemos quedar con Alcott en otra estación o en mitad del espacio. —Pensaba con lentitud—. Él puede pasar por humano, no creo que sea el blanco de sus ataques, al menos no a primera vista. Que desembarque solo él, que se arregle el trasto y vuelva. Nada de visitas a la taberna. Mientras tanto, intentaré programar otro encuentro con Alcott.
Riordan asintió y abandonó el puesto de mando sin decir ni una palabra. Apenas habían cruzado un saludo desde su discusión. Ya se le pasaría cuando tuviera menos hormonas y la chica estuviera lejos.
La chica… Tesla, le miraba de reojo como queriendo formular una pregunta, pero sin atreverse a hacerlo.
—¿Sucede algo, Tesla? —le preguntó.
—Podría… —La muchacha era un manojo de nervios—. ¿Podría desembarcar yo también? Desde que he llegado solo he visto la Valkiria, quería ver la estación y yo… soy humana, no debería pasarme nada, ¿no?
—Para alguien como tú, hay cosas más peligrosas y abundantes que terroristas con bombas —replicó Julio. Tesla agachó la cabeza—. Pero creo que no pasará nada porque des una vueltecita. Sin alejarte mucho del muelle —subrayó. Solo faltaba que ahora perdieran a la chica.
El rostro de Tesla se iluminó con una sonrisa.
—Ahora tengo que conseguir que nos dejen atracar la nave —dijo Julio frunciendo el ceño y haciéndose restallar los nudillos. «Vamos a pelearnos con burócratas»—. Val, abre comunicaciones con los cretinos de Interorbital.
—Estableciendo puente de comunicación con la sede de Seguridad Interorbital en su delegación en París.
***
Cómo Julio había conseguido que Seguridad Interorbital permitiera el atraque de la Valkiria, escapaba a su entendimiento. Pero esa pregunta se dibujó en su cabeza, permaneció medio segundo y se desvaneció ante la perspectiva de visitar un mundo nuevo. Rebecca reprimió un saltito nervioso y se esforzó por borrar de su cara esa sonrisa estúpida. Fue sencillo acabar con la emoción cuando descubrió el medio de transporte que les llevaría del muelle espacial a París, y que tendría que estar encerrada en él con su acompañante.
—Es… un ascensor —dijo al contemplar la cabina, hermética y cuadrada. Era mucho más grande que cualquier ascensor que hubiera visto nunca ya que este también debía transportar grandes cargamentos, pero no dejaba de ser un ascensor grande.
Riordan entró sin demora y esperó impacientemente a que ella acabara su escrutinio.
—¿Piensas entrar de una vez?
—¿Contigo? —preguntó Rebecca abriendo mucho los ojos—. ¿No es peligroso?
—Son dos malditos minutos —exclamó— ¿Si prometo no matarte estarás más tranquila?
—Ni violarme —apuntó ella entrando en el habitáculo.
Riordan se rio quedamente y asintió con la cabeza mientras el aparato empezó a moverse con un sonido apagado similar a un siseo.
—Solo si tú prometes no arrojarte en mis brazos.
—¡Eh! Yo no soy de esas —protestó arrugando la nariz—. Maleducado…
—Si te arrojas en mis brazos no sé si podría controlar mis instintos animales.
—No te preocupes, eso no pasará.
—¿Seguro? —preguntó el leónida.
—Pareces decepcionado.
—Definitivamente estoy destrozado —dijo Riordan exagerando mucho la reacción—. No podré volver a levantarme hasta que me haya follado a veinte putas para demostrarte mi virilidad.
—Solo lo dices para escandalizarme.
—Si quisiera escandalizarte te diría que lo haría con las veinte a la vez. Pero no, soy un caballero, y todas merecen mi atención. Así que, de una en una y con pausas de unos diez minutos cada hora.
Rebecca puso los ojos en blanco y se tapó las orejas con las manos.
—Aunque según como vaya de tiempo tendría que ir de dos en dos —dijo alzando la voz para que ella pudiera oírle a pesar de sus intentos—. Si quieres puedes cronometrarme, pero entonces no puedo prometer un buen tiempo. Normalmente se trata de aguantar y no correrse a las primeras de cambio.
—¡No te escucho! La-la-la-la. —Rebecca repitió su letanía infantil en un vacuo intento de disimular los comentarios procaces del leónida.
Riordan se rió con ganas. Su risa tenía un punto triste, como si hubiera estado prisionera mucho tiempo. Era como un pájaro enjaulado que se veía libre de los barrotes y ahora no supiera qué era, qué hacer y a dónde ir.
Rebecca sonrió. Parecía tan diferente… no podía ser la misma persona que poblaba sus pesadillas. No, tenía que ser justa: no era él quién poblaba sus pesadillas. Pero podría serlo en algún momento, si se quitara el brazalete. Ese pensamiento era demasiado turbador en ese momento, prefería ver al joven atractivo y divertido que tenía delante. Sintió una oleada de ternura y un deseo irrefrenable de besarle. Se sonrojó ante su propia osadía. ¿Qué diría la señora Astor si supiera en lo que estaba pensando? No, desde luego, esos no eran los pensamientos propios de una dama. «Maldita química».
Gracias a Dios el ascensor llegó a su destino y Rebecca pudo suspirar aliviada. Dos minutos no era tanto tiempo.
***
—Deberías tomar más proteínas —dijo el doctor tras observarle la retina con una linterna—. Tienes algo de anemia y tú tapetum empieza a mostrar señales de deterioro. Eso no lo arreglarás con comprimidos de hierro.
—Ya —dijo Riordan agitando la cabeza. No podía decirle a Julio que necesitaba comer carne. «Cuando vendamos a Tesla habrá dinero de sobras». Pero la idea, lejos de reconfortarle, le enfurecía y le sacudía las entrañas—. No hay mucho dinero para comprar carne.
—Bueno, la carne no entra por tu seguro médico, pero puedo recetarte comprimidos de guanina para solucionar tus problemas oculares. De todas formas —añadió mientras pulsaba los botones en su consola—, no es más que un parche, aparecerán más problemas si no comes bien. ¿Tú nombre?
—Riordan Santacana —dijo. El padre de Guille y Julio había hecho los papeles oficiales hacía tiempo, así que no era ninguna mentira.
—Flota Yggdrasil. —Ese era el nombre de la empresa de Brunilda, ella pagaba las facturas médicas— ¿Enviado al espacio? —aventuró el doctor.
—Así es, a los siete años —mintió. No era común, pero algunas madres abandonaban a sus hijos varones en naves mercantes, seguras de que en cualquier parte podrían sobrevivir mejor que en su propia casa.
—Eso explica tu poca tolerancia a la spartina: la concentración en tu organismo era alta pero estaba por debajo de los niveles de seguridad; no deberías tener problemas de autocontrol por ello. Es como el alcohol: al principio con un par de copas de tumban y tú estás completamente borracho de spartina con dos tristes chupitos.
El médico de Seguridad Interorbital era un óptimo, como Oma, pero debía de ser mestizo porque sus ojos no eran ni la mitad de grandes de los de la doctora de la Valkiria. Un leve reflejo plateado, apenas perceptible, indicaba que tenía sangre leónida. Puede que no en primer grado, un abuelo, quizás. Seguramente por ese motivo se lo habían asignado.
—Deberías probar las vacaciones sin correas —prosiguió el médico—. Están financiadas, al menos en parte. Es un complejo con leónidas sin brazaletes donde puedes actuar como tal sin miedo a las consecuencias. Con seguimiento médico y psicológico. Por supuesto, y supervisado por oficiales de seguridad.
—¿Alguien paga por quitarse el brazalete? —preguntó Riordan extrañado.
—Pagan por volver a los orígenes, la rabia, la agresividad… —explicó el médico— esas cosas que te quitan cuando te ponen el collar.
El inhibidor era un brazalete, pero siempre lo llamaban el collar; era como ponerle la correa al perro. Podía ser peor, podían llamarlo el bozal y no habría estado muy desencaminado. O podían llamarle castrado.
—Llevo toda mi vida intentando escapar de eso —respondió el joven, con una sonrisa amarga.
—Entonces deberías quitarte el tatuaje —le sugirió.
Riordan se llevó la mano a la nuca en una reacción instintiva. Por un segundo, su corazón se detuvo.
—No sé qué clan es —continuó el médico, permitiendo a Riordan respirar aliviado—, pero significa que un padre te ha reconocido como hijo. Por lo que supongo que hay alguien buscándote en algún sitio. Si para llevarte a casa o para matarte lo desconozco, aunque a juzgar por tu cara voto por lo segundo. Si quieres… puedo quitártelo. Es sencillo. No quedará cicatriz, a no ser que quieras una cicatriz…
—No —dijo Riordan sorprendido por su velocidad en la respuesta—. Todavía no… algún día —se prometió.
—Como quieras. Es tu decisión —dijo el doctor encogiéndose de hombros.
En ese momento la máquina a la que estaba conectado su brazalete soltó un pitido agudo. El médico empezó a retirar todos los cables y acabó de ajustarlo con un pequeño destornillador.
— Esto ya está —le informó con un golpecito en el aparato—. Tardarás un par de horas en eliminar toda la spartina de tu organismo. El aparato está reiniciado, en unos veinte minutos estará completamente regulado; procura no alterarte mucho en ese tiempo.
Riordan sacudió el bote con calmantes que le había dado Oma y que esgrimía como armadura.
—No se preocupe, doctor, no hay nada que me altere.
***
Definitivamente no era París. No, no era el París del que tanto le habían hablado, pero tampoco era la luna de Origen que supuestamente esperaba encontrar. Era Eiffel, la estación espacial: la puerta. Y para su desgracia descubrió que no había forma de bajar a la luna sin una serie de autorizaciones autorizadas por autorizaciones autorizantes, en una palabra: burocracia. Modernizada y afinada para ser una maquinaria aún más lenta y exasperante, con muchos años de especialización en desesperar a los más santos.
Allí abajo, tras los cristales que separaban a la estación de su lugar entre los cuerpos celestes, estaba París: un hormiguero de luces que se extendía cubriendo la superficie de la luna como un manto de estrellas.
No es que no hubiera nada que ver en Eiffel, no era eso, pero los recientes atentados habían provocado desalojos y cierres y apenas había transeúntes en unas calles que prometían ser bulliciosas y plenas de frenética actividad en cualquier momento que no fuera ese.
Rebecca resopló y suspiró compungida. No había nada qué hacer. Nada qué ver. Se sentía decepcionada. Todas sus esperanzas de ver otros mundos antes del compromiso se evaporaban como el humo. Al principio, se había forjado grandes esperanzas de que si su futuro marido tenía tanto dinero como decían, podrían viajar. Pero le habían quitado las ilusiones de golpe cuando le dijeron que Sir Alcott nunca permitiría que su esposa abandonara las lunas de Origen para mezclarse con las infectas masas de mutados que poblaban el universo. No le pintaban una imagen muy halagüeña de su prometido. Cada vez que había intentado sacar algo de información sobre él, habían salido casas, criados y joyas, pero nada sobre su carácter o su aspecto físico más que era un típico príncipe de Origen.
Se había cansado de deambular por las calles desiertas, así que había regresado a la zona de los muelles de embarque, a la entrada del enorme edificio que les llevaba a los ascensores. Allí había quedado en reunirse con Riordan. Por supuesto, este todavía no había aparecido. Rebecca resopló compungida y se sentó en uno de los bancos de una zona ajardinada, dispuesta a esperarle.
—¿Me permite? —La sobresaltó una voz—. Discúlpeme, no pretendía asustarla.
El joven que se sentó a su lado parecía haber sido arrancado de otra época. Vestía túnica, con cierto toque informal, y llevaba una camisa mal abotonada que descubría su pecho desnudo y rosado. Unos ojos con el brillo del acero la observaban con picardía perdiéndose entre una maraña de rizos dorados. La contempló de arriba abajo, como quién contemplaba un cuadro o una obra de arte, recreándose con parsimonia mientras esbozaba una sonrisa perfecta.
—N-no importa —contestó ella visiblemente turbada, sintiendo como sus mejilla se encendían como la grana. Ese joven tenía la habilidad de desnudarla con la mirada.
—Debo deciros que sois preciosa —continuó con una voz suave, como un susurro. Rebecca sintió que podía cerrar los ojos y dejar que esa voz acariciara su piel—. Si no fuera porque desgraciadamente tengo que comer… —dijo el desconocido frunciendo los labios en un gesto contrito—. Pero puedo ser muy generoso. Ya sé qué haremos: os daré el paquete completo al precio del básico. ¿Qué os parece?
—No lo entiendo —dijo Rebecca, sintiendo que se había perdido parte de la conversación.
—Cielos, resultáis sencillamente arrebatadora —continuó el joven mientras la distancia que los separaba en el banco se iba reduciendo con cada palabra. Rebecca intentó apartarse pero sin saber muy bien cómo había sucedido, se encontró con que el aliento del extraño le hacía cosquillas en el cuello mientras susurraba en su oído—. Quiero recorrer cada centímetro de tu cuerpo con mis labios.
El sonido de la bofetada resonó por toda la cúpula acristalada.
—¡Cómo te atreves! —exclamó Rebecca incorporándose de golpe—. ¿Qué pretendes al hablarme así? ¿Qué estás haciendo?
—¡Au! —se quejó el joven moviendo la mandíbula de un lado a otro—. Un simple “no me interesa” habría bastado. Espero que no me hayas dejado un cardenal: odio los cardenales. Algunas clientas se empeñan en dejar sus marcas, creo que piensan que soy un yugul o algo por el estilo. Hubo una que me dejó marcados los dientes en el culo, tardé más de una semana en poder sentarme con comodidad.
—Eres un… —Rebecca no tenía muy claro si ruborizarse u ofenderse.
—Alistair Valicourt a sus pies, señora, amante profesional. Y muy bueno en mi trabajo, si me permite decirlo. —El muchacho hizo una reverencia exagerada—. Mi oferta sigue en pie, por si le interesa, no se la hago a mucha gente. En realidad, solo se la hago a aquellas personas por las que me siento tentado a perder la profesionalidad.
—¿Aquellas personas? —repitió Rebecca percatándose de la ambigüedad del término.
 —Alistair es ambiguo en muchas cosas, Tesla —dijo Riordan apareciendo a sus espaldas.
El interpelado frunció el ceño, no parecía muy contento con la llegada del leónida, pero a pesar de eso, sonrió mostrando sus perfectos dientes blancos.
—Riordan, sigues vivo.
—Lo mismo podía decir yo de ti —dijo el leónida.
Tras una pausa tensa, ambos sonrieron y estrecharon las manos. Solo entonces Rebecca se percató de que el desconocido también tenía el velo argénteo en los ojos.
—Veo que ya conoces a Tesla.
—Rebecca —le corrigió ella a sabiendas de que era un esfuerzo vacuo.
—Encantado —dijo Alistair, besándole la mano con mucha teatralidad—. Discúlpame si te he ofendido.
—¿Os conocéis?
—No mucho —dijo Riordan—, hemos coincidido un par de veces.
Alistair hizo una mueca y asintió con la cabeza.
—¿Solo ha sido un par? Siempre creo que te veo demasiado. Eres muy malo para el negocio. ¿Dónde has metido a tu mascota verde?
—Guille es mi hermano, capullo —dijo sin una pizca de agresividad en su voz—. ¿Qué haces en Paris? Pensaba que estabas bien instalado en Galileo. Me extrañó no verte por allí la última vez.
Alistair emitió un gañido.
—He decidido dar un vuelco al negocio y abrirme a nuevos horizontes. No paro mucho en un sitio, ahora aquí, mañana allá. Trabajo, trabajo, trabajo, muy aburrido —dijo acompañando sus palabras con un gesto de su mano—. Pero me lo paso bastante bien, y conozco a gente muy interesante.
—¿Y ese trabajo te ha traído a París?
—Solo en parte. Uno se diversifica pero sigue manteniendo su vocación —dijo guiñando un ojo—. Aquí hay más dinero que en Galileo y las clientas son exquisitas… si consiguiera llegar a la luna sería inmensamente rico. Pero por Eiffel hay pocas princesas. Pensaba que mi suerte había cambiado cuando encontré a tu dama.
—No es mi dama —gruñó el aludido.
—No soy su dama —se apresuró a aclarar Rebecca.
—Con una sola vez lo habría captado. Disculpadme si os he molestado.
—Tesla está prometida —explicó Riordan—, así que no es mi dama pero es la dama de alguien.
Lo que había dicho no era ninguna mentira pero Rebecca frunció el ceño sintiéndose muy enojada. ¿Por qué le molestaba tanto esa actitud condescendiente?
—¿Un leónida? —preguntó Alistair.
Quizás fuera impresión de ella, pero la sonrisa del muchacho había adquirido una expresión traviesa, como si disfrutara ante la idea de un posible duelo. «Ni la mujer de otro a no ser que estés dispuesto a matar a su marido». Las palabras que le dijeran una vez resonaron en su cabeza.
Riordan negó con la cabeza.
—Entonces… por mi parte no hay problema y la oferta sigue en pie. Es más, si quieres puedo incluirle —dijo con una sonrisa pícara—. ¿Qué te parece?
Riordan se rio a carcajadas mientras Rebecca balbuceaba como un pez fuera del agua, con los ojos abiertos como platos. La imagen que se dibujó en su imaginación le hizo ruborizarse de golpe y bajar la cabeza compungida mientras intentaba cubrirse el rostro con las manos.
—Mejor nos vamos antes de que se desmaye —se burló el leónida.
—No lo entiendo, ¿qué le pasa? —preguntó Alistair preocupado—. ¿Siempre hace esto? Es una chica muy rara.
—No lo sabes tú bien. Me la llevo de vuelta, mucha suerte en tu nuevo proyecto, Alistair —dijo agitando la mano mientras se alejaba empujando a la joven con suavidad.
—Gracias —dijo el otro con tono despreocupado, mientras mascullaba algo para sus adentros.
 —Eres muy divertida, Tesla —dijo sin una pizca de acritud en su voz, en cuanto se hubieron alejado un poco.
—¿Todo esto es normal? —preguntó Rebecca—. Que se ofrezcan estos… servicios y que… la oferta sea tan amplia.
—¿Te refieres a que se ofrezcan favores sexuales, a que los ofrezca un hombre o a que se los ofrezca a hombres también? —preguntó enarcando una ceja. Parecía que la situación le divertía.
—No te hagas el listo conmigo —dijo Rebecca arrugando la nariz—, no soy tan tonta. De dónde vengo hay prostitutas y estoy segura de que no tienen remilgos en cuanto a la clientela. Es solo que eso sucedía en sitios concretos y no parecían tan… normales.
—Creo que no sabes mucho de tu propio mundo, Tesla —dijo Riordan—. Alistair no se dedica a la prostitución: es amante profesional. Y tiene licencia oficial para ejercer como tal. Incluso puedes pedirle cartas de recomendación… Algo ha debido pasar en Galileo para que saliera corriendo de allí. Me han dicho que es bastante bueno, si quieres volvemos.
—No acabo de ver la diferencia —dijo ignorando la última frase.
Habían llegado al ascensor que les llevaría al puerto de carga de la Valkiria. Dos minutos y su experiencia en la luna habría terminado. Estaba bastante decepcionada, pero el encuentro con el Alistair le había mostrado un par de cosas sobre el nuevo mundo al que pertenecía. Soltó un largo suspiro al darse cuenta de lo difícil que le iba a resultar adaptarse.
Solo dos minutos, pensó cuando las puertas del ascensor se cerraron tras ellos. Se había instalado un silencio incómodo: se veía a leguas que Riordan quería decirle algo pero parecía costarle.
—¿Te han arreglado el brazalete? —preguntó intentando romper el hielo.
Riordan agitó el brazo y asintió.
—Tengo que evitar las fluctuaciones de adrenalina hasta que acabe de configurarse pero no debería pasar nada.
—Bien —asintió Rebecca a su vez—, solo son dos minutos hasta la Valkiria. ¿Qué puede pasar?
No debió haberlo dicho: el universo tiene un negro sentido del humor. En ese momento, un enorme estruendo sacudió el habitáculo. Rebecca cayó al suelo y gritó mientras Riordan intentaba conservar el equilibrio apoyándose contra la pared.
Y entonces, llegaron el silencio y la oscuridad y el ascensor se detuvo.
***
Apenas había luz, unos pilotos luminiscentes que marcaban señales en el suelo no bastaban para iluminar todo el compartimiento. Riordan necesitó unos segundos para que sus ojos se acomodaran. Por primera vez, apreció la deficiencia visual a la que se había referido el doctor: en condiciones similares hubiera podido ver sin problemas a la muchacha agazapada que tenía a su lado y no habría tenido que acercarse a palpo.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupado, tendiéndole la mano.
—S-sí —contestó Tesla agarrándola con fuerza. Estaba temblando—. ¿Qué ha pasado? —preguntó.
—No lo sé —confesó Riordan—. Me ha parecido algún tipo de explosión, quizás una bomba.
—¡Una bomba!
—Creo que no ha sido aquí o de lo contrario no estaríamos vivos. Quizás haya sido en la central de abastecimiento, nos hemos quedado sin energía. Tenemos que esperar a que se reestablezca la electricidad o a que vengan a rescatarnos.
En ese momento, las luces de emergencia se encendieron proveyendo de una iluminación mortecina el habitáculo que cada vez parecía más pequeño.
—¡Electricidad! —exclamó Tesla y se incorporó emocionada—. ¡Ha vuelto! ¡Ahora podremos salir de aquí!
Riordan se incorporó también pero, desilusionado, volvió a sentarse apoyándose contra la pared.
—Es la luz de emergencia, Tesla. Lo único que significa es que no estamos a oscuras.
—Pero… tiene que haber una forma de pedir ayuda —dijo la joven inspeccionando cada rincón de la cabina—. ¡Tiene que haber algo para decirles que estamos aquí!
—Ya lo saben —dijo el leónida con voz neutra. Todavía tenía la mente embotada por la cantidad de calmantes que había consumido—. El ascensor informa de todo el que entra y sale. Puedes gritar, si quieres, a lo mejor la IA te responde.
—¿La IA? —repitió extrañada.
—El ordenador de la estación —explicó—. Es como Val. Creo que se llama Francine, pero no puedo asegurarlo.
—¡Francine! ¡Francine! —gritó Tesla.
La joven estaba en un estado de nerviosismo creciente. Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener el control pero, aun así, temblaba como un flan y parecía a punto de romper a llorar.
«¿El miedo es por estar encerrada o por estar encerrada conmigo?», pensó Riordan con amargura. Seguramente, un poco de ambas cosas.
Tras un rato de moverse inquieta de un lado a otro, como un león enjaulado, Tesla se dio por vencida y se sentó enfrente de él, al otro extremo del compartimiento. Escondió la cabeza entre las rodillas y empezó a respirar profundamente. Riordan sonrió al recordar sus ejercicios de relajación. Cogió su frasco con calmantes y se lo pasó rodando. El cilindro cruzó la distancia y chocó contra el pie de la joven que levantó la cabeza sobresaltada.
—Oma me dio estos calmantes —le explicó el leónida.
—Gracias —dijo ella tomando el frasco. Lo observó un rato, dudando en su decisión, y al final no lo abrió. Se lo devolvió del mismo modo—. Ya estoy mejor. —Se excusó con una sonrisa tímida.
Riordan la miró a los ojos y ella rehuyó la mirada. No, no parecía estar mejor, pero era demasiado orgullosa como para admitir que estaba aterrada.
—Lo siento —dijo él tras un incómodo silencio.
—¿Por qué? —preguntó ella sorprendida.
—Pues… un poco de todo —dudó—. No debí haberte usado como cebo, lo primero; no fue justo. Tú ya tenías bastantes problemas y yo te utilicé como un pedazo de carne.  Y tenía que haber llegado a tiempo. —Sí, eso le torturaba y provocaba un nudo en sus entrañas. Porque si ella no hubiera demostrado la sangre fría necesaria, el final habría sido muy distinto y Riordan tendría otra muerte sobre su conciencia. Una que le pesaría—. Y siento… darte miedo. Pero no puedo cambiar lo que soy.
Tesla no contestó, pero volvió a hundir la cabeza entre las rodillas.
—Soy una estúpida —dijo sin levantar la cabeza, tras una larga pausa—. Soy como una niña pequeña. Intento hacer lo correcto, siempre intento hacer lo correcto, lo que se supone que debo hacer. Como ahora: se supone que tengo que decirte que no es culpa tuya, porque es cierto. También se supone que no debería tenerte miedo, y eso también es cierto. —Era difícil entender lo que decía, la joven hablaba muy deprisa—. Pero no puedo porque la verdad es que estoy aterrada. Pero puede que estar encerrada en un ascensor colgando en el espacio mientras estallan bombas a mi alrededor tenga algo que ver —añadió con un gañido.
—Podría tener algo que ver —concedió el leónida con una mueca triste.
—Se supone que debo de ser fuerte y aguardar con entereza… pero necesito un abrazo —continuó Tesla—. ¡Y no quiero que me abraces porque sé que entonces lloraré y no quiero llorar! Bueno, en realidad sí quiero llorar, pero no quiero hacerlo. ¿Me entiendes? —Sus ojos brillaban suplicantes desde la distancia que los separaba—. No puedes entenderme, no puedes entenderme cuando lo que he dicho no tiene ningún sentido.
Riordan sonrió y golpeó el suelo a su lado, indicándole que se sentara junto a él.
—Ven —dijo en un susurro. Ella negó con la cabeza ocultando de nuevo el rostro—. Entonces iré yo —dijo incorporándose.
Atravesó el habitáculo en un par de pasos largos y se sentó a su lado. Ella se mantuvo a distancia, ignorando su presencia, pero, poco a poco, se fue acurrucando a su lado hasta que apoyó la cabeza sobre su hombro. Riordan la rodeó con un brazo y la besó en la cabeza con ternura.
—No creo que seas una estúpida —dijo—. Me pareces extraordinaria, valiente, generosa, tenaz…
—Sí, ya —se mofó Tesla—, te falta añadir histérica y excéntrica. Soy más rara que un perro verde.
—Hay perros verdes.
—¿De verdad? —Tesla se rió.
Era la primera vez que la oía reírse y le pareció un sonido maravilloso. En ese momento se prometió que no sería la última vez que lo oiría. Sin pararse a sopesar sus acciones, le sujetó con cariño la barbilla y la besó.
Al primer momento, ella pareció sorprendida, pero cerró los ojos y se dejó llevar devolviendo cada beso con una mezcla de torpeza y efusividad. Riordan sonrió al apreciar su inexperiencia y se recordó a sí mismo que debía contener toda su pasión y tratarla con dulzura.
***
«¿Qué estás haciendo?», pensó Rebecca sin detenerse por ello.
El beso de Riordan la había cogido desprevenida. Su primera reacción había sido apartarse y abofetearle y en cambio, se encontraba devolviendo cada uno de los besos con desbordada pasión, deteniéndose únicamente para tomar aire. ¿Quién era esta desconocida que se había apropiado de su cuerpo? Un remolino de sentimientos enfrentados turbaban su razón. Cuando unos labios cálidos descendieron por su cuello, dejó de pensar y se rindió a la oleada de sensaciones nuevas que se despertaban en su interior.
Poseída por una impaciencia que no obedecía a razón alguna, se sentó a horcajadas sobre él inclinándose para besarle, reduciendo a la mínima expresión la distancia que los separaba. Reprimió un jadeo, que tenía tanto de sorpresa y vergüenza como de excitación cuando Riordan sujetó sus pechos comprimidos por la pieza de lencería victoriana que ceñía su cuerpo, y tanteó tras su espalda buscando liberarla de la jaula del corsé, que en ese momento más que nunca, se revelaba como una auténtica prisión.
—¡Joder! —masculló el joven entre dientes, molesto por su torpeza y la complejidad del vestuario.
Rebecca rio con suavidad y se alejó un poco, apenas unos centímetros; su cuerpo ya no era suyo, al menos no por completo: se había escindido en dos mitades opuestas, y la parte racional de él, la que aún conservaba la cordura, contemplaba entre la fascinación y el horror a esa perfecta desconocida que se deshacía del vestido con ademanes impacientes y la pericia nacida de una práctica que él no podía tener.
Mientras ella ocupaba sus manos en deshacer los entresijos del corpiño, Riordan se centró en su cuello y en el busto que ahora se descubría ante él, recorriéndolo con labios ansiosos, acompañando los besos con movimientos pélvicos, ondulantes vaivenes de ritmo acompasado. Un hambre insoportable recorrió su cuerpo como una corriente eléctrica: hambre de él, de su cuerpo, de la lengua que jugaba sobre su piel convirtiéndola en un amasijo confuso, desenfrenado y ansioso.
Pero como la mente es una maldita traidora, una idea se deslizó de puntillas entre las brumas del deseo.
—Voy a casarme —susurró ella.
Riordan se detuvo y la miró pero ella volvió a buscar sus besos. No quería que se detuviera. No quería que acabara. Por una vez, no quería hacer lo que se esperaba de ella, sino lo que su cuerpo le pedía a gritos. No podía perder este momento, y entregarse a un matrimonio concertado sin haber vivido algo así. Sus temores, sus dudas e indecisiones habían caído al suelo junto a su corpiño, y ante él solo estaba ella.
***
—Voy a casarme
Riordan obligó a su cuerpo a detenerse y mirarla a los ojos. Pero Tesla continuó como si no se hubiera interrumpido, buscando sus labios con ávida inocencia.
Sabía a sal.
La alejó de él y la miró a los ojos obligándola a no desviar la mirada.
—No lo hagas —le suplicó incapaz de soportar la idea de perderla.
—No te detengas, por favor —pidió ella, inclinándose nuevamente sobre él—. Por favor —gimió contra sus labios.
Riordan la besó con cariño y dejó de pensar en el mañana; ya se preocuparía cuando llegara. Se centró nuevamente en ella, en besarla, en tocarla, en recorrer todo su cuerpo y hacerla disfrutar. Aspiró su aroma: desprendía una curiosa mezcla de olores fruto de la combinación de los jabones afrutados que utilizaba y su propia esencia empapada de excitación sensual. Se preguntó por un momento a qué olería él.
La respuesta le dejó de piedra.
—¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó alejándola de él con brusquedad.
—¿Qué sucede? —preguntó Tesla asustada—. ¿He hecho algo mal? Si es así: lo siento. N-no tengo mucha experiencia —confesó.
—¿Qué? —se extrañó Riordan sin comprender— ¡No! No es nada de eso. No, ni mucho menos, no es culpa tuya.
Ella sonrió más tranquila y se acercó de nuevo con la intención de continuar lo comenzado.
Riordan permitió que le besara de nuevo y por un momento pensó en dejarse llevar, en preocuparse más tarde. ¡No, no era justo ni para él ni para ella y no era lo que quería! Así que, en contra de lo que sin ninguna duda su cuerpo ansiaba, la alejó de nuevo, con la firme determinación de recuperar la cordura.
—Tesla, no lo entiendes —dijo sujetándole las manos—, no eres tú, esta no eres tú. La spartina…
Tesla abrió los ojos de par en par y se quedó petrificada. Retrocedió un par de pasos negando con la cabeza.
—Dijiste que el brazalete estaba arreglado.
—Veinte minutos —recordó Riordan compungido—. El doctor me dijo que tardaría veinte minutos en estabilizarse.
—Oh, Dios mío —dijo cubriéndose la boca con la mano. Retrocedió con pasos vacilantes y a punto estuvo de tropezar con su propio vestido. Riordan hizo el ademán de ayudarla, pero ella se lo impidió apartándole de un manotazo—. ¡No me toques! —dijo con voz temblorosa.
—Lo siento mucho, de verdad —se disculpó Riordan. Se sentía furioso, dolido, triste… Un amasijo de emociones que se entremezclaban confundiéndole. La presión palpitante que todavía aprisionaban sus pantalones no era ninguna ayuda, pero la expresión de dolor del rostro de Tesla le desgarraba el alma.
—¿Cómo he podido? Madre mía, qué vergüenza. —Tesla se apresuró a colocarse de nuevo el vestido sin importarle los cordones desatados de su ropa interior, más preocupada por cubrir su desnudez que por vestir con corrección.
En ese momento, un zumbido eléctrico se hizo perceptible. Unos segundos más tarde, las luces se encendieron y el ascensor continuó su camino. Riordan suspiró, habría sido realmente inoportuno que eso hubiera sucedido de haber continuado, pero ahora solo deseaba llegar a la Valkiria y salir de ese maldito ascensor. A pesar del gigantesco tamaño del elevador, se había convertido en un lugar pequeño e incómodo.
Tesla parecía aún más ansiosa por salir de allí. En cuanto se abrió la puerta, la cruzó con veloces pasos sin levantar un momento la vista del suelo. A punto estuvo de llevarse a Guille por delante.
—H-hola —saludó este con sorpresa—. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado?
—Mejor no preguntes —gruñó Riordan
***
Guille le había informado de que efectivamente, había sido una bomba en el sistema de suministro eléctrico del puerto espacial. Pretendían bloquear completamente la llegada de naves, pero ellos habían sido interceptados en dirección contraria. No había habido que lamentar muertes y solo había sido un susto. Pero para Rebecca había sido algo más que un susto.
«Fue la química, no fue culpa mía», se repetía una y otra vez para liberarse de la vergüenza que sentía ante su comportamiento inexcusable. Pero debía de ser sincera consigo misma: lo que le dolía de verdad era la humillación. Con química o sin ella, se había entregado por completo. No debía de haberlo hecho, eso era cierto, pero había sido así y no la habían querido.
Así que, cuando se durmió llorando sobre su almohada, se intentó consolar pensando que, en realidad, Riordan había sido un caballero. Aunque no logró desembarazarse de la molesta idea de que había sido rechazada.
***
—¡Mierda! —masculló Julio. Supuestamente tenía que entrar dinero, mucho dinero pero ahora solo había un enorme agujero en sus finanzas—. Al menos —se consoló— el seguro de Brunilda pagará la reparación del puto chisme.
—Admite que la avería del puto chisme ha sido bastante divertida —dijo su esposa susurrándole al oído. Julio sonrió.
—Pero el maldito atraque me ha salido por un riñón y no había mercancía así que ha sido un viaje en balde: dinero perdido. Espero que Brunilda concrete pronto la cita con el Sir ese, nos quitemos de encima a la chica y tengamos dinero para llevarnos algo a la boca. Te juro que mataría por una manzana.
—Ummm, manzana —dijo Oma cerrando los ojos—. ¿Y el trabajo ese que tenías en Sparta? Creo que pagaban parte por adelantado.
—¿Sparta? —se extrañó—. Odiabas la idea de acercarte a Sparta, ¿a qué viene ese cambio de actitud?
—Es que…. —«Oh no, dime que no vas a sugerir lo que creo que vas a sugerir»—, Tesla es poco más que una niña; no podemos casarla y abandonarla. Somos lo único que tiene, lo ha perdido todo. ¿Crees que los Alcott serán comprensivos?
—Sí —dijo Julio rotundamente—. Es una princesita completamente original, ni una sola mutación, es perfecta. La tratarán como una reina y no tendrá que comer galletas secas en su vida. ¿Y sabes qué es lo mejor? Que gracias a ella nosotros tampoco. ¡Joder, ella ha dicho que sí!
—Ya sé que ha dicho que sí pero…
—¡Pero nada! Si ha dicho que sí es que sí. Es su vida, ella decide.
La más sonora de las maldiciones se dibujó en su mente cuando vio que la puerta se abría y la aludida aparecía en el umbral.
—¿Puedo pasar? —preguntó con timidez. Apenas hacía un par de horas que había regresado de París y tenía los ojos enrojecidos. Julio lo aludió al estrés del accidente. Estar encerrada con su peor pesadilla podía alterar el ánimo de cualquiera.
—Adelante, Tesla. Todavía no hemos concertado la cita con Lord Alcott pero no…
—Capitán —dijo interrumpiéndole.
—Capitán —repitió con sorna—, podría acostumbrarme a que me llamaran capitán para variar.
—No quiero casarme —confesó ella—. No quiero casarme. Si es necesario lo haré, de verdad, pero no quiero hacerlo. Quiero quedarme aquí. Puede que no lo parezca, pero puedo ser muy útil. Haré todo lo necesario para ser útil.
Julio la contempló con el semblante ensombrecido. No es que no se le hubiera pasado por la cabeza la probabilidad de que la muchacha recapacitara, pero confiaba en que no cambiara de opinión. Definitivamente él no era un tipo con suerte.
 Tesla se asustó al ver su reacción, eso era obvio. «¿Qué pensaba, que le iba a dar un abrazo y darle la bienvenida? Ya somos demasiados en esta familia».
Desgraciadamente, su esposa no opinaba igual.
—¡Nos has quitado un peso de encima! —dijo Oma antes de que él pudiera contradecirla—. Esperábamos que dijeras eso desde que te ofrecimos el trato. —Julio puso los ojos en blanco mientras su mujer continuaba—. Tenías que decidirlo tú, pequeña, no nosotros. Siempre has sido tú la que tenía que escoger.
—Entonces… ¿me quedo? —preguntó Rebecca mirándole a él como si necesitara su aprobación. Y, en teoría, así era.
—Te quedas, Tesla, te quedas —dijo Oma abrazándola ignorándole por completo—. Bienvenida a la Valkiria.
Julio se masajeó el entrecejo. Le dolía la cabeza. Definitivamente, él no era un tipo con suerte.



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