El aire elevaba remolinos de polvo que giraban sobre
sí mismos antes de esparcirse acariciando las dispersas matas de hierbas, que
se atrevían a crecer en ese paraje inhóspito. Eran altas y delgadas y acababan
en un penacho, como plumas del color del oro viejo.
Hacía frío. O eso se empeñaban en demostrarle las
volutas de vaho que acompañaban a cada espiración. Según los datos de la
tableta: ocho grados centígrados.
Pero él ardía.
Caminaba pesadamente, arrastrando los pies. Un dolor
agudo atenazaba sus articulaciones, como si le clavaran agujas candentes, y los
músculos se negaban a responderle obligándole a concentrarse en cada paso, a
poner toda su voluntad en avanzar. El aliento se escapaba en un siseo mortecino
entre sus labios sangrantes, mientras gotas de sudor frío se formaban en su
frente y resbalaban por sus ojos empañándole la vista.
«Si la dejaras tendrías una oportunidad», dijo una
vocecita insistente en su cabeza; el instinto de supervivencia.
Una vez más lo ignoró.
Con una tenacidad que refutaba a la lógica, llevaba
consigo un fardo de considerable tamaño. Sujeta a la espalda, atada con
improvisadas cuerdas de tela, llevaba su carga como si de un caracol se
tratara; arrastrando en su calvario su propia condena.
Un paso en falso, una piedra mal puesta, un pie que
no se movió cuando se lo ordenó… Riordan cayó al suelo de rodillas y no fue
capaz de volver a levantarse.
—Lo siento —murmuró en un hilo de voz.
Nadie respondió.
***
—¿Qué demonios os pasa? —le siseó Guille al oído
cerciorándose de que Tesla no escuchaba.
Riordan frunció el ceño y le ignoró: era demasiado
complicado de explicar porque ni siquiera él mismo lo sabía a ciencia cierta.
«¡Joder! Si es que ni siquiera ha pasado nada». Pero había estado a punto de
suceder, eso era cierto. Ya le había pedido disculpas, se había portado como un
perfecto caballero y no se había aprovechado de la situación. Y la verdad es
que ganas no le habían faltado. Pero no lo había hecho y aún hoy se sorprendía
por ello. Y, a pesar de todo, Tesla seguía enfadada. «A lo mejor está enfadada
porque no pasó nada». Con ella podía ser cualquier cosa.
Guille estaba molesto y no le culpaba: menudo
viajecito le estaba dando la pareja de idiotas que tenía como compañeros en la
Valkiria. Media hora de silencio atronador en el maldito habitáculo de
transporte. Y si ya era desquiciante la exasperante lentitud a la que se movía
el aparato, había que añadirle un ambiente tan cargado que se podía cortar con
un cuchillo. Sí, Guille tenía motivos para estar cabreado.
Y no era que el resto del viaje se presentara
precisamente agradable: una mierda de luna inhóspita, perdida en un rincón de
la galaxia, donde los rayos de Eos apenas se atrevían a manifestarse. Algún
iluminado había llamado Elíseo a ese lugar, no se sabía si en arrebato de
malsano optimismo o en una ingeniosa muestra de humor negro; era el culo del
sistema.
Pero Tesla quería verlo. ¡Cómo no! Al principio su
entusiasmo era contagioso: descubrir mundos nuevos, vivir trepidantes
aventuras… Pero luego, la realidad se ocupaba de volver cada uno a su lugar. En
este caso, la realidad era repartir comida en un estercolero.
—¿Sabéis? Dicen que el sexo es genial para aliviar
tensiones —dijo Guille con una mueca de desdén cuando la puerta se abrió y
pudo respirar por fin el aire fresco y apestoso del Elíseo.
«Fantástico, tú arréglalo más».
Sin girarse siquiera, pudo notar los dardos gélidos
que Tesla le clavaba en la nuca. Intentó concentrarse en el trabajo; cuanto
antes acabaran antes volverían a la Valkiria. Echó una ojeada alrededor
buscando los encargados de aduanas y se extrañó de no ver a nadie de Seguridad
Interorbital. En cambio, encontró gran número de soldados uniformados. Muchos,
demasiados. La zona parecía tomada al asalto por un ejército privado.
—Creo que es la A&A Mineral —dijo Guille
confirmando sus sospechas—. Parece ser que el lugar les pertenece.
—Eso no es bueno —murmuró Riordan. Las lunas que
pertenecían a empresas tenían códigos legales desconocidos para la mayoría y
que poco tenían que ver con la justicia. Sin darse cuenta, podían acabar en la
cárcel por saludar a una mujer o condenados a muerte por pisar la
hierba—. ¿Por qué no nos avisaron?
—Julio no sabía nada —aseguró Guille—. Vamos, a mí me
lo habría dicho. No salía nada en los informes del encargo.
—Entreguemos el pedido y salgamos de aquí cuánto
antes—gruñó el leónida.
Guille asintió y le siguió.
Tesla no parecía preocupada en absoluto. Era ajena a
todo tipo de conflictos interplanetarios, irradiaba esa mezcla de confianza y
curiosidad tan típica de los turistas. Para ella, ese escollo en el universo
debía de ser apasionante. Se movía de un lado para otro, acompañando cada
movimiento de su cadera con una suave ondulación de su anacrónico vestido.
Contemplaba el lugar con los ojos abiertos como platos, capturando cada detalle
en su retina.
—Llámala y dile que no se aleje.
Guille le miró perplejo.
—Estás de coña, ¿no? Somos un poco mayorcitos para
jugar al “vete ve y dile”.
—¿Por qué tienen la piel casi blanca? —preguntó
Tesla acercándose.
La mayor parte de la población humana del sistema de
Eos tenían la piel de un llamativo color esmeralda, correspondían a la variedad
adaptativa denominada “fotosintéticos”. Los habitantes de Elíseo, en cambio,
tenían tonos apagados, amarillentos. El color verde en ellos era meramente
anecdótico.
—Hay poca luz —dijo Guille mirando al cielo.
Tenía un tono grisáceo, apenas un poco más amarillento en la zona en la que se
intuía estaba Eos—. Si no hay sol, las algas se vuelven más pálidas y
empiezan a morirse. De ahí la piel blanca.
—¿Pero eso no es malo? —preguntó Tesla
visiblemente preocupada.
—Hombre, muy bueno no es, pero siempre puedes comer
comida normal como todo el mundo.
—De eso tampoco creo que haya mucho —observó
Riordan. Era cierto, a su alrededor las personas parecían mendigos: delgados,
sucios, mal vestidos y enfermos.
No cabía duda, si estaban en el Elíseo esos eran los
espíritus de los muertos.
***
Las calles eran estrechas, sucias y malolientes y al
traspasar la zona de influencia del muelle estelar, estaban completamente
desiertas. En ese panorama, localizar la única tienda de abastecimientos no fue
muy complicado. No se habían acercado más de un par de metros, cuando el
encargado en persona salió a recibirlos. El tipo sonreía como si su llegada
fuera un gran acontecimiento. Alzó los brazos al cielo y se enjugó las
lágrimas.
—¡Han venido! —exclamó
emocionado—. ¡Gracias, gracias!
—No hay de qué —dijo Riordan estrechando la mano
que se le ofrecía con desmedida efusividad. Eso no podía ser bueno. La
sensación de que había algo que no estaba bien fue ganando terreno a pasos de
gigante.
—Había perdido la esperanza de que llegara más
comida. La mayoría de flotas comerciales no quieren hacer esta ruta: la lunas
de Keydick están demasiado lejos. ¡Pero ni siquiera llegan los cargueros que
van a Óptima! La A&A pone demasiadas trabas —explicó el mercader
mientras controlaba el listado de mercancías—. Pero ustedes sí han venido,
y eso es lo que cuenta, ¿no?
Una mirada furtiva a Guille le indicó que él también
opinaba lo mismo: si hubieran sabido lo de la A&A, probablemente ellos
tampoco estarían allí. Pero alguien les había ocultado esa información. Eso o
Julio se estaba volviendo más tolerante con los encargos. Ese último
pensamiento le arrancó un sentimiento de culpa. Cualquier cosa era mejor que
volver a Sparta, ¿no? Sin mediar palabra, empezaron a descargar.
Tesla cogió una de las cajas con la firme intención
de colaborar.
—No cojas esa —le avisó Riordan.
Por descontado, ella le ignoró. Fue coger el paquete
y encontrarse librando una batalla contra la gravedad en una incómoda postura;
luchando para que la caja no se le resbalara y, de paso, conservar intacta la
integridad de su columna vertebral. Riordan se apresuró a ayudarla. Sin mucho
esfuerzo, cargó la caja sobre su hombro.
—Te dije que no cogieras esta —le repitió—,
aquellas pesan menos.
Tesla giró la cara en un gesto de soberbia pero esta
vez se dirigió a las cajas más pequeñas, cargando una, no sin dificultades.
Riordan no reprimió una risita de desdén.
—Creo que Guille tiene razón —dijo el leónida
sabiendo que su amigo no estaba cerca para oírle—, creo que deberíamos
acostarnos. Acabar lo que comenzamos y librarnos de toda esta tensión.
Sus palabras sobresaltaron a Tesla y a punto estuvo
de dejar caer lo que llevaba.
—¿Cómo te atreves? —siseó, tampoco quería que
Guille se enterara.
—No entiendo por qué estás enfadada conmigo; no fue
culpa mía.
—¡Tú empezaste!
—Sí, yo te besé, me dabas pena. Pero fuiste tú la que
empezaste a quitarte la ropa como si te quemara.
—¿Cómo te atreves? —repitió Tesla roja de
ira—. ¡Fue tu maldita… química! ¿Te daba pena? ¿Me besaste porque te daba
pena?
—Estabas aterrada, se me ocurrió que sería una buena
forma de tranquilizarte —mintió Riordan sorprendido por su propia
inventiva—. Además, ¿dónde has aprendido a besar? ¿Con un perro?
El sonido de una de las cajas al estrellarse contra
el suelo le hizo girarse. Paquetes de galletas secas se desparramaban a sus
pies y Tesla no estaba.
Solo entonces fue consciente de sus palabras.
—Joder —masculló—. ¡Mierda, mierda, mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Guille asomando por la
puerta del establecimiento—. ¿Dónde está Tesla?
—Mierda, soy un capullo —dijo Riordan
descargando el bulto de su hombro—. Tesla se ha ido.
—¿Cómo que Tesla se ha ido? ¿A dónde?
—No tengo ni idea pero iré a buscarla. Acaba de
descargar esto y espéranos justo al transbordador.
—¿Qué has hecho? —preguntó Guille.
—Haz lo que te digo: acaba aquí y lárgate. Nosotros
iremos en seguida —dijo antes de salir corriendo.
***
«¿Un perro?». No podía aguantar allí ni un segundo
más. No podía darle la satisfacción de verla llorando. Gruesos lagrimones
resbalaban por sus mejillas encendidas: lágrimas de rabia y de vergüenza, sobre
todo, pero también de dolor. Apenas podía ver hacia que dirección corría.
Tampoco le importaba, solo necesitaba alejarse un poco, lo justo para que no la
encontraran y llorar tranquila. Diez minutos, diez minutos nada más. Tiempo de
sobra para descargar todo lo que encerraba en su pecho y regresar con una
sonrisa y los ojos ligeramente enrojecidos.
No supo cuánto había corrido hasta que encontró el
sitio adecuado, un banco de madera en el lateral de una casa medio derruida. No
había nadie cerca. De hecho, apenas se había cruzado con nadie en su
precipitada carrera. Se sentó, se cubrió el rostro con las manos y dio rienda
suelta a sus lágrimas.
No se percató de que no estaba sola.
***
«Eres un idiota. Eres el mayor idiota del universo.
De todas partes vendrán peregrinos para reverenciar tu inconmensurable
estupidez. ¡En qué estabas pensando, pedazo de capullo! Ah, sí, ya lo sé, no me
lo digas: no pensabas en nada. Mierda, Tesla, ¿dónde te has metido?».
Un grito le respondió.
***
Quizás no debería haber gritado, pero el hombre la
asustó. Parecía un loco: los ojos en blanco cubiertos de legañas, babeaba por
la comisura de la boca, tenía los labios destrozados y el cuerpo cubierto por
pústulas blanquinosas. Su piel no tenía nada de verde aunque se podía apreciar
algunas zonas de coloración amarillenta. Se arrastró hacia ella y se agarró a
su vestido en actitud de súplica.
—Piedad, señora, sálveme —acertó a pronunciar en
su desesperación.
—Suélteme —suplicó Rebecca tirando de su
falda—. Por favor —pidió de nuevo, sintiéndose culpable por no ser
capaz de brindar ninguna ayuda.
Para su consternación, una mujer apareció en el
umbral de la puerta de la casa que había tomado por abandonada. En su rostro,
la misma mezcla de desesperación y locura, las mismas señales inequívocas de la
enfermedad y la misma esperanza insana hacia su persona.
—No puedo ayudarles —gimoteó empezando a
retroceder—. Déjenme, por favor.
Salían de todas partes y, antes de darse cuenta,
estaba rodeada por una docena de personas dementes y enfermas que buscaba en
ella un consuelo que no podía brindarles.
Trataba de ser educada y apartarlos sin malos modos,
pero al cabo de unos segundos se encontró acorralada; subida en el banco en el
que había buscado refugio mientras la pared impedía su retirada. Tenía miedo.
Gritó solicitando ayuda y suplicando que se alejaran, mientras intentaba
apartarlos con patadas y empujones que poco tenían ya de delicados.
No sirvió de nada.
—Señora, señora —repetían—. Ayúdenos.
Se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos.
Alguien la agarró y la elevó del suelo. Rebecca gritó, golpeó y pataleó presa
de la histeria.
—¡Estate quieta! —exclamó una voz familiar.
***
—Lo siento mucho, de verdad —dijo Tesla
mordiéndose el labio inferior con nerviosismo.
—Ya, ya —dijo Riordan, indicando con una mano
que lo dejara correr, mientras con la otra se limpiaba de sangre la comisura de
la boca—. ¿Qué ha pasado allí detrás? —preguntó.
La había sacado en volandas y se la había llevado de
allí sin girar la cabeza ni una sola vez. Solo cuando se aseguró que no había
nadie cerca, la bajó del hombro y pudo reparar en los golpes que la muchacha le
había propinado en su ciega desesperación.
—No lo sé —aseguró Tesla—. Estaba sentada y
empezaron a salir por todas partes; querían que les ayudara. No lo entiendo.
—Puede que te confundieran con una princesa de
Origen —dijo el joven, pensando en voz alta—. Pareces una de ellos. Y
la única gente de Origen que vienen aquí son los amos de todo esto. Supongo que
creyeron que podrías ayudarles con lo que sea que les pase.
—Parecen enfermos.
—Seguramente lo están —Echó una ojeada alrededor
con una mueca de desagrado—. Es un mal sitio para ponerse enfermo. Sin sol
y sin comida, están condenados.
—No puedo ayudarles, ¿verdad? —preguntó Tesla.
Tenía una expresión de súplica en su rostro; se
sentía culpable. ¿Por qué? Eran unos desconocidos que además la habían puesto
en peligro. ¿En serio los ayudaría si pudiera? La repuesta era sencilla y
absurda: sí. Para alguien como él, educado con la única finalidad de
sobrevivir, ese tipo de actitud no tenía ningún sentido.
—No, Tesla —negó.
La muchacha suspiró sensiblemente aliviada aunque
seguía conservando en su mirada una expresión de dolor. El altercado había
dejado en segundo plano su discusión anterior. Riordan había estudiado cien
formas diferentes de pedirle disculpas pero ahora no consideraba necesario
sacar el tema a colación. Era la primera conversación civilizada que mantenían
desde el incidente de París y no pensaba hacer nada que pudiera acortar la
tregua.
—Guille nos está esperando en el
trasbordador —informó—. Démonos prisa, me muero de ganas por
abandonar este estercolero.
Tesla asintió en silencio y siguió el paso
precipitado del leónida con un ligero trote. No rechistó: o el encuentro la
había dejado sin palabras o ella tenía tantas ganas de salir de allí como él.
No todos los destinos del sistema eran aptos para el turismo. Con un poco de
suerte, la próxima vez decidiría quedarse en la Valkiria.
«Sí, ya, seguro», pensó Riordan. Haría falta algo más
grave que una turba enfurecida para acabar con la endemoniada curiosidad de la
muchacha. Pero el trasbordador que les llevaría al puerto estaba a unos metros
de distancia, pronto estarían en la Valkiria y Elíseo solo sería un
desagradable recuerdo.
Desde lejos se podía ver la verde silueta de Guille,
apoyado de forma indolente en una de las paredes del transportador. Parecía aburrido
pero al verlos llegar, se incorporó de un salto y se desvivió en exagerados
gestos para indicarles que se dieran prisa.
Riordan aceleró el paso instando a Tesla a que le
imitara. Esta se remangó la falda y aligeró la marcha hasta convertirla en un trote.
Los dos metros que los separaban le salvaron de no correr su misma suerte. Una
pared vítrea se materializó de la nada. Riordan chocó de lleno contra ella. Su
cabeza golpeó con fuerza el muro invisible y el leónida cayó de espaldas al
suelo, dolorido y aturdido.
Tesla le ayudó a incorporarse. Todavía podía sentir
como su cerebro golpeaba las paredes de su cráneo como si de una pelota de goma
se tratara y por su frente se escurría una gota de líquido cálido que adivinaba
era sangre. Le costó un momento centrarse y averiguar qué había pasado. Guille
corría hacia él desde el otro de lado de la barrera que se había alzado de la
nada. Un tipo con un rifle y un uniforme de A&A Minerals le observaba con
un sonrisa torcida desde el otro lado. Sin duda debía de ser una escena muy
divertida.
—Se han cerrado las fronteras —informó con
frialdad—. Alerta médica.
—¿Alerta qué? —preguntó Riordan incorporándose,
aún aturdido por el golpe—. ¡No puede dejarnos aquí!
—Es el procedimiento estándar de
emergencia —dijo el soldado desde la seguridad que le confería la
muralla—. Están en cuarentena.
—Pero eso no nos afecta a nosotros —empezó a
decir Guille desde el otro lado—. En la nave tenemos medios.
—Son las normas. —Al alzar el tono de voz, el
guarda invocó la presencia de más de los suyos y otros dos uniformados se
personaron en el lugar—. Nadie entra ni sale. Debería volver a su nave
ahora que todavía tiene la oportunidad.
Guille frunció el ceño y apretó los puños. Un
altercado mayor parecía inminente.
—¡Guille! —le llamó Riordan antes de que este
empezara con algo que no podía salir bien de ninguna de las maneras—. No
pasa nada —dijo, intentando tranquilizarle—. Vuelve a la Valkiria.
Habla con Julio, quizás él pueda hacer algo para sacarnos de aquí. ¡Oiga! —llamó
al guarda—. ¿Podría decirme, al menos, de qué se supone que nos vamos a
morir?
—Gripe verdana —dijo el guarda con sequedad sin
apartar la vista de Guille. El impetuoso joven no parecía dispuesto a darse por
vencido.
—¿Gripe verdana? —repitió sin dar crédito a lo
que oía—. Pero si es una enfermedad estúpida; tiene cura. Tenemos
retrovirus en la Valkiria, yo la cogí de pequeño y sigo aquí. ¿Cómo van a
cerrar una luna por eso?
—Solo sigo órdenes. Ahora lárguese de aquí antes de
que decida que también debe quedarse.
—Guille, déjalo estar —le pidió
Riordan—. Esperaremos; consigue que Julio nos saque de aquí.
El muchacho entabló un conflicto consigo mismo. Le
miró a los ojos y él intentó tranquilizarle asintiendo con la cabeza. Miró a
Tesla y la muchacha sonrió con nerviosismo y asintió también.
—Volveré a buscaros —le prometió.
—No lo dudo —aseguró Riordan.
Le despidieron con la mano hasta que la puerta del
trasbordador se cerró tras él.
—¿Y ahora? —preguntó Tesla en un hilo de voz.
—Ahora esperamos.
***
—Gripe verdana… Esto es ridículo.
Llevaban un rato sentados en el suelo, apoyados
contra la pared de una de las casas cercana a las instalaciones de comunicación
con el muelle espacial. Quería estar cerca por si venían a buscarlos o
cambiaban de idea y se olvidaban de la estúpida barrera. La luz mortecina pero
constante del planeta dañaba su maltrecha visión y le había provocado una
descomunal migraña.
Tesla estaba sentada a su lado; no había abierto la
boca ni siquiera para maldecir su suerte aciaga. Observaba, con nerviosismo,
las sombras entre las casas y miraba, con esperanza, al cielo, a la espera de
ver aparecer el aparato que prometía su salvación.
—No te preocupes —dijo Riordan—, Julio vendrá.
Esta enfermedad es una estupidez de críos; nadie se muere de gripe verdana.
«No, nadie se muere de gripe verdana si tiene
medicinas y alimentos en condiciones. En un lugar como este, será una maldita
masacre».
Tesla asintió y apoyó la cabeza en las rodillas.
—Es un consuelo —dijo sonriendo tímidamente.
Riordan le devolvió la sonrisa. De nuevo sintió la
imperiosa necesidad de disculparse por el altercado anterior pero de nuevo
temía romper la inestable paz que se había asentado entre ellos. Carraspeó un
poco, intentando recordar las palabras apropiadas…
—Tesla —comenzó—, lo siento. Por lo que dije
antes; no era mi intención hacerte daño.
—Oh, sí —respondió ella con voz
cansada—. Esa era exactamente tu intención.
Riordan agachó la cabeza abochornado. Tenía razón. El
único motivo por la que había empezado la discusión era para hacerla rabiar. ¿Y
se extrañaba de que hubiera funcionado? Hizo ademán de empezar una disculpa,
pero ella no le dejó continuar.
—Sé que era una broma y yo no debí tomármelo
así. —Tesla hablaba con voz suave, Riordan tuvo que forzar el oído para
entenderla—. Lo siento, tengo que aprender a encajar las cosas de otra
forma. Pero es más difícil de lo que parece —continuó diciendo—. Toda
mi vida me han marcado estrictamente lo que está bien y lo que está mal.
Siempre ha habido una forma correcta de actuar. Las cosas se habían de hacer
así. Y ahora… ¡Ahora ya no sé nada! Es como aprenderlo todo de nuevo, como si
todo lo que supiera no tuviera ningún sentido… No creo que nunca llegue a
encajar.
—Tiene que ser difícil —asintió Riordan—, pero
lo estás haciendo muy bien. —Tesla esbozó una tímida sonrisa que le dio
pie a continuar—. Supongo que mi caso no tiene comparación, pero cuando
llegué a la Valkiria fue como salir a un mundo diferente. Bueno, en realidad
fue exactamente eso: salir de un mundo diferente. Los primeros días dormía
sentado detrás de la puerta de la habitación, con un cuchillo que había robado
en la cocina. Era como lo hacía cuando estaba en casa, nunca sabías quién iba a
entrar por esa puerta. Tardé meses en atreverme a dormir en la cama. A no temer
a la puerta que se abría.
—¿Y el cuchillo? —preguntó Tesla abriendo mucho
los ojos. Riordan contestó con una sonrisa traviesa y se encogió de hombros. El
cuchillo seguía allí, por supuesto.
—Tesla, no quiero que estés enfadada conmigo. Ni
asustada —añadió recordando su llegada a la Valkiria—. Se supone que
tenemos que vivir juntos, no tiene sentido que por un motivo u otro te escondas
de mí.
Tesla cerró los ojos, sonrió y asintió con la cabeza.
—Es muy cansado —dijo casi en un
susurro—. Odiarte, temerte… estoy cansada. —En verdad parecía
agotada—. No puedo culparte por ser cómo eres ni porque tu aparatito se
estropeara —dijo haciendo alusión al brazalete inhibidor—. Deberíamos
enterrar el hacha.
—¿Enterrar el hacha? —preguntó enarcando un
ceja.
—Hacer las paces —se explicó Tesla—. Ojalá
pudiéramos volver a empezar: sin feromonas, ni piratas espaciales, ni
transformaciones monstruosas…
Muchas cosas para olvidar, sin duda. Riordan sonrió y
le tendió la mano.
—Hola —dijo—, soy Riordan.
Tesla le miró perpleja durante un segundo, pero
también sonrió y estrechó su mano.
—Hola, soy Tesla. ¡No! —añadió tras una
pausa—¡Soy Rebecca! ¡Diantres! ¡Rebecca!
El leónida se rió a carcajadas. Desde que se
conocieron, todos la había llamado Tesla antes de saber que en realidad, se
llamaba Rebecca. Pero ya era demasiado tarde: para todos era Tesla, aunque ella
se empecinara en recuperar su nombre. Se había convertido en un duelo de
voluntades que, al parecer, ella había perdido. Pero no parecía muy triste por
su derrota y su risa hacía eco a la de Riordan.
Un zumbido eléctrico, como el de mil avispas, les
alertó de la llegada del trasbordador. El gigantesco habitáculo rectangular,
llegaba siguiendo un trazado luminoso y oblicuo que comunicaba la superficie
del planeta con el cercano puerto espacial.
—Vamos —dijo Riordan propinando un enérgico tirón
de la mano de la muchacha para ayudarla a incorporarse. Esta se tambaleó un
momento —. ¿Estás bien? —le preguntó mientras la sujetaba del
brazo
—Sí —asintió ella—. Me he mareado un poco
al levantarme de golpe; se me pasará en seguida.
Ella no le dio la menor importancia al asunto y
Riordan no insistió en el tema. Pero la muchacha estaba más pálida que de
costumbre y parecía agotada. «No es nada», pensó «debe de ser el estrés y el
hambre». El rugido de su estómago corroboró su opinión. De todas formas, se prometió
mantener un ojo en ella.
***
—Una buena razón, un única buena razón para que no me
largue y os deje tirados en esta mierda de asteroide.
Riordan se encogió de hombros, sabía que su estancia
en la nave pendía de un hilo desde hacía bastante tiempo. Daba igual lo que él
hiciera, daba igual que legalmente fuera su hermano: era caro de mantener y su
presencia en la nave comportaba problemas. Lo peor era que no podía culparle
por ello. Así que se mordió la lengua y agachó la cabeza.
La situación de Tesla era parecida a la suya. Tampoco
tenía fotobiontes, era completamente humana, pero al menos, no daba los
problemas que podía ocasionar un leónida fugitivo. Nunca se lo habían dicho,
pero estaba convencido de que la decisión de la joven de permanecer en la
Valkiria no había sido bien aceptada por el capitán.
—Yo os diré el porqué —continuó con los brazos
cruzados, caminando en círculos por el recinto de protección, mientras un
guardia armado les observaba desde una distancia prudencial, demasiado lejos
para decir que les vigilaba, lo suficientemente cerca como para escuchar su
conversación—; porque dejaros aquí sería condenaros a muerte. Y Oma me mataría —añadió
como quién no quiere la cosa.
Riordan no pudo evitar una sonrisa: era cierto, su
mujer era adorable pero en ciertas cuestiones, era mejor no interponerse en su
camino.
—Entonces… ¿Nos sacarás de aquí?
Julio tomo aire.
—No —dijo en un suspiro, agitando la cabeza con
pesadumbre. El leónida sintió como su corazón se encogía. Apretó los puños
intentando controlar la rabia—. No, lo siento —añadió
alicaído—. Han activado el aislamiento médico y no se puede hacer nada
hasta que se controle la emergencia sanitaria.
—Pero… entonces…
—Sigo trabajando en ello. Por ahora he conseguido que
me dejen daros vuestros abrigos y algunas barritas de comida.
Guille apareció acompañado por uno de los soldados
contratados, llevaba un enorme bulto entre los brazos. Riordan reconoció los
colores de su cazadora negra y las formas grises del largo abrigo de Tesla. No
era lo que había esperado, pero era mejor que nada. La verdad era que hacía
frío y que la cosa se pondría peor conforme avanzara la noche. Esas chaquetas
podían suponer la diferencia entre morir hoy y morir mañana. El soldado colocó
un dispositivo en la barrera y el paquete la pudo atravesar como si fuera un
muro de gelatina. El leónida estuvo tentado de agarrar los brazos del soldado y
golpearlo contra el muro pero para qué; borrarle su estúpida sonrisa no merecía
el riesgo. En lugar de eso, cogió el paquete, le dio a Tesla su abrigo y esperó
a que hubiera acabado para tenderle el paquete con comida antes de ponerse él
su propia chaqueta.
—La enfermedad no es peligrosa, pero Oma insiste en
que no os acerquéis a los enfermos. En teoría, tu todopoderoso sistema
inmunitario debería hacerte resistente —explicó Julio—, pero ella no tiene
ninguna mejora genética así que… —se humedeció los labios antes de seguir
con la explicación.
—¿Así que…? —apremió Tesla, aunque por su voz
parecía temer a la respuesta. No podía culparla.
—No lo sabemos —dijo finalmente—. Por si
acaso, no te pongas enferma.
—Maravilloso —sollozó.
—No es como si tuviera la solución en el
bolsillo —dijo con una mueca, encogiéndose de hombros con un gesto de
indiferencia.
¿Qué clase de comentario era ese? Riordan le miró
extrañado. Le había parecido apreciar un rápido guiño en el rostro impávido de
Guille, pero en Julio no había nada, nada que hiciera pensar en algo más. Sin
darse cuenta, metió las manos en los bolsillos, aunque no encontró nada.
Quizás…
—Bueno, con un poco de suerte, nos veremos
pronto —Julio se despidió levantando el brazo mientras se marchaba. Ni un
triste «tened cuidado» o un «buena suerte». Por no decir no dijo ni adiós.
Siempre había tenido don de gentes.
Riordan hizo una mueca de desagrado y se despidió de
Guille, este no dijo mucho más y apenas hubo una leve inclinación de cabeza,
pero en su mirada podía ver la preocupación. La agradeció.
—Ven —dijo a Tesla y, antes de que ella pudiera
reaccionar, la rodeó con sus brazos.
—¿Qué haces? —exclamó Tesla escandalizada cuando
notó como las manos del leónida se deslizaban por su falda.
—Shhh, no es lo que crees —murmuró en su oído
para que los guardas no le oyeran.
Tesla enrojeció visiblemente, aunque no hizo ningún
ademán de apartarlo y él pudo seguir buscando entre los pliegues de su abrigo.
Para los guardas, no era más que una pareja abrazándose. Incluso le pareció oír
un comentario soez. Palpó las caderas de la muchacha intentando no recrearse en
ello, si bien una parte de él disfrutaba demasiado. Ella se movió incómoda,
pero paso los brazos por su cuello y apoyó la cabeza, acentuando así la
impresión de los guardas. Riordan intentó no pensar en su cabello que le hacía
cosquillas en la cara, ni en su olor, ¿cómo podía oler tan bien en medio de un
basurero? Se centró, no estaba abrazándola, estaba buscando… ¡Menuda mierda de
vestuario complicado! ¿Dónde estaban los…? Riordan sonrió.
—Creo que tienes la solución en el bolsillo
***
La noche no se presentaba muy halagüeña. El dueño de
la tienda de comestibles les dejaba pasar la noche en uno de los almacenes;
impulsado, seguramente, por el sentimiento de culpa. Pero no debía de sentirse
ni demasiado culpable ni demasiado agradecido porque el alojamiento que les
brindaba no era más que un destartalado cobertizo al que le faltaba parte del
tejado.
—Mejor que dormir en la calle —dijo Riordan
encogiéndose de hombros.
Por enésima vez, Tesla reprimió el llanto nervioso
ante lo desesperado de su situación. Cada vez era más difícil controlar las
lágrimas que el cansancio afloraba. Pero, no, no iba a llorar, no tenía sentido
hacerlo, tampoco era que fuera a arreglar nada. Además, las cosas no estaban
tan mal ¿no? Julio les había dado la tableta donde aparecerían las coordenadas
de la cápsula de rescate; solo tenían que llegar hasta ella y volverían a la
Valkiria. El plan era sencillo: pasar la noche y mañana salir a la estepa
congelada y llegar a dónde fuera que indicara el aparato.
—¿Por qué no nos limitamos a inyectarnos las
vacunas? —preguntó, haciendo referencia a los dos viales que habían
incluido en el pequeño paquete de bolsillo. Hablar la fatigaba de una forma
alarmante, estaba tan cansada…
—Porque no son vacunas, para empezar, son retrovirus
y funcionan cuando estás enfermo. Y son caros y es mejor no gastarlos si no es
necesario. No te preocupes —añadió al ver su rostro
preocupado—. Mañana estaremos bien.
Riordan se acurrucó contra la pared haciéndole señas
para que se sentara a su lado. Tesla miró a su alrededor para cerciorarse de
que no había una opción mejor antes de ocupar el hueco bajo el brazo del
leónida. Antes de sentarse, se quitó el abrigo: una corriente fría le erizó la
piel y le provocó calambres en los riñones mientras sus dientes comenzaban a
castañear, lo extendió como si fuera una manta y se cubrió con él, cubriendo
también a su compañero.
—Gracias —dijo este agradeciendo el gesto con
sencillez.
Tesla se durmió acurrucada a su lado. Hasta que
fuertes contracciones en el estómago la despertaron con brusquedad. Se levantó
corriendo, tambaleándose mientras el mundo se movía a su alrededor, pero
consiguió llegar a la esquina antes de devolver la triste barrita de alimentos
acompañada por ingentes cantidades de bilis amarillenta. Se retorció de dolor
ante cada nueva arcada, sintiendo como la golpeaban sin piedad en la boca del
estómago. No había nada más, pero las violentas convulsiones se sucedieron
inclementes, mientras las lágrimas humedecían sus mejillas encendidas.
Su repentina huída había despertado a Riordan que
ahora la observaba de pies, a unos metros de ella. Tesla sintió vergüenza ante
su situación. Se sentía débil y culpable. Intentó esbozar una disculpa pero su
garganta ardía irritada por los ácidos del estómago. Quiso caminar pero le
costó un cielo: el cuerpo pesaba como si le hubieran colocado lastres.
Él la observó con preocupación. Esperó a que
recuperara la compostura y le ofreció un poco de agua antes de acompañarla de
nuevo al rincón que habían convertido en su cama. La abrazó en silencio
ayudándola a conciliar el sueño.
No dijo nada. Tampoco hacía falta.
La segunda vez que Tesla se levantó para vomitar,
Riordan la esperaba con la dosis de retrovirus preparada para inyectársela.
Ella no dijo nada y se limitó a descubrir su hombro.
—Mañana estarás mejor —le dijo ayudándola, a
recostarse de nuevo sobre su pecho. Tesla asintió con la cabeza, esperando que
así fuera. Y se quedó dormida, arrullada por los latidos del leónida.
Pero no pasó mucho hasta que nuevas convulsiones la
hicieron levantarse otra vez. La escena se repitió esa noche. Varias veces.
Cuando el amanecer los sorprendió, apenas habían dormido un par de horas.
***
No había barreras a ese lado del poblado. La propia luna
era una barrera más que suficiente. La única forma de salir de allí era por el
puerto espacial, y se habían ocupado de cerrar esa salida. El resto: minas
abandonadas y la llanura de piedra y rocas.
El viento frío la golpeó en la cara con una
silenciosa bofetada. Los ojos lagrimeaban y podía sentir como la piel perdía su
característica elasticidad y amenazaba con romperse en numerosas grietas
microscópicas. Se arrebujó en su grueso abrigo de lana agradeciendo, una vez
más, haberlo llevado puesto cuando lo que quiera que fuera se la tragó. Después
de todo, el invierno en Colorado podía ser muy duro. Tesla lamentó no haber
pensado entonces en acompañar su indumentaria con los guantes y la bufanda que
solía llevar, así en ese momento no los echaría tanto de menos. Culpa suya, por
no ser capaz de prever el futuro.
Allí no había nieve. El Elíseo era un desierto frío,
una auténtica estepa congelada; una pedregosa llanura que se perdía allí donde
se curvaba el horizonte. Tan solo habían pasado un par de horas desde el
amanecer y parte del cielo conservaba los tonos añiles mientras un lucero
persistía con tenacidad ante la llegada implacable de los rayos de Eos. El
resto del cielo seguía teniendo el mismo color ceniciento del día anterior.
Riordan le tendió una barrita energética y ella se la
agradeció, pero la rehusó, incapaz de comer nada. El estómago le daba continuos
pinchazos que quedaban mitigados por la presión que sentía en las sienes.
—Tienes que comer algo —insistió Riordan—,
tenemos que caminar casi quince kilómetros: necesitas energía.
La señal intermitente de la tableta electrónica les
indicaba que la cápsula que debía sacarlos de allí había aterrizado. Solo
tenían que llegar a ella y estarían a salvo.
—A salvo —murmuró Tesla, sintiendo que el aire
apenas llegaba a sus pulmones—. Me cuesta respirar.
—Hay menos oxígeno, es una luna pequeña: no puede
retener una atmósfera más densa. Es lo equivalente a estar a cuatro kilómetros
de altura, más o menos. Eso nos pondrá las cosas más difíciles, pero solo son
quince kilómetros, Tesla, seguro que puedes hacerlo.
—No me gusta la alternativa —dijo con una mueca
que pretendía ser una sonrisa.
Otra vez esa mirada… Él no había dicho nada, pero lo
sabía, y ella también lo sabía aunque no se atreviera a decirlo en voz alta,
no, entonces sería reconocer que era cierto y eso la aterraba. Tragó saliva y
fue una sensación absurdamente dolorosa, tenía la garganta inflamada e
irritada. Las lágrimas acudieron a sus ojos, estaban allí, prestas a ser
liberadas; de nuevo, las hizo retroceder. Quince kilómetros…
***
¿Qué podía
decir? Nada, no había nada que decir, no había nada que hacer más que darse
prisa y llegar a la maldita cápsula. Sería complicado precisar cuándo se dio
cuenta del estado de Tesla: cuando se mareó por primera vez, cuando respondió
con voz cansada, o cuando la abrazó y notó que ardía. Y era difícil que él se
diera cuenta de eso: la temperatura de un leónida solía estar un par de décimas
por encima de la de los humanos normales, así que si él había notado que ella
quemaba era porque realmente estaba ardiendo.
«¡Ya tenía que haber funcionado!». Pero no lo había
hecho. Nada había cambiado en su estado desde que le había inoculado el
retrovirus. No había hecho nada salvo empeorar.
Los kilómetros se reducían con exasperante lentitud.
Tesla arrastraba los pies jadeando con dificultad, podía escuchar su
respiración entrecortada desde la distancia. Riordan caminaba tres veces cada
kilómetro, se adelantaba un poco y volvía atrás para asegurarse que ella le
seguía. Intentaba mantener el ritmo de la joven pero la ansiedad le aceleraba y
la preocupación le hacía aminorar. Y para colmo de males, la migraña no parecía
tener intención de abandonarle.
Estaba en la fase adelantada de su rutina de vaivenes
cuando oyó un golpe seco: Tesla se había desplomado. Corrió a su lado,
moviéndose con pesadez, su cuerpo no parecía obedecerle como tenía que hacerlo.
—¡Tesla! —dijo ayudándola a incorporarse de
nuevo.
—No puedo —contestó ella. La voz se escapaba
entre sus labios como un susurro ahogado.
—No, no, no —insistió él sintiendo que se le
partía el alma al ver el rostro demacrado de su amiga. El contraste entre la
temperatura cálida de su cuerpo y el frío exterior había agrietado su piel:
tenía los labios cortados y ensangrentados, la carne viva afloraba entre los
pellejos resecos. Sus mejillas parecían surcadas por ríos carmesíes. Sus ojos,
enrojecidos, parecían empañados por un velo febril—. Tesla, tienes que
caminar, llegaremos pronto —insistió intentado que su voz no reflejara la
desesperación que sentía.
Tesla hizo un esfuerzo sobrehumano y se levantó.
Riordan la acompañó con un brazo y ella dio un par de pasos antes de volver a
caer de rodillas.
—Descansemos un poco —suplicó.
Sería tan fácil: descansar, quedarse quietos… Morir.
La estepa parecía inducir a ello. El viento susurraba en sus oídos invitándoles
a tumbarse, acunándoles con una nana letal.
—¡No! ¡Tesla, escúchame! ¡No puedes pararte! Ahora
no, ya casi estamos —mintió. Apenas habían recorrido cinco kilómetros;
faltaban demasiados. Pero no podía, no podía aceptar lo evidente: por mucho que
insistiera, Tesla no iba a llegar.
La dejó recostarse en el suelo mientras él intentaba
encontrar una solución. Tenía que haber una solución. Tenía una solución.
Al menos había que intentarlo, ¿no? Su instinto de
supervivencia le gritaba en su oído protestando con insistencia. Le decía que
siguiera, que ella ya estaba muerta aunque aún respirase. Le hizo callar. Odió
a su instinto, se odió a sí mismo y una parte de él la odió a ella porque era
incapaz de abandonarla.
Buscó a su alrededor pero no encontró nada que le
sirviera así que agarró la falda de Tesla y la rompió ayudándose con los
dientes. El sonido sibilante de la tela al rasgarse apenas hizo que Tesla
murmurara desde su estado de semiinconsciencia al que el cansancio y la fiebre
la habían relegado. Protestó algo incoherente cuando Riordan ató sus manos con
una lazada amplia, pero no dijo nada cuando repitió la maniobra con sus
rodillas. Riordan se colocó entre las piernas de Tesla y pasó la cabeza por el
hueco entre los brazos, finalmente, ató las cuerdas entre sí. Ya estaba, Tesla
se había convertido en una mochila, una mochila de unos cincuenta kilos pero…
¿Qué era eso para un leónida?
Expulsó el aire de sus pulmones y los llenó de nuevo.
Balanceó el bulto hasta conseguir acomodarlo, agarró las piernas para intentar
distribuir el peso y comenzó de nuevo a caminar.
Un paso primero, después otro. No pensar. Caminar.
No pensar porque si pensara se daría cuenta de que
apenas podía respirar. Se daría cuenta de que sus labios también se habían
cortado con el viento y que ese regusto salado que notaba cada vez que se
pasaba la lengua por ellos, era su propia sangre. Si se parara a pensar, sería
consciente del dolor que le provocaban las agujas que parecían clavarse en sus
articulaciones. No, definitivamente no iba a pensar, y no iba a pararse aunque
su estómago se doblara sobre sí mismo golpeando en su plexo solar como si fuera
una puerta que debe abrirse, o aunque sus ojos se empeñaran en ver a través de
una neblina que no existía.
Él no estaba enfermo. Él llegaría. Él los salvaría a
los dos.
Seguro.
***
El pelo en la cara le hacía cosquillas, apenas podía
respirar y eso no ayudaba mucho, pero era una sensación agradable. Se obligó a
abrir los ojos. Solo los había cerrado un momento, solo había sido un momento,
podría volver a caminar.
Estaba en el suelo. Estaba atada. Estaba en el suelo
atada a la espalda de Riordan, era su pelo rojizo lo que acariciaba su cara.
Y Riordan no se movía.
Tesla tragó saliva.
—¿Riordan? —llamó. No contestó. Las lágrimas se
apelotonaron en su dolorida garganta —. ¿Riordan? —repitió. Una
a una, las gotas saladas se deslizaron por su rostro, ya no había nada que las
parara —. Respóndeme, por favor. Por favor…
Aprisionado durante demasiado tiempo, el llanto salió
liberado en un grito visceral. Un grito que se llevó el viento.
Después solo hubo silencio.
***
El pitido intermitente taladraba sus tímpanos y se
introducía en su cerebro. Había más ruidos: un zumbido estático, algún pequeño
motor eléctrico, un continuo goteo y una respiración. Su respiración.
Riordan llenó sus pulmones con dificultad, solo para
ser consciente de que era capaz de hacerlo. Y lentamente, separó sus párpados,
enganchados por pestañas resecas, y abrió los ojos. La cálida penumbra le
recibió con los brazos abiertos.
—Buenos días —dijo una dulce voz
familiar—. Nos tenías preocupados.
Quiso hablar pero no pudo. Notaba su garganta reseca
e hinchada y la boca pastosa. Intentó levantar la mano pero al hacerlo, las
agujas insertadas en sus brazos le hicieron cambiar de opinión.
—Tranquilo —dijo Oma con su sonrisa más
maternal, sus enormes ojos brillaban como si fueran espejos: había estado
llorando. Eso no era bueno—. Te recuperarás, pero no hay que apresurarse.
No lo
entendía… Solo era gripe Verdana; un triste resfriado.
—¿Cómo…? —logró pronunciar a duras penas.
—Guille bajó en la cápsula; insistió en ello. Os
localizó por la tableta y consiguió sacaros de allí. —Oma se detuvo y tomó
aire, sus ojos eran tan grandes que se podía apreciar las lágrimas que
afloraban sin llegar a caer—. No era gripe Verdana, ¿sabes? —dijo. Su
voz temblaba de rabia mal disimulada—. No era gripe verdana. Ninguna gripe
verdana actúa así, ni tan rápido ni tan… letal. —Eso no le gustaba, se
agitó inquieto intentando pronunciar una nueva palabra. Junto los labios pero
no surgió ningún sonido y Oma continuó hablando—. Marcos dice… Ya sabes
cómo es Marcos, siempre cree que hay motivos ocultos y conspiraciones en las
sombras, pero esta vez le creo. ¡Pero no puede ser! ¡Es demasiado…! —Tomó
aire antes de continuar—. A&A Minerals quería cerrar la explotación
del Elíseo, pero está obligada por ley a mantener las rutas comerciales con las
zonas habitadas aunque esas rutas sea deficitarias. Si el planeta no está
habitado… —Oma no continuó, no hacía falta.
—T-tesla —dijo Riordan tras un esfuerzo
sobrehumano.
Oma le miró y dibujó una triste sonrisa.
—Está a tu lado. —El leónida movió el cuello lo
suficiente para ver la silueta de su compañera en la camilla vecina.
Incontables cables salían de su cuerpo mientras una máquina emitía una
parpadeante luz roja que acompañaba el odioso pitido—. Sigue inconsciente.
Temimos por su vida; su organismo no está preparado para ninguna de nuestras
enfermedades y esta era una variedad nunca vista; pero conseguí estabilizarla y
creo que se pondrá bien. Con tiempo.
Riordan tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Ahora descansa, ya acabó todo —la doctora se
inclinó y le besó en la frente antes de salir de la habitación apagando las
luces tras ella.
Riordan suspiró, respiró tranquilo y sonrió. Amparada
por la oscuridad, una lágrima silenciosa, demasiado tiempo contenida, surcó su
mejilla.
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