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Capítulo 3: Un infierno de paraíso

El aire elevaba remolinos de polvo que giraban sobre sí mismos antes de esparcirse acariciando las dispersas matas de hierbas, que se atrevían a crecer en ese paraje inhóspito. Eran altas y delgadas y acababan en un penacho, como plumas del color del oro viejo.
Hacía frío. O eso se empeñaban en demostrarle las volutas de vaho que acompañaban a cada espiración. Según los datos de la tableta: ocho grados centígrados.
Pero él ardía.
Caminaba pesadamente, arrastrando los pies. Un dolor agudo atenazaba sus articulaciones, como si le clavaran agujas candentes, y los músculos se negaban a responderle obligándole a concentrarse en cada paso, a poner toda su voluntad en avanzar. El aliento se escapaba en un siseo mortecino entre sus labios sangrantes, mientras gotas de sudor frío se formaban en su frente y resbalaban por sus ojos empañándole la vista.
«Si la dejaras tendrías una oportunidad», dijo una vocecita insistente en su cabeza; el instinto de supervivencia.
Una vez más lo ignoró.
Con una tenacidad que refutaba a la lógica, llevaba consigo un fardo de considerable tamaño. Sujeta a la espalda, atada con improvisadas cuerdas de tela, llevaba su carga como si de un caracol se tratara; arrastrando en su calvario su propia condena.
Un paso en falso, una piedra mal puesta, un pie que no se movió cuando se lo ordenó… Riordan cayó al suelo de rodillas y no fue capaz de volver a levantarse.
—Lo siento —murmuró en un hilo de voz.
Nadie respondió.
***
—¿Qué demonios os pasa? —le siseó Guille al oído cerciorándose de que Tesla no escuchaba.
Riordan frunció el ceño y le ignoró: era demasiado complicado de explicar porque ni siquiera él mismo lo sabía a ciencia cierta. «¡Joder! Si es que ni siquiera ha pasado nada». Pero había estado a punto de suceder, eso era cierto. Ya le había pedido disculpas, se había portado como un perfecto caballero y no se había aprovechado de la situación. Y la verdad es que ganas no le habían faltado. Pero no lo había hecho y aún hoy se sorprendía por ello. Y, a pesar de todo, Tesla seguía enfadada. «A lo mejor está enfadada porque no pasó nada». Con ella podía ser cualquier cosa.
Guille estaba molesto y no le culpaba: menudo viajecito le estaba dando la pareja de idiotas que tenía como compañeros en la Valkiria. Media hora de silencio atronador en el maldito habitáculo de transporte. Y si ya era desquiciante la exasperante lentitud a la que se movía el aparato, había que añadirle un ambiente tan cargado que se podía cortar con un cuchillo. Sí, Guille tenía motivos para estar cabreado.
Y no era que el resto del viaje se presentara precisamente agradable: una mierda de luna inhóspita, perdida en un rincón de la galaxia, donde los rayos de Eos apenas se atrevían a manifestarse. Algún iluminado había llamado Elíseo a ese lugar, no se sabía si en arrebato de malsano optimismo o en una ingeniosa muestra de humor negro; era el culo del sistema.
Pero Tesla quería verlo. ¡Cómo no! Al principio su entusiasmo era contagioso: descubrir mundos nuevos, vivir trepidantes aventuras… Pero luego, la realidad se ocupaba de volver cada uno a su lugar. En este caso, la realidad era repartir comida en un estercolero.
—¿Sabéis? Dicen que el sexo es genial para aliviar tensiones —dijo Guille con una mueca de desdén cuando la puerta se abrió y pudo respirar por fin el aire fresco y apestoso del Elíseo.
«Fantástico, tú arréglalo más».
Sin girarse siquiera, pudo notar los dardos gélidos que Tesla le clavaba en la nuca. Intentó concentrarse en el trabajo; cuanto antes acabaran antes volverían a la Valkiria. Echó una ojeada alrededor buscando los encargados de aduanas y se extrañó de no ver a nadie de Seguridad Interorbital. En cambio, encontró gran número de soldados uniformados. Muchos, demasiados. La zona parecía tomada al asalto por un ejército privado.
—Creo que es la A&A Mineral —dijo Guille confirmando sus sospechas—. Parece ser que el lugar les pertenece.
—Eso no es bueno —murmuró Riordan. Las lunas que pertenecían a empresas tenían códigos legales desconocidos para la mayoría y que poco tenían que ver con la justicia. Sin darse cuenta, podían acabar en la cárcel por saludar a una mujer o condenados a muerte por pisar la hierba—. ¿Por qué no nos avisaron?
—Julio no sabía nada —aseguró Guille—. Vamos, a mí me lo habría dicho. No salía nada en los informes del encargo.
—Entreguemos el pedido y salgamos de aquí cuánto antes—gruñó el leónida.
Guille asintió y le siguió.
Tesla no parecía preocupada en absoluto. Era ajena a todo tipo de conflictos interplanetarios, irradiaba esa mezcla de confianza y curiosidad tan típica de los turistas. Para ella, ese escollo en el universo debía de ser apasionante. Se movía de un lado para otro, acompañando cada movimiento de su cadera con una suave ondulación de su anacrónico vestido. Contemplaba el lugar con los ojos abiertos como platos, capturando cada detalle en su retina.
—Llámala y dile que no se aleje.
Guille le miró perplejo.
—Estás de coña, ¿no? Somos un poco mayorcitos para jugar al “vete ve y dile”.
—¿Por qué tienen la piel casi blanca? —preguntó Tesla acercándose.
La mayor parte de la población humana del sistema de Eos tenían la piel de un llamativo color esmeralda, correspondían a la variedad adaptativa denominada “fotosintéticos”. Los habitantes de Elíseo, en cambio, tenían tonos apagados, amarillentos. El color verde en ellos era meramente anecdótico.
—Hay poca luz —dijo Guille mirando al cielo. Tenía un tono grisáceo, apenas un poco más amarillento en la zona en la que se intuía estaba Eos—. Si no hay sol, las algas se vuelven más pálidas y empiezan a morirse. De ahí la piel blanca.
—¿Pero eso no es malo? —preguntó Tesla visiblemente preocupada.
—Hombre, muy bueno no es, pero siempre puedes comer comida normal como todo el mundo.
—De eso tampoco creo que haya mucho —observó Riordan. Era cierto, a su alrededor las personas parecían mendigos: delgados, sucios, mal vestidos y enfermos.
No cabía duda, si estaban en el Elíseo esos eran los espíritus de los muertos.
***
Las calles eran estrechas, sucias y malolientes y al traspasar la zona de influencia del muelle estelar, estaban completamente desiertas. En ese panorama, localizar la única tienda de abastecimientos no fue muy complicado. No se habían acercado más de un par de metros, cuando el encargado en persona salió a recibirlos. El tipo sonreía como si su llegada fuera un gran acontecimiento. Alzó los brazos al cielo y se enjugó las lágrimas.
—¡Han venido! —exclamó emocionado—. ¡Gracias, gracias!
—No hay de qué —dijo Riordan estrechando la mano que se le ofrecía con desmedida efusividad. Eso no podía ser bueno. La sensación de que había algo que no estaba bien fue ganando terreno a pasos de gigante.
—Había perdido la esperanza de que llegara más comida. La mayoría de flotas comerciales no quieren hacer esta ruta: la lunas de Keydick están demasiado lejos. ¡Pero ni siquiera llegan los cargueros que van a Óptima! La A&A pone demasiadas trabas —explicó el mercader mientras controlaba el listado de mercancías—. Pero ustedes sí han venido, y eso es lo que cuenta, ¿no?
Una mirada furtiva a Guille le indicó que él también opinaba lo mismo: si hubieran sabido lo de la A&A, probablemente ellos tampoco estarían allí. Pero alguien les había ocultado esa información. Eso o Julio se estaba volviendo más tolerante con los encargos. Ese último pensamiento le arrancó un sentimiento de culpa. Cualquier cosa era mejor que volver a Sparta, ¿no? Sin mediar palabra, empezaron a descargar.
Tesla cogió una de las cajas con la firme intención de colaborar.
—No cojas esa —le avisó Riordan.
Por descontado, ella le ignoró. Fue coger el paquete y encontrarse librando una batalla contra la gravedad en una incómoda postura; luchando para que la caja no se le resbalara y, de paso, conservar intacta la integridad de su columna vertebral. Riordan se apresuró a ayudarla. Sin mucho esfuerzo, cargó la caja sobre su hombro.
—Te dije que no cogieras esta —le repitió—, aquellas pesan menos.
Tesla giró la cara en un gesto de soberbia pero esta vez se dirigió a las cajas más pequeñas, cargando una, no sin dificultades. Riordan no reprimió una risita de desdén.
—Creo que Guille tiene razón —dijo el leónida sabiendo que su amigo no estaba cerca para oírle—, creo que deberíamos acostarnos. Acabar lo que comenzamos y librarnos de toda esta tensión.
Sus palabras sobresaltaron a Tesla y a punto estuvo de dejar caer lo que llevaba.
—¿Cómo te atreves? —siseó, tampoco quería que Guille se enterara.
—No entiendo por qué estás enfadada conmigo; no fue culpa mía.
—¡Tú empezaste!
—Sí, yo te besé, me dabas pena. Pero fuiste tú la que empezaste a quitarte la ropa como si te quemara.
—¿Cómo te atreves? —repitió Tesla roja de ira—. ¡Fue tu maldita… química! ¿Te daba pena? ¿Me besaste porque te daba pena?
—Estabas aterrada, se me ocurrió que sería una buena forma de tranquilizarte —mintió Riordan sorprendido por su propia inventiva—. Además, ¿dónde has aprendido a besar? ¿Con un perro?
El sonido de una de las cajas al estrellarse contra el suelo le hizo girarse. Paquetes de galletas secas se desparramaban a sus pies y Tesla no estaba.
Solo entonces fue consciente de sus palabras.
—Joder —masculló—. ¡Mierda, mierda, mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Guille asomando por la puerta del establecimiento—. ¿Dónde está Tesla?
—Mierda, soy un capullo —dijo Riordan descargando el bulto de su hombro—. Tesla se ha ido.
—¿Cómo que Tesla se ha ido? ¿A dónde?
—No tengo ni idea pero iré a buscarla. Acaba de descargar esto y espéranos justo al transbordador.
—¿Qué has hecho? —preguntó Guille.
—Haz lo que te digo: acaba aquí y lárgate. Nosotros iremos en seguida —dijo antes de salir corriendo.
***
«¿Un perro?». No podía aguantar allí ni un segundo más. No podía darle la satisfacción de verla llorando. Gruesos lagrimones resbalaban por sus mejillas encendidas: lágrimas de rabia y de vergüenza, sobre todo, pero también de dolor. Apenas podía ver hacia que dirección corría. Tampoco le importaba, solo necesitaba alejarse un poco, lo justo para que no la encontraran y llorar tranquila. Diez minutos, diez minutos nada más. Tiempo de sobra para descargar todo lo que encerraba en su pecho y regresar con una sonrisa y los ojos ligeramente enrojecidos.
No supo cuánto había corrido hasta que encontró el sitio adecuado, un banco de madera en el lateral de una casa medio derruida. No había nadie cerca. De hecho, apenas se había cruzado con nadie en su precipitada carrera. Se sentó, se cubrió el rostro con las manos y dio rienda suelta a sus lágrimas.
No se percató de que no estaba sola.
***
«Eres un idiota. Eres el mayor idiota del universo. De todas partes vendrán peregrinos para reverenciar tu inconmensurable estupidez. ¡En qué estabas pensando, pedazo de capullo! Ah, sí, ya lo sé, no me lo digas: no pensabas en nada. Mierda, Tesla, ¿dónde te has metido?».
Un grito le respondió.
***
Quizás no debería haber gritado, pero el hombre la asustó. Parecía un loco: los ojos en blanco cubiertos de legañas, babeaba por la comisura de la boca, tenía los labios destrozados y el cuerpo cubierto por pústulas blanquinosas. Su piel no tenía nada de verde aunque se podía apreciar algunas zonas de coloración amarillenta. Se arrastró hacia ella y se agarró a su vestido en actitud de súplica.
—Piedad, señora, sálveme —acertó a pronunciar en su desesperación.
—Suélteme —suplicó Rebecca tirando de su falda—. Por favor —pidió de nuevo, sintiéndose culpable por no ser capaz de brindar ninguna ayuda.
Para su consternación, una mujer apareció en el umbral de la puerta de la casa que había tomado por abandonada. En su rostro, la misma mezcla de desesperación y locura, las mismas señales inequívocas de la enfermedad y la misma esperanza insana hacia su persona.
—No puedo ayudarles —gimoteó empezando a retroceder—. Déjenme, por favor.
Salían de todas partes y, antes de darse cuenta, estaba rodeada por una docena de personas dementes y enfermas que buscaba en ella un consuelo que no podía brindarles.
Trataba de ser educada y apartarlos sin malos modos, pero al cabo de unos segundos se encontró acorralada; subida en el banco en el que había buscado refugio mientras la pared impedía su retirada. Tenía miedo. Gritó solicitando ayuda y suplicando que se alejaran, mientras intentaba apartarlos con patadas y empujones que poco tenían ya de delicados.
No sirvió de nada.
—Señora, señora —repetían—. Ayúdenos.
Se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos. Alguien la agarró y la elevó del suelo. Rebecca gritó, golpeó y pataleó presa de la histeria.
—¡Estate quieta! —exclamó una voz familiar.
***
—Lo siento mucho, de verdad —dijo Tesla mordiéndose el labio inferior con nerviosismo.
—Ya, ya —dijo Riordan, indicando con una mano que lo dejara correr, mientras con la otra se limpiaba de sangre la comisura de la boca—. ¿Qué ha pasado allí detrás? —preguntó.
La había sacado en volandas y se la había llevado de allí sin girar la cabeza ni una sola vez. Solo cuando se aseguró que no había nadie cerca, la bajó del hombro y pudo reparar en los golpes que la muchacha le había propinado en su ciega desesperación.
—No lo sé —aseguró Tesla—. Estaba sentada y empezaron a salir por todas partes; querían que les ayudara. No lo entiendo.
—Puede que te confundieran con una princesa de Origen —dijo el joven, pensando en voz alta—. Pareces una de ellos. Y la única gente de Origen que vienen aquí son los amos de todo esto. Supongo que creyeron que podrías ayudarles con lo que sea que les pase.
—Parecen enfermos.
—Seguramente lo están —Echó una ojeada alrededor con una mueca de desagrado—. Es un mal sitio para ponerse enfermo. Sin sol y sin comida, están condenados.
—No puedo ayudarles, ¿verdad? —preguntó Tesla.
Tenía una expresión de súplica en su rostro; se sentía culpable. ¿Por qué? Eran unos desconocidos que además la habían puesto en peligro. ¿En serio los ayudaría si pudiera? La repuesta era sencilla y absurda: sí. Para alguien como él, educado con la única finalidad de sobrevivir, ese tipo de actitud no tenía ningún sentido.
—No, Tesla —negó.
La muchacha suspiró sensiblemente aliviada aunque seguía conservando en su mirada una expresión de dolor. El altercado había dejado en segundo plano su discusión anterior. Riordan había estudiado cien formas diferentes de pedirle disculpas pero ahora no consideraba necesario sacar el tema a colación. Era la primera conversación civilizada que mantenían desde el incidente de París y no pensaba hacer nada que pudiera acortar la tregua.
—Guille nos está esperando en el trasbordador —informó—. Démonos prisa, me muero de ganas por abandonar este estercolero.
Tesla asintió en silencio y siguió el paso precipitado del leónida con un ligero trote. No rechistó: o el encuentro la había dejado sin palabras o ella tenía tantas ganas de salir de allí como él. No todos los destinos del sistema eran aptos para el turismo. Con un poco de suerte, la próxima vez decidiría quedarse en la Valkiria.
«Sí, ya, seguro», pensó Riordan. Haría falta algo más grave que una turba enfurecida para acabar con la endemoniada curiosidad de la muchacha. Pero el trasbordador que les llevaría al puerto estaba a unos metros de distancia, pronto estarían en la Valkiria y Elíseo solo sería un desagradable recuerdo.
Desde lejos se podía ver la verde silueta de Guille, apoyado de forma indolente en una de las paredes del transportador. Parecía aburrido pero al verlos llegar, se incorporó de un salto y se desvivió en exagerados gestos para indicarles que se dieran prisa.
Riordan aceleró el paso instando a Tesla a que le imitara. Esta se remangó la falda y aligeró la marcha hasta convertirla en un trote. Los dos metros que los separaban le salvaron de no correr su misma suerte. Una pared vítrea se materializó de la nada. Riordan chocó de lleno contra ella. Su cabeza golpeó con fuerza el muro invisible y el leónida cayó de espaldas al suelo, dolorido y aturdido.
Tesla le ayudó a incorporarse. Todavía podía sentir como su cerebro golpeaba las paredes de su cráneo como si de una pelota de goma se tratara y por su frente se escurría una gota de líquido cálido que adivinaba era sangre. Le costó un momento centrarse y averiguar qué había pasado. Guille corría hacia él desde el otro de lado de la barrera que se había alzado de la nada. Un tipo con un rifle y un uniforme de A&A Minerals le observaba con un sonrisa torcida desde el otro lado. Sin duda debía de ser una escena muy divertida.
—Se han cerrado las fronteras —informó con frialdad—. Alerta médica.
—¿Alerta qué? —preguntó Riordan incorporándose, aún aturdido por el golpe—. ¡No puede dejarnos aquí!
—Es el procedimiento estándar de emergencia —dijo el soldado desde la seguridad que le confería la muralla—. Están en cuarentena.
—Pero eso no nos afecta a nosotros —empezó a decir Guille desde el otro lado—. En la nave tenemos medios.
—Son las normas. —Al alzar el tono de voz, el guarda invocó la presencia de más de los suyos y otros dos uniformados se personaron en el lugar—. Nadie entra ni sale. Debería volver a su nave ahora que todavía tiene la oportunidad.
Guille frunció el ceño y apretó los puños. Un altercado mayor parecía inminente.
—¡Guille! —le llamó Riordan antes de que este empezara con algo que no podía salir bien de ninguna de las maneras—. No pasa nada —dijo, intentando tranquilizarle—. Vuelve a la Valkiria. Habla con Julio, quizás él pueda hacer algo para sacarnos de aquí. ¡Oiga! —llamó al guarda—. ¿Podría decirme, al menos, de qué se supone que nos vamos a morir?
—Gripe verdana —dijo el guarda con sequedad sin apartar la vista de Guille. El impetuoso joven no parecía dispuesto a darse por vencido.
—¿Gripe verdana? —repitió sin dar crédito a lo que oía—. Pero si es una enfermedad estúpida; tiene cura. Tenemos retrovirus en la Valkiria, yo la cogí de pequeño y sigo aquí. ¿Cómo van a cerrar una luna por eso?
—Solo sigo órdenes. Ahora lárguese de aquí antes de que decida que también debe quedarse.
—Guille, déjalo estar —le pidió Riordan—. Esperaremos; consigue que Julio nos saque de aquí.
El muchacho entabló un conflicto consigo mismo. Le miró a los ojos y él intentó tranquilizarle asintiendo con la cabeza. Miró a Tesla y la muchacha sonrió con nerviosismo y asintió también.
—Volveré a buscaros —le prometió.
—No lo dudo —aseguró Riordan.
Le despidieron con la mano hasta que la puerta del trasbordador se cerró tras él.
—¿Y ahora? —preguntó Tesla en un hilo de voz.
—Ahora esperamos.
***
—Gripe verdana… Esto es ridículo.
Llevaban un rato sentados en el suelo, apoyados contra la pared de una de las casas cercana a las instalaciones de comunicación con el muelle espacial. Quería estar cerca por si venían a buscarlos o cambiaban de idea y se olvidaban de la estúpida barrera. La luz mortecina pero constante del planeta dañaba su maltrecha visión y le había provocado una descomunal migraña.
Tesla estaba sentada a su lado; no había abierto la boca ni siquiera para maldecir su suerte aciaga. Observaba, con nerviosismo, las sombras entre las casas y miraba, con esperanza, al cielo, a la espera de ver aparecer el aparato que prometía su salvación.
—No te preocupes —dijo Riordan—, Julio vendrá. Esta enfermedad es una estupidez de críos; nadie se muere de gripe verdana.
«No, nadie se muere de gripe verdana si tiene medicinas y alimentos en condiciones. En un lugar como este, será una maldita masacre».
Tesla asintió y apoyó la cabeza en las rodillas.
—Es un consuelo —dijo sonriendo tímidamente.
Riordan le devolvió la sonrisa. De nuevo sintió la imperiosa necesidad de disculparse por el altercado anterior pero de nuevo temía romper la inestable paz que se había asentado entre ellos. Carraspeó un poco, intentando recordar las palabras apropiadas…
—Tesla —comenzó—, lo siento. Por lo que dije antes; no era mi intención hacerte daño.
—Oh, sí —respondió ella con voz cansada—. Esa era exactamente tu intención.
Riordan agachó la cabeza abochornado. Tenía razón. El único motivo por la que había empezado la discusión era para hacerla rabiar. ¿Y se extrañaba de que hubiera funcionado? Hizo ademán de empezar una disculpa, pero ella no le dejó continuar.
—Sé que era una broma y yo no debí tomármelo así. —Tesla hablaba con voz suave, Riordan tuvo que forzar el oído para entenderla—. Lo siento, tengo que aprender a encajar las cosas de otra forma. Pero es más difícil de lo que parece —continuó diciendo—. Toda mi vida me han marcado estrictamente lo que está bien y lo que está mal. Siempre ha habido una forma correcta de actuar. Las cosas se habían de hacer así. Y ahora… ¡Ahora ya no sé nada! Es como aprenderlo todo de nuevo, como si todo lo que supiera no tuviera ningún sentido… No creo que nunca llegue a encajar.
—Tiene que ser difícil —asintió Riordan—, pero lo estás haciendo muy bien. —Tesla esbozó una tímida sonrisa que le dio pie a continuar—. Supongo que mi caso no tiene comparación, pero cuando llegué a la Valkiria fue como salir a un mundo diferente. Bueno, en realidad fue exactamente eso: salir de un mundo diferente. Los primeros días dormía sentado detrás de la puerta de la habitación, con un cuchillo que había robado en la cocina. Era como lo hacía cuando estaba en casa, nunca sabías quién iba a entrar por esa puerta. Tardé meses en atreverme a dormir en la cama. A no temer a la puerta que se abría.
—¿Y el cuchillo? —preguntó Tesla abriendo mucho los ojos. Riordan contestó con una sonrisa traviesa y se encogió de hombros. El cuchillo seguía allí, por supuesto.
—Tesla, no quiero que estés enfadada conmigo. Ni asustada —añadió recordando su llegada a la Valkiria—. Se supone que tenemos que vivir juntos, no tiene sentido que por un motivo u otro te escondas de mí.
Tesla cerró los ojos, sonrió y asintió con la cabeza.
—Es muy cansado —dijo casi en un susurro—. Odiarte, temerte… estoy cansada. —En verdad parecía agotada—. No puedo culparte por ser cómo eres ni porque tu aparatito se estropeara —dijo haciendo alusión al brazalete inhibidor—. Deberíamos enterrar el hacha.
—¿Enterrar el hacha? —preguntó enarcando un ceja.
—Hacer las paces —se explicó Tesla—. Ojalá pudiéramos volver a empezar: sin feromonas, ni piratas espaciales, ni transformaciones monstruosas…
Muchas cosas para olvidar, sin duda. Riordan sonrió y le tendió la mano.
—Hola —dijo—, soy Riordan.
Tesla le miró perpleja durante un segundo, pero también sonrió y estrechó su mano.
—Hola, soy Tesla. ¡No! —añadió tras una pausa—¡Soy Rebecca! ¡Diantres! ¡Rebecca!
El leónida se rió a carcajadas. Desde que se conocieron, todos la había llamado Tesla antes de saber que en realidad, se llamaba Rebecca. Pero ya era demasiado tarde: para todos era Tesla, aunque ella se empecinara en recuperar su nombre. Se había convertido en un duelo de voluntades que, al parecer, ella había perdido. Pero no parecía muy triste por su derrota y su risa hacía eco a la de Riordan.
Un zumbido eléctrico, como el de mil avispas, les alertó de la llegada del trasbordador. El gigantesco habitáculo rectangular, llegaba siguiendo un trazado luminoso y oblicuo que comunicaba la superficie del planeta con el cercano puerto espacial.
—Vamos —dijo Riordan propinando un enérgico tirón de la mano de la muchacha para ayudarla a incorporarse. Esta se tambaleó un momento —. ¿Estás bien? —le preguntó mientras la sujetaba del brazo
—Sí —asintió ella—. Me he mareado un poco al levantarme de golpe; se me pasará en seguida.
Ella no le dio la menor importancia al asunto y Riordan no insistió en el tema. Pero la muchacha estaba más pálida que de costumbre y parecía agotada. «No es nada», pensó «debe de ser el estrés y el hambre». El rugido de su estómago corroboró su opinión. De todas formas, se prometió mantener un ojo en ella.
***
—Una buena razón, un única buena razón para que no me largue y os deje tirados en esta mierda de asteroide.
Riordan se encogió de hombros, sabía que su estancia en la nave pendía de un hilo desde hacía bastante tiempo. Daba igual lo que él hiciera, daba igual que legalmente fuera su hermano: era caro de mantener y su presencia en la nave comportaba problemas. Lo peor era que no podía culparle por ello. Así que se mordió la lengua y agachó la cabeza.
La situación de Tesla era parecida a la suya. Tampoco tenía fotobiontes, era completamente humana, pero al menos, no daba los problemas que podía ocasionar un leónida fugitivo. Nunca se lo habían dicho, pero estaba convencido de que la decisión de la joven de permanecer en la Valkiria no había sido bien aceptada por el capitán.
—Yo os diré el porqué —continuó con los brazos cruzados, caminando en círculos por el recinto de protección, mientras un guardia armado les observaba desde una distancia prudencial, demasiado lejos para decir que les vigilaba, lo suficientemente cerca como para escuchar su conversación—; porque dejaros aquí sería condenaros a muerte. Y Oma me mataría —añadió como quién no quiere la cosa.
Riordan no pudo evitar una sonrisa: era cierto, su mujer era adorable pero en ciertas cuestiones, era mejor no interponerse en su camino.
—Entonces… ¿Nos sacarás de aquí?
Julio tomo aire.
—No —dijo en un suspiro, agitando la cabeza con pesadumbre. El leónida sintió como su corazón se encogía. Apretó los puños intentando controlar la rabia—. No, lo siento —añadió alicaído—. Han activado el aislamiento médico y no se puede hacer nada hasta que se controle la emergencia sanitaria.
—Pero… entonces…
—Sigo trabajando en ello. Por ahora he conseguido que me dejen daros vuestros abrigos y algunas barritas de comida.
Guille apareció acompañado por uno de los soldados contratados, llevaba un enorme bulto entre los brazos. Riordan reconoció los colores de su cazadora negra y las formas grises del largo abrigo de Tesla. No era lo que había esperado, pero era mejor que nada. La verdad era que hacía frío y que la cosa se pondría peor conforme avanzara la noche. Esas chaquetas podían suponer la diferencia entre morir hoy y morir mañana. El soldado colocó un dispositivo en la barrera y el paquete la pudo atravesar como si fuera un muro de gelatina. El leónida estuvo tentado de agarrar los brazos del soldado y golpearlo contra el muro pero para qué; borrarle su estúpida sonrisa no merecía el riesgo. En lugar de eso, cogió el paquete, le dio a Tesla su abrigo y esperó a que hubiera acabado para tenderle el paquete con comida antes de ponerse él su propia chaqueta.
—La enfermedad no es peligrosa, pero Oma insiste en que no os acerquéis a los enfermos. En teoría, tu todopoderoso sistema inmunitario debería hacerte resistente —explicó Julio—, pero ella no tiene ninguna mejora genética así que… —se humedeció los labios antes de seguir con la explicación.
—¿Así que…? —apremió Tesla, aunque por su voz parecía temer a la respuesta. No podía culparla.
—No lo sabemos —dijo finalmente—. Por si acaso, no te pongas enferma.
—Maravilloso —sollozó.
—No es como si tuviera la solución en el bolsillo —dijo con una mueca, encogiéndose de hombros con un gesto de indiferencia.
¿Qué clase de comentario era ese? Riordan le miró extrañado. Le había parecido apreciar un rápido guiño en el rostro impávido de Guille, pero en Julio no había nada, nada que hiciera pensar en algo más. Sin darse cuenta, metió las manos en los bolsillos, aunque no encontró nada. Quizás…
—Bueno, con un poco de suerte, nos veremos pronto —Julio se despidió levantando el brazo mientras se marchaba. Ni un triste «tened cuidado» o un «buena suerte». Por no decir no dijo ni adiós. Siempre había tenido don de gentes.
Riordan hizo una mueca de desagrado y se despidió de Guille, este no dijo mucho más y apenas hubo una leve inclinación de cabeza, pero en su mirada podía ver la preocupación. La agradeció.
—Ven —dijo a Tesla y, antes de que ella pudiera reaccionar, la rodeó con sus brazos.
—¿Qué haces? —exclamó Tesla escandalizada cuando notó como las manos del leónida se deslizaban por su falda.
—Shhh, no es lo que crees —murmuró en su oído para que los guardas no le oyeran.
Tesla enrojeció visiblemente, aunque no hizo ningún ademán de apartarlo y él pudo seguir buscando entre los pliegues de su abrigo. Para los guardas, no era más que una pareja abrazándose. Incluso le pareció oír un comentario soez. Palpó las caderas de la muchacha intentando no recrearse en ello, si bien una parte de él disfrutaba demasiado. Ella se movió incómoda, pero paso los brazos por su cuello y apoyó la cabeza, acentuando así la impresión de los guardas. Riordan intentó no pensar en su cabello que le hacía cosquillas en la cara, ni en su olor, ¿cómo podía oler tan bien en medio de un basurero? Se centró, no estaba abrazándola, estaba buscando… ¡Menuda mierda de vestuario complicado! ¿Dónde estaban los…? Riordan sonrió.
—Creo que tienes la solución en el bolsillo
***
La noche no se presentaba muy halagüeña. El dueño de la tienda de comestibles les dejaba pasar la noche en uno de los almacenes; impulsado, seguramente, por el sentimiento de culpa. Pero no debía de sentirse ni demasiado culpable ni demasiado agradecido porque el alojamiento que les brindaba no era más que un destartalado cobertizo al que le faltaba parte del tejado.
—Mejor que dormir en la calle —dijo Riordan encogiéndose de hombros.
Por enésima vez, Tesla reprimió el llanto nervioso ante lo desesperado de su situación. Cada vez era más difícil controlar las lágrimas que el cansancio afloraba. Pero, no, no iba a llorar, no tenía sentido hacerlo, tampoco era que fuera a arreglar nada. Además, las cosas no estaban tan mal ¿no? Julio les había dado la tableta donde aparecerían las coordenadas de la cápsula de rescate; solo tenían que llegar hasta ella y volverían a la Valkiria. El plan era sencillo: pasar la noche y mañana salir a la estepa congelada y llegar a dónde fuera que indicara el aparato.
—¿Por qué no nos limitamos a inyectarnos las vacunas? —preguntó, haciendo referencia a los dos viales que habían incluido en el pequeño paquete de bolsillo. Hablar la fatigaba de una forma alarmante, estaba tan cansada…
—Porque no son vacunas, para empezar, son retrovirus y funcionan cuando estás enfermo. Y son caros y es mejor no gastarlos si no es necesario. No te preocupes —añadió al ver su rostro preocupado—. Mañana estaremos bien.
Riordan se acurrucó contra la pared haciéndole señas para que se sentara a su lado. Tesla miró a su alrededor para cerciorarse de que no había una opción mejor antes de ocupar el hueco bajo el brazo del leónida. Antes de sentarse, se quitó el abrigo: una corriente fría le erizó la piel y le provocó calambres en los riñones mientras sus dientes comenzaban a castañear, lo extendió como si fuera una manta y se cubrió con él, cubriendo también a su compañero.
—Gracias —dijo este agradeciendo el gesto con sencillez.
Tesla se durmió acurrucada a su lado. Hasta que fuertes contracciones en el estómago la despertaron con brusquedad. Se levantó corriendo, tambaleándose mientras el mundo se movía a su alrededor, pero consiguió llegar a la esquina antes de devolver la triste barrita de alimentos acompañada por ingentes cantidades de bilis amarillenta. Se retorció de dolor ante cada nueva arcada, sintiendo como la golpeaban sin piedad en la boca del estómago. No había nada más, pero las violentas convulsiones se sucedieron inclementes, mientras las lágrimas humedecían sus mejillas encendidas.
Su repentina huída había despertado a Riordan que ahora la observaba de pies, a unos metros de ella. Tesla sintió vergüenza ante su situación. Se sentía débil y culpable. Intentó esbozar una disculpa pero su garganta ardía irritada por los ácidos del estómago. Quiso caminar pero le costó un cielo: el cuerpo pesaba como si le hubieran colocado lastres.
Él la observó con preocupación. Esperó a que recuperara la compostura y le ofreció un poco de agua antes de acompañarla de nuevo al rincón que habían convertido en su cama. La abrazó en silencio ayudándola a conciliar el sueño.
No dijo nada. Tampoco hacía falta.
La segunda vez que Tesla se levantó para vomitar, Riordan la esperaba con la dosis de retrovirus preparada para inyectársela. Ella no dijo nada y se limitó a descubrir su hombro.
—Mañana estarás mejor —le dijo ayudándola, a recostarse de nuevo sobre su pecho. Tesla asintió con la cabeza, esperando que así fuera. Y se quedó dormida, arrullada por los latidos del leónida.
Pero no pasó mucho hasta que nuevas convulsiones la hicieron levantarse otra vez. La escena se repitió esa noche. Varias veces. Cuando el amanecer los sorprendió, apenas habían dormido un par de horas.
***
No había barreras a ese lado del poblado. La propia luna era una barrera más que suficiente. La única forma de salir de allí era por el puerto espacial, y se habían ocupado de cerrar esa salida. El resto: minas abandonadas y la llanura de piedra y rocas.
El viento frío la golpeó en la cara con una silenciosa bofetada. Los ojos lagrimeaban y podía sentir como la piel perdía su característica elasticidad y amenazaba con romperse en numerosas grietas microscópicas. Se arrebujó en su grueso abrigo de lana agradeciendo, una vez más, haberlo llevado puesto cuando lo que quiera que fuera se la tragó. Después de todo, el invierno en Colorado podía ser muy duro. Tesla lamentó no haber pensado entonces en acompañar su indumentaria con los guantes y la bufanda que solía llevar, así en ese momento no los echaría tanto de menos. Culpa suya, por no ser capaz de prever el futuro.
Allí no había nieve. El Elíseo era un desierto frío, una auténtica estepa congelada; una pedregosa llanura que se perdía allí donde se curvaba el horizonte. Tan solo habían pasado un par de horas desde el amanecer y parte del cielo conservaba los tonos añiles mientras un lucero persistía con tenacidad ante la llegada implacable de los rayos de Eos. El resto del cielo seguía teniendo el mismo color ceniciento del día anterior.
Riordan le tendió una barrita energética y ella se la agradeció, pero la rehusó, incapaz de comer nada. El estómago le daba continuos pinchazos que quedaban mitigados por la presión que sentía en las sienes.
—Tienes que comer algo —insistió Riordan—, tenemos que caminar casi quince kilómetros: necesitas energía.
La señal intermitente de la tableta electrónica les indicaba que la cápsula que debía sacarlos de allí había aterrizado. Solo tenían que llegar a ella y estarían a salvo.
—A salvo —murmuró Tesla, sintiendo que el aire apenas llegaba a sus pulmones—. Me cuesta respirar.
—Hay menos oxígeno, es una luna pequeña: no puede retener una atmósfera más densa. Es lo equivalente a estar a cuatro kilómetros de altura, más o menos. Eso nos pondrá las cosas más difíciles, pero solo son quince kilómetros, Tesla, seguro que puedes hacerlo.
—No me gusta la alternativa —dijo con una mueca que pretendía ser una sonrisa.
Otra vez esa mirada… Él no había dicho nada, pero lo sabía, y ella también lo sabía aunque no se atreviera a decirlo en voz alta, no, entonces sería reconocer que era cierto y eso la aterraba. Tragó saliva y fue una sensación absurdamente dolorosa, tenía la garganta inflamada e irritada. Las lágrimas acudieron a sus ojos, estaban allí, prestas a ser liberadas; de nuevo, las hizo retroceder. Quince kilómetros…
***
 ¿Qué podía decir? Nada, no había nada que decir, no había nada que hacer más que darse prisa y llegar a la maldita cápsula. Sería complicado precisar cuándo se dio cuenta del estado de Tesla: cuando se mareó por primera vez, cuando respondió con voz cansada, o cuando la abrazó y notó que ardía. Y era difícil que él se diera cuenta de eso: la temperatura de un leónida solía estar un par de décimas por encima de la de los humanos normales, así que si él había notado que ella quemaba era porque realmente estaba ardiendo.
«¡Ya tenía que haber funcionado!». Pero no lo había hecho. Nada había cambiado en su estado desde que le había inoculado el retrovirus. No había hecho nada salvo empeorar.
Los kilómetros se reducían con exasperante lentitud. Tesla arrastraba los pies jadeando con dificultad, podía escuchar su respiración entrecortada desde la distancia. Riordan caminaba tres veces cada kilómetro, se adelantaba un poco y volvía atrás para asegurarse que ella le seguía. Intentaba mantener el ritmo de la joven pero la ansiedad le aceleraba y la preocupación le hacía aminorar. Y para colmo de males, la migraña no parecía tener intención de abandonarle.
Estaba en la fase adelantada de su rutina de vaivenes cuando oyó un golpe seco: Tesla se había desplomado. Corrió a su lado, moviéndose con pesadez, su cuerpo no parecía obedecerle como tenía que hacerlo.
—¡Tesla! —dijo ayudándola a incorporarse de nuevo.
—No puedo —contestó ella. La voz se escapaba entre sus labios como un susurro ahogado.
—No, no, no —insistió él sintiendo que se le partía el alma al ver el rostro demacrado de su amiga. El contraste entre la temperatura cálida de su cuerpo y el frío exterior había agrietado su piel: tenía los labios cortados y ensangrentados, la carne viva afloraba entre los pellejos resecos. Sus mejillas parecían surcadas por ríos carmesíes. Sus ojos, enrojecidos, parecían empañados por un velo febril—. Tesla, tienes que caminar, llegaremos pronto —insistió intentado que su voz no reflejara la desesperación que sentía.
Tesla hizo un esfuerzo sobrehumano y se levantó. Riordan la acompañó con un brazo y ella dio un par de pasos antes de volver a caer de rodillas.
—Descansemos un poco —suplicó.
Sería tan fácil: descansar, quedarse quietos… Morir. La estepa parecía inducir a ello. El viento susurraba en sus oídos invitándoles a tumbarse, acunándoles con una nana letal.
—¡No! ¡Tesla, escúchame! ¡No puedes pararte! Ahora no, ya casi estamos —mintió. Apenas habían recorrido cinco kilómetros; faltaban demasiados. Pero no podía, no podía aceptar lo evidente: por mucho que insistiera, Tesla no iba a llegar.
La dejó recostarse en el suelo mientras él intentaba encontrar una solución. Tenía que haber una solución. Tenía una solución.
Al menos había que intentarlo, ¿no? Su instinto de supervivencia le gritaba en su oído protestando con insistencia. Le decía que siguiera, que ella ya estaba muerta aunque aún respirase. Le hizo callar. Odió a su instinto, se odió a sí mismo y una parte de él la odió a ella porque era incapaz de abandonarla.
Buscó a su alrededor pero no encontró nada que le sirviera así que agarró la falda de Tesla y la rompió ayudándose con los dientes. El sonido sibilante de la tela al rasgarse apenas hizo que Tesla murmurara desde su estado de semiinconsciencia al que el cansancio y la fiebre la habían relegado. Protestó algo incoherente cuando Riordan ató sus manos con una lazada amplia, pero no dijo nada cuando repitió la maniobra con sus rodillas. Riordan se colocó entre las piernas de Tesla y pasó la cabeza por el hueco entre los brazos, finalmente, ató las cuerdas entre sí. Ya estaba, Tesla se había convertido en una mochila, una mochila de unos cincuenta kilos pero… ¿Qué era eso para un leónida?
Expulsó el aire de sus pulmones y los llenó de nuevo. Balanceó el bulto hasta conseguir acomodarlo, agarró las piernas para intentar distribuir el peso y comenzó de nuevo a caminar.
Un paso primero, después otro. No pensar. Caminar.
No pensar porque si pensara se daría cuenta de que apenas podía respirar. Se daría cuenta de que sus labios también se habían cortado con el viento y que ese regusto salado que notaba cada vez que se pasaba la lengua por ellos, era su propia sangre. Si se parara a pensar, sería consciente del dolor que le provocaban las agujas que parecían clavarse en sus articulaciones. No, definitivamente no iba a pensar, y no iba a pararse aunque su estómago se doblara sobre sí mismo golpeando en su plexo solar como si fuera una puerta que debe abrirse, o aunque sus ojos se empeñaran en ver a través de una neblina que no existía.
Él no estaba enfermo. Él llegaría. Él los salvaría a los dos.
Seguro.
***
El pelo en la cara le hacía cosquillas, apenas podía respirar y eso no ayudaba mucho, pero era una sensación agradable. Se obligó a abrir los ojos. Solo los había cerrado un momento, solo había sido un momento, podría volver a caminar.
Estaba en el suelo. Estaba atada. Estaba en el suelo atada a la espalda de Riordan, era su pelo rojizo lo que acariciaba su cara.
Y Riordan no se movía.
Tesla tragó saliva.
—¿Riordan? —llamó. No contestó. Las lágrimas se apelotonaron en su dolorida garganta —. ¿Riordan? —repitió. Una a una, las gotas saladas se deslizaron por su rostro, ya no había nada que las parara —. Respóndeme, por favor. Por favor…
Aprisionado durante demasiado tiempo, el llanto salió liberado en un grito visceral. Un grito que se llevó el viento.
Después solo hubo silencio.
***
El pitido intermitente taladraba sus tímpanos y se introducía en su cerebro. Había más ruidos: un zumbido estático, algún pequeño motor eléctrico, un continuo goteo y una respiración. Su respiración.
Riordan llenó sus pulmones con dificultad, solo para ser consciente de que era capaz de hacerlo. Y lentamente, separó sus párpados, enganchados por pestañas resecas, y abrió los ojos. La cálida penumbra le recibió con los brazos abiertos.
—Buenos días —dijo una dulce voz familiar—. Nos tenías preocupados.
Quiso hablar pero no pudo. Notaba su garganta reseca e hinchada y la boca pastosa. Intentó levantar la mano pero al hacerlo, las agujas insertadas en sus brazos le hicieron cambiar de opinión.
—Tranquilo —dijo Oma con su sonrisa más maternal, sus enormes ojos brillaban como si fueran espejos: había estado llorando. Eso no era bueno—. Te recuperarás, pero no hay que apresurarse.
 No lo entendía… Solo era gripe Verdana; un triste resfriado.
—¿Cómo…? —logró pronunciar a duras penas.
—Guille bajó en la cápsula; insistió en ello. Os localizó por la tableta y consiguió sacaros de allí. —Oma se detuvo y tomó aire, sus ojos eran tan grandes que se podía apreciar las lágrimas que afloraban sin llegar a caer—. No era gripe Verdana, ¿sabes? —dijo. Su voz temblaba de rabia mal disimulada—. No era gripe verdana. Ninguna gripe verdana actúa así, ni tan rápido ni tan… letal. —Eso no le gustaba, se agitó inquieto intentando pronunciar una nueva palabra. Junto los labios pero no surgió ningún sonido y Oma continuó hablando—. Marcos dice… Ya sabes cómo es Marcos, siempre cree que hay motivos ocultos y conspiraciones en las sombras, pero esta vez le creo. ¡Pero no puede ser! ¡Es demasiado…! —Tomó aire antes de continuar—. A&A Minerals quería cerrar la explotación del Elíseo, pero está obligada por ley a mantener las rutas comerciales con las zonas habitadas aunque esas rutas sea deficitarias. Si el planeta no está habitado… —Oma no continuó, no hacía falta.
—T-tesla —dijo Riordan tras un esfuerzo sobrehumano.
Oma le miró y dibujó una triste sonrisa.
—Está a tu lado. —El leónida movió el cuello lo suficiente para ver la silueta de su compañera en la camilla vecina. Incontables cables salían de su cuerpo mientras una máquina emitía una parpadeante luz roja que acompañaba el odioso pitido—. Sigue inconsciente. Temimos por su vida; su organismo no está preparado para ninguna de nuestras enfermedades y esta era una variedad nunca vista; pero conseguí estabilizarla y creo que se pondrá bien. Con tiempo.
Riordan tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Ahora descansa, ya acabó todo —la doctora se inclinó y le besó en la frente antes de salir de la habitación apagando las luces tras ella.
Riordan suspiró, respiró tranquilo y sonrió. Amparada por la oscuridad, una lágrima silenciosa, demasiado tiempo contenida, surcó su mejilla.


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