La pelota volvió de nuevo tras
ser arrojada contra los enormes contenedores metálicos que amurallaban el
interior de la cubierta de carga. Guille estaba enfadado y descargaba su ira
arrojando de nuevo la esfera de goma. Sabía que su padre detestaba ese ruido. ¡Qué
se fastidiara! Él solo le había pedido que le dejara salir de la Valkiria, solo
eso. Sparta estaba al otro lado de la puerta. Pero no, «Las Termópilas no es
lugar para un niño —había dicho—. No es lugar para nadie». Y lo había encerrado
en su cabina. ¡Encerrado como si fuera un bebé! Todavía no habían partido, pero
solo era cuestión de tiempo. Y una vez más, él se quedaría sin bajar de la
nave. Tantos mundos visitados y ninguno visto.
—No me extraña que Julio se largara —dijo
enfurruñado, sintiendo una punzada de añoranza.
Ya hacía casi un año que su
hermano mayor se había marchado sin dar ninguna explicación que él supiera.
Desde que se había ido, la Valkiria se había convertido en un sitio muy
silencioso. No era que echara de menos las continuas discusiones entre su padre
y su hermano. No, echaba de menos esos buenos ratos en los que los tres reían
de cualquier tontería. A su edad, era perfectamente consciente de que esos
momentos que él atesoraba habían sido raros y anecdóticos, pero eran todo lo
que le quedaba. Ni siquiera recordaba los motivos de las discusiones.
La pelota regresó reclamando de
nuevo su atención. Guille la cogió y la volvió a lanzar impulsado por la
inercia.
—Atención. Se detecta una violación del perímetro de seguridad de la
cubierta de carga. Atención.
La voz metálica de la IA de la
nave le sacó de su ensoñación. La cubierta de carga era donde él estaba. Tragó
saliva y se quedó completamente quieto. Cuando la pelota regresó, no había
nadie para recogerla y se alejó botando por el pasillo.
Oyó ruidos y pasos que provenían
del pasillo vecino. Guille se agachó y apoyó la espalda contra uno de los
contenedores de metal. Su corazón latía tan rápido que parecía que iba a
salirse de su pecho en cualquier momento. Terror; dirían los que no le
conocieran. Los que sí lo hacían sabían que era de emoción. Su sentido común le
decía que debía salir de allí y avisar a su padre; él sabría qué hacer. Nunca
hacía caso a su sentido común.
Había oído muchas cosas de los
leónidas, muchas, y ninguna era buena. A veces creía que su madre se había
inventado esas historias para atemorizarlo y hacer que se portara bien.
«Acábate la leche de yugul o vendrá un leónida y te comerá. A los leónidas no
les gustan los niños flacuchos pero les encantan los fotosintéticos flacuchos,
es lo más parecido a comer espinacas». La buena mujer lo había intentado con
todas sus fuerzas, pero lo único que había conseguido era alimentar su
curiosidad.
Guille asomó la cabeza tras la
esquina y la volvió a esconder rápidamente. No había visto a nadie. Tomo aire y
sacó de nuevo la cabeza. La alarma de la Valkiria no hacía más que retumbar por
toda la nave, así que pronto estarían todos allí: su padre, su tío, incluso la
tonta de la nueva doctora. Solo tenía que permanecer oculto, pronto llegarían
para ayudarle. Si tenía cuidado, no le vería nadie. Eso se le daba bien, pasar
desapercibido. Solo tenía que avanzar poco a poco, sin hacer ruido. Podía
llegar hasta donde estaba el intruso, pillarle in fraganti... Su corazón
saltaba fuera del pecho de la emoción que le embargaba: ¡Iba a ver a un
auténtico leónida!
Sonrió henchido de orgullo: era
muy valiente. La mayoría de niños saldrían corriendo, pero él no, él era
Guillermo Santacana y no tenía miedo de nada. Se escurrió por el pasillo
intentando hacer el menor ruido posible. Avanzó con pasos cortos y la espalda
pegada, enganchada a las paredes metálicas del improvisado corredor. En uno de
esos sigilosos pasos, patinó y perdió el pie. Aguantó el equilibrio agitando
los brazos y suspiró aliviado al ver que había conseguido no caerse. Contuvo la
respiración y se incorporó muy despacio, intentando evitar el más mínimo
sonido. Volvió la vista al suelo y descubrió el rastro sanguinolento con el que
había resbalado. Sangre. Mucha. Un inconfundible camino teñido de rojo.
Una pátina de sudor frío se
formó en la frente de Guille. Al mismo tiempo, un escalofrío recorrió su nuca,
erizando el vello de sus brazos. Vale, ahora sí estaba asustado. Se acurrucó lo
más que pudo contra la pared y tragó saliva. Pensó en dar la vuelta, pero sus
piernas se negaron a responderle. Y su hubiera podido habría echado a correr,
pero no podía; se había quedado petrificado.
Tenía que calmarse. Nadie le
vería. En breve, llegarían su padre y su tío y todo estaría bien. Solo tenía
que permanecer en silencio. Su respiración se había convertido en un sonido
atronador capaz de igualar al de un motor. Pero incluso a través del estruendo
de su propio corazón, fue capaz de escuchar algo más. ¿Qué era eso? Un resuello
inconstante, un jadeo entrecortado y un… ¿llanto?
Los muros de contenedores
apilados obstaculizaban gran parte de la iluminación de toda aquella sala. Esa
zona, en concreto, estaba sumida en sombras. Cada uno de los músculos de su
cuerpo le gritaba que se había equivocado, que era un estúpido y que tenía que
salir corriendo. Pero la curiosidad era poderosa y tiraba de sus entrañas como
el anzuelo tiraba del pez, arrastrándolo sin remisión, a sabiendas de que al
final estaba la muerte. Guille asomó la cabeza.
Entonces lo vio.
O al menos, parte de él. Unos
pies menudos y sucios, patinaban sobre la superficie ensangrentada esparciendo
el rastro. Era lo único que podía ver, su dueño estaba sentado en una esquina,
amparado en la oscuridad. Guille pudo distinguir dos pupilas refulgentes como
los ojos de un gato. Retrocedió asustado, pero no dio más de un par de pasos.
Fuera quien fuese el que estaba allí, estaba herido.
Una mano temblorosa asomó desde
el rincón. Esgrimía un pequeño cuchillo, poco más que un cortaplumas, pero de
la delicada hoja goteaba líquido carmesí resbalando por la empuñadura.
—¡Guille, aléjate! —rugió
su padre apareciendo a su espalda. Su tío Marcos le seguía de cerca.
—Papá —respondió sin
moverse del sitio—, está herido.
Marcos enfocó la esquina con una
poderosa linterna. El leónida aulló de dolor al verse súbitamente cegado por el
haz de luz. Utilizó ambas manos para taparse los ojos, dejando caer la hoja. El
brusco movimiento le arrancó un angustioso alarido y se apresuró a volver una
de las manos a su abdomen.
—Joder —murmuró
Marcos—. Es un niño.
Era cierto. Solo un niño. No
debía de ser mucho mayor que Guille, al menos, no era mucho más alto. Delgado,
pero no desnutrido ya que se le podía contar cada uno de los músculos de su
cuerpo. Estaba cubierto de sangre. Si propia o ajena, era difícil de saber en
ese momento.
Emilio desvió la linterna de
Marcos lo suficiente para dejar de cegar al muchacho. Se acercó con precaución
e indicó a Guille que retrocediera.
—No vamos a hacerte
daño —dijo mostrando las palmas de las manos.
Si el niño le entendió no dio
muestras de ello. Se veía a distancia que respiraba con dificultad y temblaba
violentamente. Intentó arrimarse más a los contenedores, y si hubiera podido,
habría atravesado la pared. Estaba asustado. Muy asustado. Y si había algo más
peligroso que un leónida, era un leónida asustado: nunca sabías lo que podía
hacer.
Desde luego, a nadie se le pasó
por la cabeza que el muchacho fuera atacarlos pero lo hizo. Con una agilidad
sobrehumana, agarró el cortaplumas que había dejado caer y se levantó
atravesando el aire con su arma. Pero el gesto había agotado su energía y se
desplomó a sus pies.
—¿E-está muerto? —preguntó
Guille volviéndose de un verde apagado.
—No —contestó su padre. Se
había arrodillado al lado del extraño niño y comprobaba el pulso en su
cuello—. Solo está inconsciente.
—¿Está muy grave?
—No lo sé —dijo Emilio
negando con la cabeza. Miró a Marcos y este asintió y preparó el arma. El
capitán de la Valkiria agarró al leónida por los hombros y lo giró haciéndole
rodar por su costado.
Guille cayó al suelo con el
rostro desencajado por la impresión y gritó.
Marcos pronunció alguna
maldición.
—Val —llamó Emilio,
manteniendo la calma—. Que la doctora Oma se presente inmediatamente en la
cubierta de carga con material para emergencias médicas.
El niño estaba inconsciente,
pero lo extraño era que no estuviera muerto. Al caer desplomado, la presión que
ejercía con su brazo sobre el abdomen había desaparecido y sin nada que las
contuviera, las tripas se desparramaron por el suelo.
***
El gigante carmesí aparecía amenazador, cubriendo casi la totalidad de
las vistas de la cubierta solar. La superficie estaba casi totalmente cubierta
por océanos cargados de minerales que le conferían un característico tono rojo.
La leyenda hablaba de un planeta bañado en sangre y, dejando de lado las
comparaciones morbosas, la imagen era bastante apropiada.
El pequeño continente habitado aparecía tímidamente delimitado en
negro. Tierra negra, agua roja. Decían que Sparta era el infierno y no era por
sus colores.
Guille sentía que no cabía en sí de la emoción. Sparta… por fin. La
última vez que lo había visto apenas tenía diez años y entonces no sabía lo que
sabía hoy. Habían partido corriendo, no habían vuelto. Hasta ahora. Esta vez
nadie le impediría que saliera de la Valkiria y viera la estación espacial. «¡Y
las leónidas!»
Con una amplia sonrisa, tiró la pequeña pelota al aire recordando la
última visita. Riordan la interceptó al vuelo sacándolo de su ensoñación.
—Sparta —dijo.
—Sparta —contestó Guille intentando, sin mucho resultado,
contener su nerviosismo.
—Solo ten cuidado, ¿vale?
—¡Eh, tranquilo! No es como si alguien quisiera matarme.
Además —añadió encogiéndose de hombros—, tampoco es que Julio me deje
hacer mucho. Cargar los paquetes y regresar. Tendré que suplicar para que me
deje tomar una copa en la taberna.
Riordan sonrió. No tenía buena, cara pero apenas hacía una semana que
había salido de la enfermería tras sufrir una extraña enfermedad. De todas
formas, pensó Guille, su aspecto era infinitamente mejor al que tenía cuando
salió del planeta. Al menos tenía todas las tripas dentro de su cuerpo.
—¿Cómo son ellas? —Se atrevió a preguntarle—. Las mujeres
leónidas, ¿cómo son?
Riordan se encogió de hombros.
—No tengo ni idea —confesó—, nunca he estado con ninguna. Dejé el
harén con ocho años.
—¿El harén? —exclamó Guille con los ojos desorbitados.
—El harén es la zona del clan donde viven las mujeres con los niños.
¿Qué demonios creías que era?
—Nada, nada —se apresuró a aclarar. Por un momento, las imágenes
de hermosas mujeres bailaron ante sus ojos agitando los velos transparentes que
apenas cubrían su desnudez—. Nada.
***
—¡Val! —rugió Julio—. No encuentro a Tesla. ¿No se suponía
que estaba aquí?
—Afirmativo. Se detecta la
presencia de Tesla en la cubierta de mantenimiento número cuatro.
—Pues no la encuentro —dijo mirando a su alrededor. No es que
hubiera mucho sitio para esconderse. Era, como todas las cubiertas de
mantenimiento, un habitáculo estrecho y largo con motores, y tuberías y cosas
que hacían mucho ruido. Él odiaba la mecánica. No necesitaba saber de mecánica.
Solo necesitaba saber que las cosas funcionaban.
—Estoy aquí.
La voz venía de uno de los conductos laterales. Una trampilla se abrió
y primero un pie, después otro y, poco a poco, el cuerpo de la muchacha
apareció por la obertura. Iba vestida con un mono de trabajo que le quedaba
varias tallas grande. Probablemente fuese de Guille. Lo había atado con algún
tipo de brida para ceñírselo a la cintura y evitar tropezar con él. Estaba
cubierta de grasa de los pies a la cabeza. Las manchas oscuras remarcaban su
alarmante palidez.
—¿Qué demonios crees que haces? —preguntó el
capitán—. Deberías estar en la enfermería, Oma está muy preocupada.
—Lo siento —dijo, y parecía sincera—. Pero ya me encuentro
bien y no dejo de pensar que soy una carga para vosotros. Así que he pensado
que lo menos que puedo hacer es arreglar algunas cosas.
—¿Algunas cosas? —No era que no estuviera de acuerdo con ella, ni
mucho menos, pero no acababa de ver claro en qué podía ayudar una chica
flacucha y curiosa como ella. Desde luego, no era de demasiada ayuda en una
nave mercante. ¿Y qué demonios sabía ella sobre naves espaciales? Temía los
daños que podía ocasionar por hurgar donde no debía.
—Había una avería en el sistema de circulación de frelio. Por eso no
hay agua caliente en estribor —explicó con una mueca—. Pero la he
localizado y he hecho un pequeño apaño que hará que funcione, pero necesitarías
conseguir una pieza como esta —dijo, enseñándole algo que parecía un pequeño
ventilador con varios cables y un par de lucecitas que en ese momento estaban
apagadas—. He estado estudiando —añadió al ver la cara de
desconfianza de su capitán—. Llevo mucho tiempo en cama así que he estado
estudiando y… Val me está ayudando. ¿Verdad?
—Afirmativo. Las reparaciones de
Tesla tienen una base lógica muy sólida.
Tesla se hinchó de satisfacción ante el cumplido de la IA.
—He estado buscando planos y diagramas tanto de los modelos cipsela
como de la mayoría de robots de mantenimiento —continuó
explicando—. La verdad es que son mucho más sencillos que los esquemas de
mi padre.
—Bien —Se vio obligado a admitir. El mecánico de la estación les
habría sacado un riñón por la reparación—, buen trabajo. Pero no te esfuerces,
¿vale? A Oma le daría un ataque si recayeras.
—He visto que no funciona ninguno de los robots de limpieza.
—¿Esos trastos? ¿Todavía siguen aquí? Pensé que ya los habíamos
vendido como chatarra.
—Los he encontrado —dijo Tesla con una sonrisa traviesa que le
decía que en realidad, nunca habían estado perdidos—. Creo que puedo
repararlos. ¿Me dejas intentarlo?
—¿Reparar los Vklin? Claro —dijo Julio—. ¿Por qué no? Por
cierto —añadió recordando el motivo inicial que le había llevado a buscar
a Tesla—. Supongo que no necesito repetirte que no puedes salir de la
Valkiria, y que si por lo que fuera alguien entrara, sería mejor que no te
vieran.
—Lo sé —contestó ella asintiendo con la cabeza. Normalmente era
la primera en querer salir de la nave, pero los leónidas la aterrorizaban; no
podía culparla.
—Me preocupa que Riordan quiera bajar a puerto.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó, encogiéndose de hombros.
—Nada, solo procura no dejarlo solo mucho rato, ¿vale? Hay gente
detrás de él; gente muy poderosa.
—Lo sé —dijo frunciendo el ceño—, me he estado informando de los
asuntos de política spartana. Son unos animales…
—Bueno… —comenzó Julio.
— … matan a todos los varones del clan rival. ¡A todos! ¡Incluso a los
bebés! Es una salvajada. Tuvo suerte al escapar.
—Él no es un santo, lo sabes, ¿no? Su padre había hecho lo mismo antes
y no creo que él tuviera muchos problemas en hacerlo si estuviera en su
situación.
El rostro de Tesla se ensombreció. No dijo nada más. A pesar de su
silencio, Julio sabía que no le había creído.
—¿Sabes por qué los matan? —preguntó sospechando la respuesta.
—¿Porque son unos salvajes? —contestó ella.
—Sí, también por eso —concedió Julio—, pero es por el Derecho de
Desafío. ¿Sabes lo que es el Derecho de Desafío? —Tesla negó con la cabeza
y Julio suspiró—. Me lo imaginaba. Hay dos formas de conseguir el control
de un clan. La primera es la más obvia: atacas y ganas. Ya sea mediante un
ataque directo o mediante ardides y artimañas. La guerra se gana cuando no hay
nadie que pueda presentar el desafío.
—Cuando todos los varones han muerto.
—Exactamente. Y eso nos lleva a la segunda forma de conseguir el
control de un clan: desafiando y ganando al cabeza de clan. Tienes que ser
reconocido como hijo por cabeza de clan, vivo o muerto. Llámalo elitismo, si
quieres. Pero en Sparta, como en la mayoría de mundos, importa mucho de qué
cuna vengas.
—¿Y qué pasa cuando se gana el desafío? —preguntó Tesla.
—Pues que todo lo del vencido es del vencedor. Sus esposas, sus
hombres, sus propiedades incluso sus hijos y sus hermanos. Aunque entenderás
que siendo a su vez descendientes de cabezas de clan y candidatos a quitártelo
todo, acabarás con ellos antes de que den más problemas. —La muchacha no
dijo nada, quizás había encontrado algo de fría lógica en la matanza de
bebés—. Normalmente, el desafío se da entre miembros del mismo clan así
que no hay matanzas. Suele derivar en la escisión de una gran casa y cada
hermano funda su propio clan.
—Menos mal…
—Y muchas veces, a los padres les entra la locura por la supervivencia
obsesiva y se dedican a matar a sus hijos. O los hermanos se dedican a dejar
clara su posición entre ellos; no sea que el niño nuevo resulte un problema.
Así que hay cientos de mujeres leónidas que abandonan a sus niños en el
espacio. Y cientos de buscadores que los devuelven a su casa por ingentes
cantidades de dinero. Los niños vivos son amenazas; nunca sabes cuando van a
volver a reclamar su clan.
—¡No puedes estar hablando en serio! ¿Cómo diantres queda gente viva
en ese planeta? —exclamó Tesla aún más escandalizada.
—Es una buena pregunta —admitió Julio conteniendo una risa
sarcástica—. Todo estos… problemas, solo afectan a las casas de Clan. El
resto son obreros en las minas, con esposas e hijos y no suelen matarse entre
ellos. Al menos, no muy a menudo. Pueden matarse por las mujeres, por la
bebida… Pero no por política. A estos les importa una mierda quién sea el
patrón o la casa dominante mientras puedan llevar comida a su casa.
—Es complicado…
—La política siempre lo es.
Tesla esbozó una media sonrisa.
—Mi padre habría dicho que el cerebro de una mujer no está hecho para
comprender la política.
—Pues debo de tener un lado femenino muy desarrollado —comentó
Julio, acompañando sus palabras con una risa queda. La muchacha también rio.
¿Habría quedado clara toda la situación? ¿Era Tesla consciente del
peligro que corrían? No solo Riordan; todos.
—Sé lo que estás pensando —dijo Tesla, con el semblante
ensombrecido—. Él no lo hará. No quiere volver a Sparta, le importa un
comino todo ese asunto de las casas. No lo arriesgaría todo por algo que no
quiere.
Julio la miró a los ojos. Ella mantuvo la mirada desafiante. Su fe
ciega era alarmante.
—¿Estás segura de ello? —preguntó. Ella afirmó con
vehemencia—. ¿Sabes lo del tatuaje? El tatuaje que tiene en la nuca, lo
único que demuestra quién es su padre. —El labio inferior de la joven
empezó a temblar. Aunque mantenía la mirada, ya no tenía ese brillo
desafiante—. Dime Tesla, si no quiere reclamar lo que le pertenece… ¿por
qué no se lo ha quitado?
***
—¿Vivirá?
—N-no lo sé —confesó la
doctora. La situación le estaba pasando factura. No debía de haberse encontrado
en muchos escenarios de emergencias. Se frotaba las manos con nerviosismo, sin
darse cuenta de que estaba esparciendo la sangre por todas partes. Se apartó el
pelo que entorpecía su visión dejando una línea roja dibujada a la altura de su
frente—. No parecía haber daños así que los he puesto en su sitio y le he
criosoldado la herida. Le he puesto antibióticos para prevenir una infección.
—¿Y? —preguntó Emilio
enarcando una ceja, esperando un veredicto que se demoraba.
—N-no lo sé —repitió,
parecía al borde del llanto—. Yo nunca… depende de él. Puede que aparezca
alguna necrosis, estaré aquí por si hay complicaciones, pero no puedo asegurar
nada.
—Bien.
—Tenía un corte profundo en el
antebrazo izquierdo. También lo he criosoldado, pero…
—¿Pero? —dijo enarcando una
ceja.
—Toda esa sangre… Estaba bañado
en sangre; es imposible que toda sea suya.
Emilio Santacana no dijo nada.
No era un hombre de muchas palabras. Adoraba el trabajo bien hecho y mantenía a
su familia-tripulación bajo una especie de estricta comandancia jerárquica que
no siempre daba los frutos que el quería.
—Capitán —dijo la doctora
reclamando su atención. También ella parecía atemorizada, era la única que no
era de la familia y desde luego ya no estaba en Óptima; la Valkiria era un
mundo en sí misma—. ¿Quién es? Y si… —Tragó saliva antes de
continuar—. ¿Y si vienen a buscarlo?
Emilio frunció el ceño. Eso era
un gran inconveniente. Dejó a la doctora gesticulando y avanzó con veloces
trancos por los pasillos de la Valkiria hasta llegar a la cubierta de carga.
Recorrió el suelo con la mirada
y frunció aún más el ceño cuando encontró el inconfundible rastro de sangre que
el muchacho había dejado en su desesperada huída. El rastro llegaba hasta la
puerta. Tenía que continuar al otro lado.
—Val, abre la compuerta de
personal de la cubierta de carga —dijo—. Y envíame urgentemente a un
limpiador de residuos.
—Compuerta de personal abierta en dos, uno… El bot limpiador V2klin
está averiado y está fuera de servicio en este momento. El V3klin está en la
enfermería llevando al cabo tareas de desinfección.
—Trae al V3 aquí
ahora —gruñó Emilio. Sus sospechas estaban justificadas, el rastro de
sangre conducía directamente a la Valkiria señalándolos con una diana en el
pecho—. ¡Mierda! —Se quitó la chaqueta y empezó a frotar con vigor la
superficie embaldosada. Pero lo único que hizo fue esparcir la mancha.
—No se irá así —dijo una
voz desde algún punto del embarcadero.
Emilio palideció y se incorporó
de un salto. Escrutó con detenimiento a su alrededor, intentando localizar la
procedencia de la voz. Contenedores vacíos se amontonaban en el hangar privado
que tenía la Valkiria dentro de las Termópilas. Era el sitio perfecto para que
alguien se escondiera si no quería ser visto. Este no parecía ser el caso de su
interlocutor. Bajó de un salto y aterrizó limpiamente a unos metros del capitán
de la Valkiria.
No era más que un muchacho. No
parecía mayor que Julio, claro que, para un leónida, eso podía significar tres
mujeres, siete hijos y más cadáveres a sus espaldas de los que podría contar.
Pelo largo y oscuro y unos ojos negros enmarcados por espesas pestañas que
parecían dibujadas. No era muy alto. De hecho, parecía condenadamente pequeño
para ser un leónida. No estaba transformado. Eso no era bueno. «Desconfía de
aquel que no muestra sus garras», rezaba un proverbio leónida, y en ese momento
cobró sentido. Todo en ese joven enclenque y menudo, gritaba peligro.
—¿Está vivo? —preguntó.
Emilio tragó saliva y pensó
antes de contestar, calculando cada una de sus palabras.
—No sé a qué te refieres.
El leónida le miró, agitó la
cabeza y arrugó el entrecejo con una mueca de fastidio.
—No te molestes —dijo
mostrando el espacio vacío tras su oreja—. Ya no llevo receptor Wernicke. No
tengo ni la más remota idea de lo que intentas decirme, pero sé que tú me
entiendes perfectamente. Y sé que Riordan está en tu nave.
Al menos ahora conocía el nombre
del niño. Para lo que le iba a servir…
—Esto podría acabar muy mal, lo
sabes ¿verdad? Tienes dos opciones: darme al chico vivo, o dármelo muerto. No
importa cómo, no supondrá una gran diferencia.
Algo se retorció en el interior
de Emilio. Si el chico moría no importaba: era lo que querían. Pero si vivía
rematarían su trabajo. De cualquier forma no se lo podía entregar. Emilio tenía
un estricto código del honor, unas directrices que separaban lo que estaba bien
de lo que estaba mal. Sabía que tenía que proteger a su familia, pero no podía
creer que para ello tuviera que matar a un niño inocente.
—Dudas —dijo el léonida con
un leve matiz de sorpresa en su voz—. Esto no me lo
esperaba —confesó—. Es sorprendente…
Emilio cerró los ojos mientras
sopesaba sus posibilidades. Él, que empezaba a resentirse de los achaques de la
edad, contra un leónida, aunque no estuviera transformado, tenía pocas
posibilidades. Nunca había visto al niño. Les había atacado. Podía haber hecho
daño a Guille. Y sin embargo, recordaba sus ojos. Sus ojos oscuros como pozos
sin fondo. Sus ojos suplicaban.
—Hay otra opción —dijo el
extraño leónida, parecía… confuso—. Puedes coger a Riordan y llevártelo de
aquí. Ahora. Lejos. Y no volver.
—¿Qué? —preguntó Emilio, no
podía creer lo que había oído. ¿Así? ¿Sin más?
—Llévatelo —repitió como si
le hubiera entendido—, llévatelo ahora. Lárgate. No esperes a repostar. Si no
te marchas ya, no podrás irte nunca. La tormenta ha empezado en Sparta y pronto
llegará a las Termópilas.
Emilio no esperó a que el
leónida cambiara de opinión. Entró corriendo en la Valkiria cerrando la puerta
tras él.
—Val —gritó—. Prepara
protocolos de salida; nos vamos.
—Aún falta tres horas para nuestro turno de repostaje…
—¡No importa! Desplegaremos todo
el vilano si hace falta. Ya repostaremos en una de las estaciones de paso. ¡Nos
vamos ahora mismo!
***
Esa noche la casa Luna-Roja, el
clan dominante en el planeta Sparta, desapareció por completo. La historia de
su derrota habla de traiciones engendradas en las sombras. No hubo gloriosas
batallas ni grandes conquistas. En una noche, los grandes guerreros cayeron
acuchillados por sus esposas y degollados por aquellos que les habían jurado
lealtad.
Ninguno de los varones
sobrevivió a la caída para presentar su Derecho de Desafío a los nuevos señores:
la casa Mar-en-Calma.
Ninguno.
O eso creyeron.
***
Tesla frunció el ceño y pegó
una patada al pequeño bot que intentaba reparar. No podía concentrarse. ¿Y si…?
No. Rechazó la idea y sacudió la cabeza como si así fuese más fácil expulsarla.
Agarró de nuevo el destornillador y se acercó de nuevo el pequeño aparato
limpiador mientras el tablero electrónico mostraba una serie de circuitos.
Estudió el cableado y suspiró. Como atendiendo a sus pensamientos,
Riordan apareció por la puerta.
—Veo que has decidido cambiarte de ropa —dijo con
sorna—. ¿Qué estás haciendo? —preguntó, agarrando la máquina.
—Sí, me he cambiado de ropa porque rompiste mi vestido
¿recuerdas? —replicó Tesla, recuperando el robot de las manos del
leónida—. Estoy arreglando los bots limpiadores.
Riordan la miró y enarcó una ceja. Parecía de buen humor. Tesla
intentó mantenerse seria, pero no pudo.
—Estoy “intentando” arreglar los bots —reconoció, poniendo
especial énfasis en la palabra intentar—. Te veo de buen humor ¿qué pasa?
—¿Por qué no iba a estarlo? —dijo con una sonrisa.
Tesla se dio cuenta de que evitaba mirarla a los ojos. Ese sencillo gesto
caló en su alma como una mano helada. Apreció algo más tras sus palabras, algo
que no decía. ¿Recuerdos? ¿Decisiones? ¿Temores futuros o pasados?
—¿Por qué…? —Tesla dudó un momento, pero se armó de valor e
impregnó su voz con un tono de acero—. ¿Por qué conservas el tatuaje?
La expresión que se dibujó en el rostro de Riordan fue como si le
hubieran pegado un puñetazo. Primero sorpresa, después furia y luego tristeza
se manifestaron en tan solo unos instantes sin irse del todo ninguna de ellas.
—¿Qué sabes tú…? —empezó a decir, pero cambió de
opinión—. Déjalo estar.
Se dio la vuelta e hizo ademán de zanjar la discusión con una retirada
estratégica, pero Tesla se interpuso entre él y el pasillo.
—¿Piensas reclamar el Derecho de Desafío? —preguntó sin tregua.
No, no se iba a ir sin contestar a sus preguntas. No se lo permitiría.
—Tesla, déjame pasar.
—Contéstame.
—Puedo quitarte de ahí sin mucho esfuerzo —señaló.
—Puedo volver a ponerme. La nave no es tan grande. Contéstame.
¿Volverías? ¿Lo arriesgarías todo por volver allí?
—¿Y tú? —La sorprendió fijando en ella sus ojos negros de fondo
plateado, acercando tanto sus labios que casi podía sentir el roce de su
aliento—. ¿Volverías a tu casa?
—No puedo volver a mi casa —dijo con hilo de voz, incapaz de discernir
si el leve temblor que se había adueñado de su cuerpo era de emoción o por la
proximidad del leónida.
—¿Y si pudieras? Imagínate por un momento que se abriera una ventana
en el espacio y en el tiempo y pudieras volver a tu casa. Olvidarte de todo lo que
has pasado aquí: de la Valkiria, de Guille, Marcos, Julio, Oma… Olvidarte de
mí. Pero estarías allí, en tu casa, en tu mundo, con tu familia. ¿Qué harías,
Tesla?
—N-no lo sé —confesó Tesla tras un incómodo silencio. Un mes
antes habría dicho que querría volver a toda costa; ahora no podía contestar.
No con él a dos centímetros de su cuerpo. Era difícil concentrarse en una
respuesta cuando ella misma se dividía entre dar un paso hacia atrás,
retroceder, o hacia delante, con todo lo que ello implicaba.
—Imagínate que entonces se cierra la ventana y tienes que escoger: tu
mundo o el nuestro.
Tesla no dijo nada y entonces recordó. Recordó la cara de orgullo de
su padre cuando ella consiguió arreglar su primera turbina eléctrica. Recordó
la noche del baile de la cosecha, cuando la señora Astor había decidido
vestirla y arreglarla, recordó la triste sonrisa de su padre y su beso en la
mejilla mientras le decía que ya no era una niña. Tesla notó una presión en el
pecho y un nudo en la garganta. Sintió que podía ponerse a llorar en cualquier
momento. Tampoco era capaz de renunciar a la idea de poder volver a la Tierra,
de volver a ver a su padre… No era tan fácil.
—El tatuaje es la ventana a mi mundo —dijo Riordan tocándose la
base del cuello, allí donde la luna roja se ocultaba tras su
melena—. Escogeré. Algún día escogeré, pero hoy no. Todavía no.
***
—¿Qué sucede? —preguntó Marcos cuando vio a Guille pasar
corriendo a su lado—. ¿Se quema la nave?
—Peor —dijo este sin aminorar el ritmo—. Control de aduanas.
—¡Joder! ¿En Sparta? Eso no es bueno —gruñó y empezó a correr
tras su sobrino. Le costó menos de lo que pensaba seguir su ritmo. Meses a base
de luz solar habían reducido considerablemente el tamaño de su perímetro, casi
se podía decir que estaba en forma. Casi.
—¿Crees que saben algo? —preguntó Guille con voz vacilante.
—No lo sé —«¡Me cago en los mares de origen! Esperemos que no,
como lo sepan estamos jodidos».
—Atención. Se solicita a todos
los miembros de la tripulación que se presenten en la cubierta de carga.
—¡Está de broma! Es una broma, ¿verdad? No creo que…
—Shhh —dijo Marcos, indicando al joven que bajara la voz. La
advertencia de Val implicaba que los leónidas ya estaban a bordo. Si conocía
bien a Julio, ya habría dado órdenes a Riordan para que no asomara las narices
a pesar de los avisos de la IA.
Guille debió captar su advertencia porque no hubo más comentarios
fuera de tono. Se limitó a reducir el volumen de su voz y a acelerar el paso
mientras su rostro adquiría cierta coloración glauca.
«Que no sea nada más que un protocolo», deseó Marcos. En momentos como
este, echaba de menos a un Dios como el de Origen, para poder maldecir a gusto.
El ritmo pasó de la carrera a un trote comedido cuando entraron en la
enorme cubierta de carga de la Valkiria. Allí estaba la puerta, Julio y Oma y
tres leónidas uniformados. ¿Uniformados? En toda su vida, que no era corta,
jamás había visto a leónidas de uniforme. Parecían casi… militares. Eran la
delegación de Seguridad Interorbital. Era común que los cargos los ocuparan
nativos del planeta, pero apenas hacía unos años que las Termópilas se habían
anexionado al pacto Interorbital. Eso debería significar que las normas se
cumplían en la estación. Esos tipos parecían una muestra de ello: eran mucho
más grandes que un humano normal, sacaban casi dos cabezas a Julio, y hacían el
doble de ancho de espaldas; todo, de pura masa muscular. Y, sin embargo, no
estaban transformados. Su aspecto era el común en los leónidas que entraban en
contacto con el brazalete ya avanzada la madurez. La spartina ya había
modificado su apariencia corporal y aunque se dejara de producir, el único
efecto significativo era la desaparición de la sed de sangre.
Los hombres de la estación iban vestidos como militares de a pie:
uniformes rectos y abrigos grises. No había más insignias que la de Seguridad
Interorbital, pero en todas las solapas aparecían tres líneas onduladas
plateadas: el emblema de la casa Mar-en-Calma.
Julio les esperaba con los brazos cruzados y el semblante serio. Oma
permanecía a su lado como una estatua de mármol. Parecía una diosa griega por
la túnica que llevaba. Era imposible ocultar su avanzado estado de gestación,
tampoco era que a ella pareciera importarle. Al verla, Marcos reprimió un
suspiro de alivio: si su sobrino había dejado salir a su mujer quizás las cosas
no estaban tan mal.
—¿Ya está? —preguntó el que parecía el leónida al mando. Llevaba
el pelo gris cortado a cepillo y una espesa barba plateada, bien arreglada. Los
ojos grises y fríos parecían hacer juego con el uniforme. Resultaba un tipo de
lo más monocromático.
—Así es —asintió Julio—. ¿Puede decirme ya por qué están
aquí?
—Revisión rutinaria, nada más —dijo el hombre. Si era mentira no
lo parecía. Su tono burocrático no se alteró lo más mínimo—. ¿Es la
primera vez que visitan Sparta?
—No, pero hace bastante tiempo de la última visita.
—Cierto —dijo el leónida leyendo de nuevo la tableta. ¿Qué
demonios pondría en ella?—. Según nuestros registros, la última vez que
estuvieron aquí… Oh —Marcos tragó saliva al escuchar esa exclamación y
observar el ligero cambio en la expresión del tipo—. Veo que la última vez
que estuvieron aquí fue la noche del cambio de gobierno. También veo que
renunciaron a su turno en repostaje y salieron sin llenar los depósitos. ¿Por
qué tanta prisa?
—No lo sé —dijo Julio sin alterar lo más mínimo su tono de
voz—. Yo no estaba aquí. Mi padre comandaba la Valkiria entonces, yo
estaba muy lejos cuando sucedió eso.
—¿Qué cree que pasó? —Les interrumpió Marcos. «Joder, soy un
gilipollas»—. ¡Un jodido golpe de estado! Nos dieron un chivatazo y
salimos corriendo antes de que nos pillara el fuego cruzado. Llámenos cobardes,
si quiere.
—¿Un chivatazo? —repitió el agente de Seguridad Interorbital,
entornando los ojos.
—A mí no me diga nada. Emilio llegó corriendo y nos dijo que nos
largáramos. ¿Cuál fue la frase que repitió? Algo sobre una tormenta… Tengo muy
mala memoria. En realidad, no sabíamos a qué se refería hasta que se hizo
público todo el asunto. —No sabía mentir, eso tenía que reconocerlo. Era
un horrible jugador de póker, pero era mucho más fácil decir la verdad. O al
menos, la verdad que necesitaban en ese momento.
Puede que el leónida uniformado no se lo creyera, no podía culparle
por ello, pero ni dijo ni hizo nada más en ese sentido. Aunque algo le decía
que el asunto no se había cerrado.
—Deduzco, entonces —dijo, dirigiéndose a Julio de
nuevo—. Que usted no es Emilio Santacana.
—No, soy Julio Santacana; su hijo.
—Nuestros datos están anticuados. Disculpe un momento… —El
leónida se peleó un rato con su tableta, esos aparatos no parecían diseñados
para manos tan grandes. Fruncía el ceó y arrugaba la nariz intentando enfocar
la vista. Como a todos los leónidas, leer les suponía un grave inconveniente—
¿Julio Santacana? —dijo, sin dejar de pelearse con el pequeño aparato y
sin dignarse si quiera a levantar la cabeza—. Su nombre me resulta familiar.
Marcos frunció el ceño y observó a su sobrino. Este no parecía haberse
alterado. Tenía puesta la perfecta máscara de mármol que ponía cuando trataba
con Seguridad Interorbital.
—Es un nombre común —dijo sin alzar la voz.
—Si usted lo dice…
Tras unos cuantos minutos de incómodo silencio, el leónida esbozó algo
parecido a una sonrisa de victoria.
—He accedido a los datos de Seguridad Interorbital. Veo que su nave
está incluida en la flota mercante Yggdrasil. El capitán es Julio
Santacana —Julio asintió con la cabeza—, tiene cinco miembros registrados…
Solo veo cuatro.
Marcos tragó saliva. Los leónidas se miraron entre sí. Si decidían
registrar la nave estaban perdidos.
—F-falto yo —dijo tímidamente Tesla, asomando desde las escaleras
superiores.
—Tiene pánico a los leónidas —se apresuró a aclarar Oma,
intercediendo por primera vez—. Tuvimos un incidente y le prometí que no
tendría que salir de la habitación. Lo siento.
El leónida miró hacia arriba y frunció levemente el ceño. La presencia
de una humana original siempre era algo extraño, a lo mejor la confundió con
una leónida.
—¿Usted es de la tripulación? —preguntó, mientras Tesla descendía
las escaleras—. ¿Y qué Santacana es? ¿La R, la M o la G?
—¿Perdón?
—Hemos tenido algunos problemas con la bases de datos —dijo el
leónida evidentemente molesto por tener que dar explicaciones—. Los
programas de la estación están en pruebas y no tenemos toda la información que
tiene Seguridad Interorbital. Desde Galileo no consideran prioritario
suministrar información completa de todas las naves. Al parecer, dan por
sentado que si no han tenido problemas con la ley, no van a empezar
ahora. —Era obvio que él no estaba conforme con esa
apreciación—. Solo nos facilitan el número de identificación de la nave,
el número de tripulantes y la inicial y el apellido de estos. Supongo que
podría conseguir toda la información si me pusiera en contacto con la
Yggdrasil, ¿verdad? —añadió—. Pero, supongamos que no es necesario: tengo
cuatro Santacanas y una Ehlaro. Deduzco que la señora es Ehlaro así que usted
debe de ser una Santacana. No tiene mucha pinta de ser de la familia.
—Soy la R —dijo Tesla con voz trémula, el comentario de Oma sobre
su pánico a los leónidas (completamente cierto, por otro lado), explicaba
perfectamente su ligero tartamudeo y su palidez—. Me llamo Rebecca, he
sido adoptada por accidente.
—¿Por accidente? —repitió el leónida, arqueando las cejas.
—Si se lo explicara no me creería —farfulló Tesla.
—Pruébelo.
—Como usted quiera. —Tesla cogió aire y soltó su explicación sin
respirar—. Fui arrastrada por una perturbación espacio temporal que me
arrancó de mi hogar en la Tierra, en 1899 y aparecí en medio del hangar de
carga de la Valkiria.
—Entiendo… —dijo el leónida desviando su mirada a Julio, que esbozó
una sonrisa forzada— ¿1899 dice? ¿La Tierra?
—Eso dice ella. Apareció de la nada y dijo que quería quedarse. Por
ahora es útil —dijo el capitán con una mueca.
Era imposible que el agente de Seguridad Interorbital la hubiera
creído, aunque fuera la verdad, pero por algún motivo, había dejado de parecer
sospechosa. Quizás el hecho de que la consideraran completamente loca había
influido en su opinión. El leónida la miró un momento, sacudió la cabeza y se
dirigió de nuevo a Julio.
—¿Motivo de su visita?
Julio pareció sorprendido, no tanto por la pregunta como por el hecho
de que parecía que de alguna forma iban a salir de una pieza.
—Tenemos que recoger dos cargamentos y entregar un pedido de… —dijo
intentando recordar el motivo que les había llevado a la boca del
lobo—. Fruta criogenizada.
—¿Fruta criogenizada? —repitió—. ¿Nada más?
—Nada más —afirmó Julio, entregándole la tableta donde aparecían
los permisos de embarque y los detalles de los cargamentos y las entregas. El
leónida lo comprobó con su propia tableta antes de devolvérsela.
—Bien, tienen permiso para desembarcar en las Termópilas. Recuerden
que el planeta no está bajo control de Seguridad Interorbital así que si bajan
allí, lo harán bajo su propia responsabilidad y riesgo. Entran automáticamente
en cola de repostaje a no ser que indiquen lo contrario. Se les colocarán unos
cepos para evitar el contrabando…
—¡Cepos!
—… Antes de salir, pase por la sede de Seguridad Orbital para conseguir
sus permisos de partida.
—¡Cepos! ¿Inmovilizarán la Valkiria? —exclamó Julio. Su rostro
verde se encendía por la cólera y adquiría coloraciones parduzcas.
—Es el protocolo estándar —respondió el leónida sin modificar su
tono de voz—. No se preocupe, cuando quiera marcharse se retirarán
enseguida. ¿Quiere renunciar al repostaje?
—No —contestó Julio con sequedad. Casi parecía un ladrido.
—Bien, pues en ese caso, nosotros nos retiramos. Disfrute de su
estancia en las Termópilas. Por cierto —dijo antes de irse mirando a
Tesla—, aunque las cosas han cambiado mucho, Seguridad Interorbital no puede
estar en todas partes. Es mejor que las mujeres no abandonen la nave.
«Maravillosa despedida », pensó Marcos. Después de una sublime lección
de cinismo y burocracia nos recuerdan que todavía hay leónidas de verdad
sueltos por el mundo. Fantástico. Qué consuelo.
***
Los ruidos le despertaron. Nunca
dormía muy profundo; solía imaginar que era como uno de esos dragones de las
historias, que dormían siempre con un ojo abierto, así nunca le podían pillar
desprevenido. Riordan no permanecía con un ojo abierto, pero tenía el sueño
ligero. Más le valía si quería sobrevivir a sus hermanos.
Una de las primeras noches fuera
del harén, Tildan y Atheron, sus dos hermanos mayores, se metieron en su
habitación y le hicieron saber que ellos mandaban. Le atravesaron las palmas de
las manos con un punzón fino para que nunca las alzara contra ellos. Entre
otras cosas…
Nunca volvió a dormir tranquilo.
Su maestro decía: «Desconfía del
que busca lo que tienes y del que te da los buenos días». Una forma muy
personal de decirle que no se fiara de nadie.
Por eso, aquella noche, cuando
la puerta se abrió, Riordan estaba preparado.
Esperaba que fuera Atheron, o
Tildan. «No, están en las Termópilas. Ellos no pueden ser». Quizás fuese Rouy,
intentando ganarse el respeto de los mayores. Total, solo tenía cinco hermanos
más y cualquiera podía venir de noche a dejar clara su posición al más pequeño.
«Por ahora —pensó Riordan—. Breddo e Icharo pronto saldrán del harén. Irán a
por ellos. Incluso yo iré a por ellos». Por estúpido que resultara, la idea no
era tan reconfortante como tenía que ser.
Riordan agarró la pequeña daga
que guardaba bajo la almohada, de poco servía contra las garras de un leónida
adulto, pero él no tenía garras todavía y tenía que conformarse con el filo
plateado. Pero no fue ninguno de sus hermanos el que apareció en su habitación.
—¿Amo Riordan? —preguntó la
silueta de la puerta. Riordan reconoció la voz: era uno de los criados de la
casa, uno de los Mar-en-Calma, su familia por parte de madre. Se permitió
relajarse un momento, pero no soltó la daga todavía.
—¿Qué sucede,
Rhemus? —preguntó, quitándose las legañas con la mano libre.
Rhemus cerró la puerta con un
golpe seco. Empezó a gruñir, y el sonido de la ropa al rasgarse acompañó cada
una de las violentas convulsiones que se adueñaban del cuerpo de su criado; se
estaba transformando.
Riordan abrió los ojos de golpe
al reconocer los familiares sonidos. Saltó de la cama a tiempo de ver cómo era
reducida a astillas por un golpe seco.
—¡Rhemus! —gritó, sin
entender a qué venía el ataque.
—Tienes que morir —siseó
Rhemus—. Tú padre ha muerto. Tus hermanos están muriendo ahora. No serás
una excepción. La casa Luna-Roja caerá está noche.
Y de repente, entendió lo que
había pasado. Lo que estaba sucediendo en ese momento. Pudo dar un significado
a cada uno de los ruidos que escuchaba. A esos murmullos. A los llantos…
No hubo gritos. No hubo ningún
grito.
Su padre era el más grande
guerrero que había conocido. Había desafiado y vencido a cinco cabezas de clan.
Cinco. Un guerrero no podía morir en silencio.
—Mientes —dijo Riordan,
recordándose que no podía llorar, aunque todo su cuerpo le pidiera hacerlo—. Mientes —repitió,
intentando convencerse de ello.
La boca de Rhemus tenía poco de
humana, largos colmillos sobrepasaban el maxilar inferior y asomaban por el
labio superior, pero aun así, se las arregló para esbozar una sonrisa ansiosa.
Ansiosa de saborear la sangre de niño; la suya.
Riordan intentó llegar a la
puerta, pero la enorme mole animalesca se movía rápido y le cortó el camino
dando un zarpazo al aire con el que asió la camisa del pijama. No contaba con
su destreza; el muchacho tenía los reflejos de una serpiente y la agilidad de
un simio. Se echó a un lado rodando por el suelo dejando al gigante con una
camisa vacía. Aunque no había sido tan rápido como creía y una de las garras
había hecho un profundo corte en su brazo. Riordan gimió de dolor, pero no se
dejó amedrentar por la sangre que recorría su extremidad. Si no tenía cuidado
habría mucha más sangre.
—Maldito crío
escurridizo —gruñó Rhemus encarándose de nuevo—. ¿No podrías estar
dormido como todos tus hermanitos? Ellos ni siquiera abrieron los ojos y eso
que sus madres gritaban como locas. Zorras.
Riordan retrocedió hasta la
pared esgrimiendo la daga. Miraba alternativamente a Rhemus y a la puerta, iba
a ser difícil salir de allí. Uno de los dos iba a morir y él tenía todas las
papeletas de ganar el premio gordo.
—Tu madre no gritará, “joven
amo” —continuó la bestia que había sido uno de los hombres de confianza de
su padre, que le había acercado las toallas tras el baño, que le había curado
las heridas por la mañana…—. Ella no. Ella está deseando ver tu pequeño
cadáver. ¿Quién te crees que me ha enviado? «Ocúpate de él, Rhemus. Mátale sin
dudar» —dijo con una voz aguda que imitaba el tono femenino— ¿Quieres
saber una cosa, niño muerto? ¿Quieres saber cómo ha muerto tu padre? Ella lo ha
matado. Con un cuchillo —Señaló con el pulgar su cuello dibujando otra
sonrisa debajo de la suya—. Mientras follaban como locos.
Riordan no escuchaba sus
palabras. Ahora no podía escucharlas. ¿De qué serviría hacerlo? Se enfadaría,
no podría pensar, y lo único que tenía de ventaja era la poca cordura que le
quedaba. No podía perderla. No podía.
No estaba llorando. Los leónidas
no lloran. «Quien llora una vez, llora dos». Pero gotas de agua salada se
agolpaban en sus ojos y resbalaban por sus mejillas sin que pudiera hacer nada
para evitarlo. Siempre había sido muy terco, y normalmente eso le daba más
problemas que otra cosa. En ese momento tomó una decisión: no iba a morir. Iba
a vivir; se jugaba su vida en ello. Tomó aire y lo expulsó con lentitud, visualizando
lo que haría a continuación.
Cuando Rhemus fue a por él, no
era consciente de que ya estaba condenado.
Riordan era menudo y se
aprovechó de ello. Rompió la guardia del leónida y se coló entre sus garras.
Clavó la pequeña daga, haciendo un corte profundo en el brazo, y se retiró a un
lado. Solo quedaba esperar.
Rhemus se rió.
—¿Qué es esto? —dijo entre
carcajadas, sacándose la pequeña daga plateada del interior del
bíceps—. ¿Para hacerte la manicura? Idiota, tenías que haber aprovechado
tu oportunidad y haber atacado al pecho.
—Llevas el
chaleco —contestó con voz templada—, no habría llegado al corazón, solo te
habría hecho una herida superficial. Tampoco podía llegar al
cuello —Riordan siguió explicando mientras Rhemus se giraba e iba a por
él. No retrocedió ni un paso—, habría sido un poco patético empezar a dar
saltitos. Eso me dejaba dos arterias importantes, la femoral —Rhemus
estaba peligrosamente cerca. Estiró sus brazos rodeando con sus garras el
cuello del niño, pero no llegó a apretar. En su rostro se dibujó una mueca de
terror e incredulidad al darse cuenta de lo que había sucedido—… y la braquial.
La arteria braquial bombea treinta litros de sangre por minuto; solo tenemos
cinco. Bueno, puede que tú tengas algo más. Pero no creo que haya mucha
diferencia.
La sangre empezó a resbalar por
la cara de Riordan, continuando su recorrido por el cuello y el pecho. Rhemus
boqueó y aflojó su presa. Cayó al suelo en medio del charco carmesí que había
formado y murió desangrado en cuestión de segundos.
Riordan tomó aire rápidamente y
se dejó caer sobre las rodillas mientras las lágrimas corrían libremente por
sus mejillas. Estaba muerto. Había matado a un enemigo. Eso tenía que darle
satisfacción, hacerle sentir bien, era el más fuerte. Entonces, ¿por qué
temblaba y sentía como si se estuviera ahogando? Quizás más adelante, cuando
todo hubiera pasado, podría disfrutar su primera sangre. Quizás. Ahora tenía
que salir de allí y llegar… ¿a dónde? Tenía que salir de allí, de la casa de
clan, alejarse todo lo que pudiera. No le iban a dejar en paz, nunca le iban a
dejar en paz. Cogió la daga que brillaba entre la sangre y la limpió con
cuidado. No importaba. Estaría preparado.
***
Si algo no había cambiado en
las Termópilas en todos esos años, eso era su Taberna. Ese antro había
intentado modernizarse por todos los medios. El viejo bot camarero que
acumulaba polvo, cubierto de orín, era la prueba más fehaciente de ello. Nadie
le encargaba las bebidas. Para qué, si podías pedírselo a la bella dama de
tonos esmeralda y recrearte con sus curvas y su sonrisa. La máquina, supuesta
inversión en tecnología, había sido relegada a la posición de recogevasos,
limpiando las mesas vacías y los restos de vómito del suelo.
Cadáveres de lámparas se acumulaban en una esquina. Habían intentado
dar más iluminación al antro en un vacuo intento de acercarlo a la clientela
del puerto, la mayoría de ellos, fotosintéticos. Pero las luces se rompían
misteriosamente, y no duraban más de un par de días. La penumbra volvía a
adueñarse del lugar, haciéndolo mucho más acogedor para los leónidas de ojos
brillantes.
En ese momento, había pocos fotosintéticos en el salón, Sparta seguía
sin ser muy popular. A pesar de los ingentes esfuerzos del nuevo gobierno, tan
matemáticamente organizado, un pasado de sangre y violencia tardaba tiempo en
olvidarse.
Julio oteó las mesas. Había ido a llevar el pequeño cargamento de
frutas criogenizadas mientras esperaba que Guille y Marcos se ocuparan de
recoger los dos pedidos; cuanto menos tiempo pasaran en las Termópilas, mejor
para todos. Habían quedado en reunirse allí para tomar una copa antes de volver
a la Valkiria. Mañana a primera hora, iría a la oficina de Seguridad
Interorbital y solicitaría los permisos que necesitaba para salir de allí
cagando leches.
Se sorprendió al encontrar un rostro conocido en una de las esquinas.
Esbozó una media sonrisa y se planteó si pasar a saludar o no, había cosas de
su pasado que era mejor no remover y ese no era el tipo de persona que quería
cerca de su nuevo yo. Pero había sido algo así como un amigo y un compañero…
Antes de que pudiera decidirse, Arup le saludó con la mano y le indicó la silla
vacía.
Bueno, qué daño podía hacer tomarse unas copas con un viejo amigo.
Quizás saliera algo útil de todo aquello. Si había algo que Arup tenía era
información, vivía de eso, y él todavía tenía muchas preguntas por hacer.
—¡Amigo mío! —dijo dándole un firme apretón de manos.
—¡Joder, Santacana! No creí que volviera a verte por aquí… Dicen las
malas lenguas que ahora eres legal, incluso que estás casado.
Julio sonrió ampliamente y sentó en la silla que le ofrecían. Arup
siempre le había caído bien. El leónida llevaba brazalete desde que le conocía
y seguramente seguía estando tan trucado como lo estaba entonces.
—¿Casado? —rio Arup—. No me lo puedo creer. ¿La belleza de
ébano te atrapó al final?
—¿Quién? ¿Brunilda? No, no —se apresuró a negar con la cabeza. La
historia con la que ahora era su jefa había acabado hacía mucho
tiempo—. Es la doctora de mi nave, una óptima.
—¿Tú y una ojos saltones? —exclamó sorprendido—. Nunca
hubiera creído que te gustaran ese tipo de mujeres.
—No conoces a Oma —«Y si de mí depende, no la conocerás nunca».
—No, pero estoy ansioso —dijo dando un largo trago a su jarra de
kido. Hizo una seña a la risueña camarera de color esmeralda—. ¿Permites
que te invite, por los viejos tiempos?
—No seré yo quien te niegue el placer de gastarte dinero en
mí —dijo, utilizando un teatral tono, exageradamente cortés.
—¿Y qué? ¿Qué te trae de nuevo por Sparta?
—Mercancías: frutas criogenizadas y cosas así.
—¿Eres el chico del reparto? —dijo acompañando la pregunta con
una sonora carcajada—. Y yo que pensaba que habías recapacitado y querías
continuar en el negocio.
El rostro de Julio se ensombreció.
—Arup, mi familia no sabe a lo que me dedicaba, agradecería un poco de
discreción.
—¿No saben nada? —preguntó extrañado.
—Nada de nada.
—Pero sigues trabajando para Brunilda.
—En la parte legal de la compañía, nada de transportes “especiales”.
—Bien, tranquilo, no diré nada. —Julio suspiró aliviado. Si Arup
decía que no lo iba a decir, no lo iba a decir. Sabían demasiados secretos el
uno del otro como para arriesgarse a cabrearse mutuamente. Lo más cómodo, por
ambas partes, era seguir siendo amigos—. Al verte, he pensado que habías
vuelto por información. Joder, por un momento creí que me había tocado la
lotería.
—Puedes dármela, si quieres, a lo mejor puedo ayudarte —dijo,
dando un sorbo a su bebida. El gusto amargo del licor le supo a gloria. Quizás
Arup podría ayudarle con algunas incógnitas—. De todas formas, yo quería
apelar a la amistad para pedirte algo.
—Tú primero —dijo el leónida.
—¿Te suena la casa Ave-Negra?
Arup chasqueó la lengua y agitó la cabeza.
—No deberías meterte con ellos —dijo—, son peligrosos. No son una
casa, o al menos no una como los clanes familiares. Son un montón de deshechos
del espacio: restos de casas, abandonados, hermanos menores sin clan propio y
huerfanillos de pacotilla de los centros Valicourt. Un montón de perros
rabiosos unidos bajo un misterioso líder que nadie conoce.
—Si nadie sabe quién es, nadie puede desafiarle —concluyó Julio.
—¿Ves por dónde van los tiros? Nadie sabe nada de ellos. Tienen naves,
tienen dinero y tienen cierta predilección por ciertas rutas, pero nadie sabe
dónde están ni quiénes son. Seguridad Inteorbital está que se tira de los pelos
por su culpa. Cuando llegan solo encuentran cadáveres y naves desvalijadas; no
se caracterizan por su misericordia.
«Tampoco Riordan», recordó. Empezaba a pensar que el muchacho había
hecho lo correcto al eliminar a todos los salteadores.
—Parece un clan astuto. Muy poco leónida —dijo con ciertas dosis
de sorna—. ¿Crees que ellos tendrán algo que ver? —Señaló con un
gesto de su cabeza a los guardas uniformados que entraban en la taberna en ese
momento, ambos lucían las insignias de Seguridad Interorbital con las líneas
plateadas de la casa dominante.
—Unos dicen que han declarado la guerra a los Mar-en-Calma, y otros
que son su mano en la oscuridad —dijo su amigo, encogiéndose de
hombros—. Demasiados rumores y muy poca información fiable. ¿Y por qué te
interesan a ti los piratas espaciales?
—Tuvimos un encontronazo con un grupo pequeño —contestó Julio
midiendo sus palabras.
—¿Y estás vivo?
—Tuvimos suerte.
—Nunca has sido un tipo con suerte —murmuró Arup mirándole a los
ojos. Seguramente, evaluaba la importancia de la información que le estaba
ocultando—. Pero siempre te jactabas de conseguir lo que querías, incluso
con la suerte adversa.
—Han cambiado muchas cosas en estos años —dijo centrándose de
nuevo en su vaso. «Aunque mi mala suerte no sea una de ellas»—. ¿Y qué?
¿Qué hay de ti? —dijo cambiando de tema—. ¿Cómo va el negocio?
El brusco giro en la conversación no pareció molestar lo más mínimo a
Arup. Es más, el leónida dibujó una amplia sonrisa de oreja a oreja más propia
de un depredador hambriento que de un viejo amigo. Julio pudo sentir como se
erizaba el vello de su nuca.
—Bien, muy bien —dijo con un tono que parecía corroborar sus
palabras—. ¿Seguro que no quieres volver? Tengo un par de pececitos nuevos
en busca y captura. Y no escatiman en gastos.
—Déjame ver —dijo Julio, rezando para que Arup no se diera cuenta
de la falsedad de su sonrisa.
—¡Sí! —exclamó triunfal dando un sonoro aplauso. Sacó una tableta
electrónica y se la tendió a Julio—. Pasa los primeros —dijo girando
la mano indicando que se apresurara—, son críos de casas menores. La historia
de siempre: las mamás los mandaron al espacio y sus familias quieren
recuperarlos.
—¿Vivos? —preguntó Julio enarcando una ceja.
—En algunos casos —contestó Arup sin borrar la
sonrisa—. Antes no hacías esas preguntas —observó.
—Antes. ¿Quiénes son estos? —dijo Julio intentado que Arup no
insistiera en su cambio de mentalidad. En realidad, le importaba bien poco
quiénes eran esos críos, ya conocía su historia, el principio y el fin, la
había visto demasiadas veces.
—De la casa Cielo-Negro —contestó el leónida tras un rápido
vistazo—. Dan una pequeña fortuna por ellos. El viejo Cielo-Negro está
enfermo y probablemente no sobreviva a un desafío. Intenta que su dinero compre
su vida.
—¿No es lo que hacen todos? —dijo pasando rápidamente las fichas
de personas buscadas. La mayoría eran niños que ni siquiera llegaban a los diez
años. Se detuvo al llegar a las últimas fichas. Tuvo que controlarse para no
escupir la bebida.
—Veo que has llegado —dijo Arup con tono avaricioso—. ¿Quién
lo iba a decir tras tantos años? Todavía quedan Luna-Roja con vida.
—Atherón es casi un mito. Nadie ha conseguido sacar nada de él en todo
este tiempo. Si estuviera vivo ya habría presentado su desafío. —El nombre
de Atherón coronaba la lista de buscados desde la Noche de la Tormenta. Nunca
nadie había conseguido la más mínima información sobre él. Pero el otro nombre…
el otro nombre no debería estar ahí.
—Bueno, pero si alguien lo atrapara sería inmensamente rico. Olvídate
de Atherón, fíjate en el otro —dijo Arup señalándolo—. Este es de
verdad, y está vivo: Riordan Luna-Roja, vale tres veces su peso en oro.
—Ya me fijo, ya —dijo sin mentir, mientras sufría un ataque de
vértigo al ver la impresionante cifra que se dibujaba bajo el nombre de su
hermano adoptivo—. No hay ninguna imagen. Pensaba que todos los Luna-Roja
habían muerto. Menos Atherón —se corrigió.
—Esa es la gracia del asunto —dijo Arup, recuperando la tablilla
y acomodándose en la silla—. No hay foto porque era un maldito crío cuando
todo sucedió. Estaba en Sparta, en medio de la Tormenta. ¿Cómo sobrevivió?
Alguien tuvo que ayudarle —dijo. Chasqueó la lengua y se acercó, acortando
la distancia entre ellos para que nadie escuchara lo que tenía que añadir—. Yo
creo que encubrieron su huída, puede que porque también es Mar-en-Calma por
parte de madre. Quizás la viuda…
—Espérate —dijo Julio, esa parte de la historia no la
conocía—. Entonces este chico es un Mar-en-Calma.
—Por parte de madre —repitió—, lo que es igual a nada.
—¿Y por qué ahora? ¿Por qué lo buscan ahora?
—Puede que porque han pasado diez años desde la Tormenta y el chico ya
no es un niño y temen que reclame el Derecho a Desafío. O puede que porque
nadie lo supiera hasta hace poco más de un mes.
—¿Qué pasó hace un mes? —preguntó Julio pensando que iba a cortar
a pedazos al muchacho en cuento regresara a la Valkiria. Si había cometido
alguna indiscreción… ¡A la mierda! Ahora estaban en peligro más que nunca.
—Apareció una nave estropeada. Todos sus tripulantes habían muerto.
Todos, leónidas transformados. Algunos habían muerto de asfixia, pero otros
parecían haber sido golpeados con brutalidad. Y entonces, una transmisión que
nunca llegó a su destino: «Lo hemos encontrado. Riordan Luna-Roja vive». Y nada
más. Misterioso, ¿verdad?
—Suena a cuentos de fantasmas espaciales más que a información
fidedigna —dijo Julio con el ánimo ensombrecido.
—Quizás —dijo Arup guardando la tableta—. Pero hay mucha
gente dispuesta a correr el riesgo; es mucho dinero.
La puerta de la taberna se abrió de nuevo. Marcos y Guille entraron
con cautela, y miraron alrededor, oteando a la multitud. Debían de estar
buscándole.
—Arup —dijo Julio, incorporándose y tendiéndole la
mano—. Tengo que irme. La próxima vez te invitaré yo.
—Eso dices cada vez —se rió el leónida estrechando la mano con
firmeza—. Si cambias de opinión, sabes cómo localizarme. Eras el mejor
buscador, Santacana, tu talento se paga muy bien; podrías ser un hombre muy
rico.
Julio no contestó, se despidió de Arup y borró la estúpida sonrisa en
cuanto se dio la vuelta. Iba a tener una preciosa conversación con cierto
leónida en cuando llegara a la Valkiria. ¡Maldito crío!
—Hola —le saludó su hermano al verle, pero Julio no estaba de
humor.
—Regresamos a la Valkiria —dijo.
—¡No! —protestó Guille— ¿Y eso? Dijiste que tomaríamos una copa.
Tú te has tomado tu copa, deja que nosotros tomemos la nuestra.
—No es un buen momento —siseó empujándole del brazo.
—¿Por qué no es un buen momento? ¿Dónde está el fuego?
—Tenemos que irnos —repitió Julio. Pero… ¿Cómo decirles lo que acaba
de descubrir sin descubrir de paso, parte de su pasado? Tendrían que confiar en
él. Tenía que marcharse cuanto antes. Nunca tendrían que haberse acercado a ese
maldito planeta.
—¡Me lo prometiste! —protestó su hermano, no con poca razón.
—¿Saben que Riordan está con nosotros? —preguntó su tío—. ¿Sospechan
algo?
—No —se vio obligado a admitir—. ¡Pero aún así…!
—Sobrino, estás paranoico. Regresa tú si quieres —dijo Marcos
metiendo baza en la conversación—. Pero llevo más de dos meses encerrado
en la Valkiria y me muero por un trago. Yo no me voy a ir de aquí sin haberme
tomado una botella de kido.
—Joder, Marcos.
—Vete tú, si quieres. Nosotros nos quedamos —se refirmó el
mecánico.
Julio alternó miradas entre uno y otro y al final desistió. Quizás no
pasara nada, todavía no había ido nadie a buscarles, ¿no? ¿Qué podía pasar
porque ellos se tomaran su jodido descanso?
—Una maldita copa. Solo una. Y no os metáis en líos—dijo—. Nos vemos
en la Valkiria.
Y se marchó. Ellos podían esperar; la discusión no.
***
—¿Dónde está? —gruñó Julio en cuanto entró en la
nave—. ¿Dónde está ese maldito idiota mentiroso? ¿Dónde está el jodido
chucho?
—Deberías calmarte —sugirió Oma trotando a su lado.
Su marido no se caracterizaba precisamente por su buen humor, pero
hacía mucho tiempo que no le veía tan cabreado. ¿Qué había pasado en las
Termópilas? Julio la ignoró por completo y se lanzó escaleras arriba
subiéndolas de dos en dos hasta que Tesla apareció en su camino. Tenía la
cabeza gacha y apartaba la mirada.
—¿Dónde está? —dijo bajando el tono de voz. Tesla no
contestó—. ¿Dónde está? —repitió, esta vez con algo más de ímpetu.
La muchacha retrocedió un poco ante su bramido.
—No está —dijo en murmullo. Julio creyó que no la había oído
bien.
—¿Qué dices?
—No está, Julio, no está. No le encuentro por ninguna
parte —dijo. Parecía al borde del llanto.
El efecto fue curioso: el rostro de Julio, normalmente verde, había
adquirido tonos pardos debido a la ira, pero en un instante, el color se retiró
dejando una tez casi azulada.
—¿Cómo que no está? —repitió, escupiendo cada una de las sílabas.
—Es lo que trataba de decirte —explicó Oma manteniendo su tono
comedido, intentando tranquilizar a su marido—. Hace más de veinte minutos
que no sabemos nada de él. Val dice que no puede localizarlo en la nave.
—Estamos jodidos… —Julio se sentó en la escalera y escondió la
cara entre las manos— ¡Mierda! —gritó y golpeó el escalón con el puño
cerrado—. En cuanto aparezcan Guille y Marcos nos largamos. Y si Riordan
no ha aparecido, nos largaremos de todas formas.
—P-pero… —empezó a decir Oma.
—No hay peros que valgan, Oma, si ese chico sigue en la nave
acabaremos todos muertos.
—No lo entiendo —dijo mostrando las manos—, ¿qué ha pasado?
—Su nombre está en la lista de Buscados, ofrecen una fortuna por él,
eso significa que la mitad de leónidas del sistema y todos los Buscadores
estarán tras él y es solo es cuestión de tiempo que lo encuentren.
Oma no dijo nada.
—N-no —Tesla tartamudeó un momento—… no lo entiendo. Antes me
dijiste que había gente buscándole. ¿Eso que cuentas, no pasaba ya? ¿Cuál es la
diferencia?
Julio se calló antes de soltar algún otro exabrupto. Desvió la mirada
y frunció el ceño.
—Cariño —dijo con suavidad—, Tesla tiene razón. Puede que no lo
viéramos por escrito, pero ya sabíamos que estaban buscándole. Es cierto, no
sabíamos hasta qué punto ofrecían dinero por él, aunque ya nos imaginábamos que
sería bastante, ¿no? Siempre hemos ido con pies de plomo y por ahora nos ha
funcionado. No veo a ningún leónida en la puerta.
—Atención. El jefe Gauen, de
Seguridad Interorbital, solicita permiso para hablar con el Capitán Santacana.
Los tres se quedaron petrificados ante el anuncio de Val. Oma abrió y
cerró los ojos estupefacta y soltó una carcajada nerviosa. Parecía algún tipo
de broma macabra. Dentro de lo desesperado de la situación, había cierto punto
de humor negro. Empezó a reír descontroladamente ante la mirada atónita de los
otros dos.
—Es una broma, ¿no? Tiene que serlo.
—No creo que una máquina tenga sentido del humor —observó Tesla
tragando saliva.
—Está bien, no nos precipitemos —dijo Julio intentando recobrar
el control de la situación—. No son leónidas de verdad. Son una especie de
burócratas de acero con pinta de tremendos gigantes ansiosos de sangre, pero no
son leónidas de verdad. Seguramente, me habré olvidado de firmar algún tipo de
permiso o…
—… o vienen a buscar a Riordan —concluyó Tesla, diciendo en voz
alta lo que todos pensaban.
—No nos precipitemos —repitió de nuevo mientras bajaba las
escaleras con parsimonia. Su voz parecía tranquila pero su tono de piel distaba
mucho del verde esmeralda que solía ser—. Val, déjales entrar a la
cubierta de carga, vamos para allá.
Desde donde estaban, pudieron ver como se abría la pequeña compuerta
de personal que permitía el acceso a la Valkiria. Una elevada figura atravesó
el umbral y se dirigió con pasos firmes al centro de la cubierta de carga. Se
trataba del mismo leónida de uniforme gris, cabello gris y ojos grises que les
había sometido al rutinario interrogatorio. No había nadie más, nadie le
acompañaba. «Eso es bueno», pensó Oma. «Si quisieran capturar a Riordan habrían
venido más». Tampoco se le escapó que el hecho de que, que hubiera venido solo,
podía significar que la visita no era oficial.
Los asesinatos no solían serlo.
—Capitán Santacana —dijo con una leve inclinación de cabeza a
modo de saludo.
—Jefe Gauen, no esperaba su visita.
—Me han pedido que le entregue un mensaje; una invitación, más bien.
—¿Una invitación? —repitió Julio apretando la mandíbula.
—El gobernador de las Termópilas, Tristan Mar-en-Calma, le pide que,
por favor, tenga la amabilidad de reunirse con él.
Julio vaciló un momento antes de seguir bajando las escaleras.
—¿Y a qué debo el placer?
—No se me ha informado, solo se me ha pedido que le entregue en el
mensaje y le acompañe a la residencia Mar-en-Calma.
—¿En Sparta? —preguntó Oma aterrorizada ante la simple idea.
—No —negó Gauen con una media sonrisa—. Aquí, en la
estación. La casa principal está en el planeta, pero el gobernador Mar-en-Calma
vive aquí: es el representante de la casa y el responsable de Seguridad
Interorbital.
—¿Y cuándo se supone que tiene que ser esa reunión? —preguntó
Julio.
—¿Ahora? —contestó el leónida con una interrogante.
—Está bien.
Julio recogió el abrigo que había tirado al suelo al poco de entrar en
la nave, cabreado y ansioso como estaba por encontrar a Riordan. Oma le detuvo
un momento y le besó con cariño. Estaba preocupada, muy preocupada. ¿Y si no
volvía? Tenía que luchar contra el instinto que le decía que gritara, que no
permitiera que su marido abandonara la relativa seguridad que le brindaba la
Valkiria. Iba a meterse de lleno en la boca del lobo. «No», se corrigió. «En la
boca del león». Julio intentó tranquilizarla con la mirada pero Oma tuvo más
miedo aún. ¿Y si le preguntaba por Riordan? ¿Y si no decía nada y entonces…?
Oma contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta a la espera de liberarse.
Puso una mano sobre su redondeado vientre a modo de recordatorio. «Tienes que
volver», decía el gesto. «Tienes que volver».
Cuando le vio desaparecer por la puerta, una nueva duda se formó en su
mente carcomiéndola como un gusano. ¿Y si le delataba? Oma negó con la cabeza:
su marido no sería capaz de entregar al chico. Era su hermano. «¿Ni siquiera
por un montón de dinero y nuestras vidas?»
Oma cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar. Tesla la abrazó en
silencio y ella agradeció el cálido gesto.
—Volverán —dijo la joven con seguridad—. Volverán todos.
***
La habitación tenía una decoración austera y elegante, ligeramente
minimalista. Una enorme cama ocupaba el centro de la estancia; Guille se dejó
caer sobre el mullido lecho mientras ella trepaba sobre él y le besaba con una
sutil mezcla de ternura y pasión.
—¿Por qué estoy aquí? —se preguntó Guille en voz alta. Era
incapaz de creerse su buena suerte; ella era preciosa.
—Porque tú quieres —respondió ella con una sonrisa traviesa. En
la oscuridad, sus ojos refulgían brillantes. «¡Una leónida! ¡No me lo puedo
creer, es una leónida de verdad!»
—¿Por qué yo? —preguntó Guille dudando un momento. Había visto a
los otros en la taberna, aquellos que la rondaban buscando su favor.
—Porque yo quiero —contestó ella, disipando todas sus dudas.
Era tan hermosa… Cuando la vio entrar en la taberna, creyó que el
cielo se había abierto y que un ángel, como los de las leyendas, se le había
aparecido. Era más alta que él y sin duda mayor, pero su belleza era auténtica
como nunca había visto antes y no podía atribuirse a la juventud. Su busto era
firme y le contemplaba desafiante, alzándose sobre un abdomen liso y suave. Sus
largas piernas le atrapaban en una trampa de la que no estaba seguro de querer
salir. Su melena tenía reflejos caobas que brillaban como el fuego a la
mortecina luz del dormitorio, mientras recorría su pecho con su cálida lengua,
liberándole de la molesta ropa, rasgándola sin cuidado con sus largas y
afiladas uñas.
Ella le miró cargada de intenciones y agarró sus manos, alejándoselas
del cuerpo que deseaba tocar.
—Shhhhh —susurró ella, una risa cómplice acompañaba sus
palabras—. No tenemos prisa.
Guille cerró los ojos y luchó por mantener las manos lejos. Ella se
rió suavemente y perdió sus manos por su entrepierna, jugueteando con su
miembro, acariciándolo como si de un cachorrillo se tratara. Guille se mordió
el labio inferior comenzando a perder la cordura. Cuando notó sus cálidos
labios y una lengua juguetona, la locura llamó a su puerta con insistencia.
—No —murmuró— no, no podré resistir.
—No hemos hecho nada más que empezar —dijo ella sin dejar de
acariciar su miembro, moviéndolo con ritmo frenético antes de introducirlo de
nuevo en la boca.
—Joder —gimió Guille, mientras una oleada de placer se extendía
por su cuerpo sacudiéndolo al ritmo de uno de los mejores orgasmos que había
sentido nunca.
Abrió los ojos cuando la ola se retiró, sintiéndose exhausto.
—Lo siento —dijo, avergonzado por su inexperiencia. Pero ella
parecía tranquila y satisfecha. Se limpió la comisura de la boca en un gesto
descuidado y se inclinó sobre él besándole en la oreja.
—Tranquilo, eso significa que he hecho bien mi parte.
—Demasiado bien —suspiró Guille entornando los ojos, dejándose
llevar por la nueva serie de caricias que la bella mujer había
empezado—. Si sigues así —gimió mientras ella se subía a horcajadas
sobre él—, voy a correrme de nuevo.
—Todavía no —replicó ella, acariciando de nuevo su miembro que
había recuperado casi toda su rigidez, lo tomó con una mano y lo introdujo con
sorprende facilidad dentro de su cuerpo—. Ahora me toca a mí. —Su voz
era un susurro entrecortado.
Guille sintió como el cuerpo de ella lo recibía en un cálido abrazo,
fuerte, palpitante. Alzó la vista y vio sus perfectos pechos, bamboleándose con
soltura, los agarró con delicadeza y los estrujó con fuerza. Ella emitió un
suave gemido y se mordió el labio. Guille se incorporó con la fuerza de sus
abdominales y sintió como al hacerlo, ella reprimió un grito de placer al notar
como su miembro se introducía más en su interior. Ahora tenía sus senos al
alcance de su boca, de su lengua. Jugueteó con ellos mientras ella iniciaba una
danza ondulante con sus caderas que no se limitaba a subir y bajar sino que
trazaba un recorrido con infinidad de variables en la que cada uno de sus
músculos, externos e internos, tenían su papel y lo llevaban con sincrónica
perfección. Guille escondió su cara en su busto y agarró sus nalgas con
firmeza, acercándosela aún más. Siguiendo el ritmo que guiaba sus cuerpos,
sumándose a él como un perfecto bailarín.
Notó como el placer llamaba de nuevo a su puerta pero no le dejó
entrar. No, esta vez no. Ella le daría la señal. Clavó las uñas en los glúteos
antes de darse cuenta de que no era su piel la que estaba hiriendo. Pero la
leónida no protestó. Guille cerró sus ojos y apretó sus mandíbulas. Poniendo
una barricada en la puerta mientras el orgasmo más delicioso que jamás había
imaginado, insistía en la llamada. Pero resistiría. Se lo debía.
Ella arqueó su espalda tensando sus pechos, curvándose en una postura
imposible. Gritó sin represión y su cuerpo se deshizo en violentas convulsiones
mientras sus ojos se ponían en blanco. Cada una de esas contracciones, tiraron
de su miembro y por un instante, creyó que se lo arrancarían. Todas las barricadas
cedieron de golpe y el placer salió liberado en una riada cálida.
La mujer cayó de espaldas, jadeando, sin molestarse en cerrar las
piernas o en cubrir su desnudez. Guille se dejó caer, completamente extenuado.
—No ha estado mal, cariño, no ha estado nada mal —La oyó decir. Y
Guille se durmió con una sonrisa que reflejaba su propio triunfo.
***
—Riordan, despierta.
No, no quería despertar;
despertar dolía. Podía ver como el dolor estaba allí, esperándolo para volver a
arrojarse sobre él con cientos de agujas incandescentes, dispuestas a clavarse
por todo su cuerpo.
Alguien le sacudía con
vehemencia, agitando su cabeza arriba y abajo. Eso también dolía. «No», intentó
decir, pero no pronunció ninguna palabra. No podía. «Por favor, me duele, duele
mucho».
—Riordan, te estás muriendo.
¿Morir? Eso no era bueno. No
quería morir. Pero entonces se iría el dolor, y si no había dolor era bueno.
Quizás no era mala idea morir.
«Pero entonces ellos habrán
ganado».
Riordan entreabrió los ojos. El
dolor seguía allí, clavándole sus garras. Ya no tenía fuerzas para luchar, no
tenía fuerzas para controlar el llanto. Solo sabía que no quería morir, y ese
sentimiento le dio las fuerzas necesarias para sobreponerse al dolor, para
reunir fuerzas, abrir los ojos y despertar.
—Por fin —dijo su maestro.
Parecía aliviado, pero su rostro permanecía impasible; como siempre.
Riordan sintió la punzada del
miedo. Las imágenes se agolparon en su mente; imágenes de sangre y de muertos,
y luego él, su maestro. Creyó que le ayudaría. Se había equivocado.
—N-no —gimió Riordan.
Entonces se dio cuenta de que todavía agarraba la daga y la esgrimió—. No
te acerques.
—Un poco tarde para eso, ¿no
crees? Te estás muriendo.
Más imágenes y más sentimientos:
confusión, tristeza, odio, miedo, traición… La sangre en el suelo. La sangre en
sus manos. Sangre de otros. Un cuchillo. Su sangre. El dolor…
Riordan cerró los ojos y agitó
la cabeza intentando poner en orden los sucesos que le habían llevado hasta
allí. Donde quiera que fuera allí.
—No te muevas así —dijo su
maestro—, o acelerarás el proceso.
Sus manos sujetaban con fuerza
la de Riordan que se apoyaba en su vientre, mientras la sangre se escapaba
entre las comisuras de sus dedos.
—Aprieta fuerte —le dijo,
retirándolas y dejando únicamente la mano del niño como barrera que separaba su
vida y su muerte—. No mires. No aflojes. Si lo haces morirás.
—Ya estoy muerto —siseó
observando lo evidente—. No me vas a curar ni me vas a ayudar, ¿verdad?
¿Qué importan unos minutos?
Su maestro parecía triste, eso
era raro, hasta ese momento nunca habría creído que tenía sentimientos.
—Lo siento —dijo—. No
lo sabía. No tenía que haber sido así. No habría invertido tanto tiempo en ti
si hubiera sabido que esto iba a pasar. Uno no pone tanto énfasis en proteger
lo que ha de destruir.
—¿Qué pretendes? —preguntó
Riordan. Apenas podía respirar. El aire se escapaba por su boca con un silbido
agónico.
—Vas a morir. No me queda
elección, pero te voy a dar un regalo, antes de morir. Voy a hacer por ti algo
que siempre he querido hacer: algo que siempre has querido hacer.
—No te entiendo.
—¿Sabes dónde estás, Riordan?
Riordan miró a su alrededor
buscando alguna pista. No estaba en la Casa Grande, eso seguro. Era algún lugar
al aire libre. El firmamento estrellado se cernía sobre ellos cubriéndolos como
una manta. Era de noche, una bonita noche en la que la luz de la estación
espacial no asesinaba el brillo de las estrellas. «Están muertas, pero no lo
saben; como yo». Pero había algo extraño en ese cielo. Como un reflejo. Primero
creyó que sus ojos le engañaban, que la muerte que le rondaba confundía su
vista, enseguida se dio cuenta de que era un cristal; había un cristal entre él
y el cielo.
—Las
T-termópilas —consiguió decir.
—Así es. Estamos en un muelle
vacío, pero no estamos solos.
Su maestro se levantó y salió de
su campo de visión, Riordan intentó incorporarse, buscar con la mirada una
salida. «¿Para qué? Ya estás muerto. ¿Para qué escapar?».
«Para que no sea tan fácil. Solo
por eso».
Su maestro no tardó en volver y
al regresar, arrastraba un pesado bulto. Resultaba cómico: su maestro era
joven, delgado y menudo, nunca le había visto transformado bajo los efectos de
la spartina; el monstruo que arrastraba, maniatado y amordazado, sí estaba
transformado. Riordan frunció el ceño al reconocer a su hermano mayor: Tildan.
Sus manos ardieron recordando los punzones que le clavaron aquella noche. No
había sido lo único que había pasado, ¿no? Mil veces había deseado verles
muertos, a los dos, Tildan y Atherón. Ahora podía ver cumplido uno de sus
deseos. Ahora comprendía el macabro regalo que le hacía su maestro y se
sorprendió al darse cuenta de que en verdad lo agradecía.
Entonces vio la puerta. Una
pequeña puerta entornada que debía de llevar a los otros muelles de embarque.
Allí habría naves. Quizás… ¿para qué? En vez de morir en un sitio moriría en
otro. Podía ser consciente de su destino, aceptarlo y disfrutar del regalo que
le brindaban.
—Me habría gustado darte también
a Atherón —dijo su maestro—. Pero no creo que vivas lo suficiente
para que puedas ver como le mato. Pero lo haré, tranquilo, y también lo haré en
tu nombre.
¿Cómo había podido ese muchacho
enclenque reducir así a la gran bestia que era Tildan? Riordan lo sabía. Sabía
que si había alguien capaz de eliminar a cualquiera ese era sin duda alguna su
maestro. «No tengas piedad, no tengas honor; no hay honor en la derrota».
Entonces se dio cuenta de que a Tildan le faltaba un ojo.
Su maestro sacó un par de largos
punzones. Riordan los reconoció al instante. También sabía lo que iba a suceder
a continuación. La mole semiinconsciente que era su hermano mayor se agitó y
murmuró algo sin sentido. Bramó de dolor cuando el acero atravesó su mano.
Riordan se encogió ante el
grito. No estaba surgiendo el efecto esperado. No disfrutaba lo más mínimo de
su pequeño regalo. La puerta parecía cada vez más tentadora y su maestro y
verdugo estaba muy ocupado en ese momento. Reunió todas las fuerzas y el valor
que pudo. Se puso en pie, tambaleándose. Ahogó los gemidos que le arrancaban
las continuas ráfagas de dolor que atravesaban su cuerpo, y echó a correr.
Corrió arrastrando los pies, con
la cabeza embotada y la vista nublada. Corrió sin rumbo y se metió en uno de
los muelles de carga. Corrió sin saber a dónde iba. Hasta que no pudo correr
más. Oyó algo: voces, un galimatías sin sentido que no significaba nada para
él.
Solo entonces, dejó de correr.
Se derrumbó en el suelo y esperó a que la muerte viniera a buscarle.
***
Tristan Mar-en-Calma era el leónida más extraño que había visto nunca.
No estaba transformado y parecía que la spartina nunca había hecho efecto en
él. Sin embargo, tenía esa aura de bestia enjaulada que también tenía Riordan
en algunas ocasiones.
—Póngase cómodo —dijo, ofreciéndole un asiento mientras él mismo
tomaba uno al otro lado de la mesa café. Julio aceptó su petición aunque
distaba mucho de sentirse cómodo—. ¿Puedo ofrecerle algo para beber?
—No, gracias —rehusó cordialmente «Joder. Necesitaría tres
botellas de kido para empezar a sentirme un poquito cómodo»—. ¿Por
qué…? —Era complicado plantear la pregunta pero estaba un poco impaciente
por salir de allí—. ¿Por qué estoy aquí?
—Todavía no lo tengo muy claro —dijo Tristan clavando en él sus
ojos negros—. Creo que depende de usted.
—No lo entiendo —confesó Julio.
—De si está en Sparta como Julio Santacana o como hijo de Emilio
Santacana. Los dos tienen una fama, ¿sabe? Una fama radicalmente opuesta.
—Sigo sin entender nada —replicó él, empezando a ponerse
nervioso. Sospechaba hacia dónde le llevaba la conversación y no estaba muy
seguro de querer ir allí.
—Hace tiempo, la Valkiria se llevó algo.
Julio sintió como la sangre abandonaba su rostro y por un instante se
olvidó de respirar.
—Ahora me pregunto si ha venido a devolverlo —continuó Tristan
Mar-en-Calma sin alterar un ápice su expresión corporal—. Su padre era un
hombre… piadoso, supongo. Pero su fama como buscador le precede.
—Sigo sin saber a qué viene todo esto. Deje de hablar con acertijos.
—Sé que tiene a mi sobrino —le interrumpió el leónida—. Le
estoy preguntando si viene a entregarlo o se lo volverá a llevar.
—Y yo le estoy respondiendo que no tengo ni idea de lo que me está
hablando. No sé quién es su sobrino y no me importa. He heredado el negocio de
mi padre, su nave y su tripulación; he venido a Sparta a comerciar y me iré de
nuevo en cuanto me dejen marchar
Tristan le observó con cuidado.
Julio mantuvo la mirada intentando contener el enfermizo temblor de sus manos.
—Bien —dijo sencillamente—, pueden irse.
—¿De verdad? —se aseguró Julio intentando encontrar la trampa.
—Creo que me he equivocado con usted, puede marcharse. Daré órdenes
para que retiren los cepos. Podrá irse en cuanto quiera.
—Bien. —No podía creérselo. En cualquier momento aparecerían los
leónidas que le torturarían. Llegaría a la nave y todos estarían muertos. Mil
escenarios se formaban en su mente y ninguno era tan sencillo como marcharse y
punto. Había algo que no funcionaba en todo eso, algo que no iba bien.
Nadie le había atacado ni asaltado en el camino que le llevaba desde
la residencia Mar-en-Calma al muelle estanco de la Valkiria. Sin embargo, podía
sentir como si tuviera cientos de ojos clavados en su nuca. Solo cuando la
puerta de la cubierta de carga se cerró tras él, pudo respirar tranquilo.
—Val —dijo llamando a la I.A.—. ¿Han retirado los cepos de
amarre?
—Afirmativo. Los cepos han sido
retirados hace doce minutos y treinta y dos segundos. Tenemos los permisos de
la estación para salir cuando estemos preparados.
—Bien —dijo Julio sensiblemente aliviado, estaría más tranquilo
cuando hubiera un par de mundos entre Sparta y ellos—. Empieza las
maniobras. Próximo destino: Galileo.
—Capitán. Le informo que ni
Riordan ni Guillermo han llegado todavía.
—¿Qué? —Los terrores que se habían volatilizado por un momento,
llegaron de nuevo multiplicados por mil al saber que su hermano había
desaparecido.
***
Guille se agitó en sueños y se acurrucó contra el cuerpo cálido de su
pareja. Una caricia en la frente le hizo abrir los ojos y despertar con una
sonrisa.
—Eres tan joven… —susurró ella con melancolía.
—Eres preciosa —dijo Guille con sinceridad. Era, sin ninguna
duda, la mujer más hermosa que jamás había conocido. Se hinchó de orgullo al
saber que en ese momento era toda suya.
—Tal y como lo dices, podría llegar a creérmelo.
—Créelo —dijo incorporándose para besarla—. Nunca te
mentiría.
Ella sonrió satisfecha y le devolvió los besos, acurrucándose bajo sus
brazos. Guille se puso encima de ella y apartó el pelo de sus ojos. La miró,
quería verla bien, recordar cada detalle de su cara. Así, cuando cerrara los
ojos, podría ver su rostro y revivir esa noche.
—¿Aún quieres más? —preguntó ella divertida.
—Mi hermano me matará — respondió él con una sonrisa pícara.
Eso significaba que sí: sin ninguna duda, quería más. Pero esta vez
mandaba él. Después de una noche de enseñanzas, había llegado el momento de
demostrar lo que había aprendido. Cubrió su cuello con besos y bajó lentamente
hasta sus pechos. Se recreó jugando con su lengua en sus pezones sonrosados
hasta que se pusieron duros como piedras. Ella se estremeció y él pudo notar
como su vello se erizaba. Bajó la mano hasta su entrepierna, se perdió entre
sus labios y se introdujo en la húmeda cavidad arrancándole un gemido de
placer.
—Entra —murmuró ella con voz entrecortada—. Te quiero
dentro.
Guille sacó su mano y se colocó entre sus piernas. Sabía el camino y
lo encontró a la primera. Sintió el fuerte abrazo alrededor de su miembro,
comprimiéndolo. Se movió hacia delante, abriéndose paso, llegando hasta lo más
hondo. Se retiró un poco solo para volver a penetrar y llegar más profundo aún
si cabe. Así una vez, y otra. Ella gritaba en cada acometida, apretándose
contra su cuerpo, moviendo sus caderas al compás que él marcaba.
Tardó un momento en darse cuenta de que había otro sonido, uno que no
debía de estar allí: un aplauso.
—Bravo, bravo —dijo la silueta que se recortaba en el quicio de
la puerta mientras aplaudía rítmicamente—. Fantástico. Veo que te has
buscado un nuevo juguete, Gene.
Guille se apartó sobresaltado, sintiéndose desnudo y avergonzado.
Recogió la sábana y se cubrió como pudo mientras el rubor cubría su cuerpo.
Entonces, el rubor se convirtió en miedo «Ni con tu madre, ni con tu hermana,
ni con la mujer de otro a no ser que estés dispuesto a matar por ello». ¿Estaba
casada? ¿Había desafiado a un leónida sin saberlo?
—Joder, Tristán, eres un capullo —bufó ella cubriéndose con el
edredón.
—Lo siento, hermanita, no sabía que estabas acompañada. He tenido un
par de reuniones muy interesantes y he sentido la necesidad de hablar contigo.
No pensaba interrumpir nada.
—Pues podías haber llamado antes de entrar, ¿no?
—Es que te oí gritar y me pareció que corrías peligro. —Su tono
no dejaba lugar a dudas de que se divertía mucho con la situación.
Guille tragó saliva y rebuscó en el suelo intentando encontrar su
ropa.
—Claro, que… conociendo tu fama, el que corría peligro era
él —apuntó el tal Tristan, refiriéndose a Guille.
—Imbécil —siseó ella cabreada.
—No es que tenga intención de juzgar tus gustos pero… ¿no es un poco
joven? Podría ser tu hijo.
—Si hubiera tenido un hijo verde creo que lo sabría. Además, no eres
el mejor para criticar los gustos de los demás.
Tristán frunció el ceño durante un instante, pero no borró la sonrisa.
Guille se sintió perdido, había caído en una especie de fuego cruzado
y no tenía la menor gana de resultar herido.
—Me voy —dijo, recogiendo sus botas del suelo, ya se las pondría
luego. Cuando llegó a la puerta se giró, dudó un momento—. ¿Te veré de
nuevo? —preguntó con timidez.
—¿Quieres verme otra vez? —se extrañó ella. El leónida de la
puerta no dijo nada, parecía intrigado.
—Más que nada.
—Entonces me verás —dijo con una amplia sonrisa—, Guillermo
Santacana.
—Aún… aún no sé tu nombre —confesó avergonzado, los nombres no
había importado hasta ese momento.
—Geneve —dijo ella—, Geneve Mar-en-Calma.
—Geneve —repitió él saboreando el nombre—. Te veré en mis
sueños.
Se despidió con un beso. El leónida de la puerta ahogó una risa
sarcástica.
—¿Santacana? —preguntó divertido.
—Sí, ¿por qué? —dijo Guille frunciendo el ceño.
—Por nada, tranquilo —aseguró—. El Universo es un lugar muy
pequeño.
***
—¡Riordan! —exclamó Tesla arrojándose a sus brazos. El leónida se
sobresaltó por el recibimiento, pero aún más cuando al retirarse del fugaz
abrazo vio lágrimas en los ojos de ella.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Estábamos preocupados —dijo enfadada—. ¿Cómo has podido
desaparecer así? ¡Aquí! Dicen que ofrecen mucho dinero por tu cabeza. ¡Y tú…
desapareces!
—Lo siento —dijo con sinceridad—. Solo fui a tomar una copa.
Me asfixia un poco estar tanto tiempo sin salir de la Valkiria.
Su mentira no sonaba muy convincente y ella no le había creído. Lo vio
en sus ojos cuando la miró. «No me preguntes, por favor». Le suplicó sin
palabras.
—Estoy aquí —dijo, remarcando la obviedad—. Y estoy bien. Y
no hay nadie persiguiéndome porque no saben que estoy aquí. Así que
tranquila —reprimió el impulso de abrazarla de nuevo y se conformó con una
sonrisa.
Tesla asintió, aunque distaba mucho de estar tranquila.
Julio apareció seguido por Oma. En cuanto le vio, echó a correr
escaleras abajo saltándolas de dos en dos o de tres en tres. Riordan le vio
llegar hecho una furia, pero no se apartó cuando el puño dio en su mandíbula.
Retrocedió un poco con el impacto y se limpió la sangre de la comisura
de la boca.
—¡Maldito hijo de puta mentiroso! —gritó el capitán completamente
fuera de sí—. ¡Se han llevado a Guille!
—¿Qué? —preguntó Riordan, perplejo—. ¿Quién se ha llevado a
Guille?
—Nadie —dijo Marcos apareciendo él también—, he intentado
convencerle de que el chico se largó con una mujer y que si se retrasa es
porque el plan le salió bien. Pero estamos un poco nerviosos.
—¡Es una trampa! —gruñó Julio— ¡Así se ha hecho con él! ¡He visto
la lista de buscados, Riordan, sé cuanto dan por tu cabeza! Y saben que estás
vivo. Se lo dijeron los Ave-Negra.
—No puede ser —dijo palideciendo—. Están muertos.
—¿Cómo que están muertos? —preguntó Oma.
—Hablaron con otra nave antes de morir —dijo Julio ignorando a su
mujer—. No sirvió de nada que los mataras a todos. De nada. Estamos en
peligro por tu estupidez.
—¿Matarlos a todos? ¿Quién los mató a todos? Solo había un
muerto —dijo Oma insistiendo en el tema.
—Saben que estoy vivo, bien. ¿Saben algo más? ¿Saben dónde estoy?
¿saben algo de la Valkiria?
—No —confesó Julio tranquilizándose un poco—. No lo saben.
—Entonces estamos como siempre y yo hice lo correcto —dijo
Riordan desafiante.
—¿Los mataste a todos? —preguntó Oma mirándole como si fuera un
monstruo—. ¿Cómo pudiste? Les habíamos vencido, no eran una amenaza…
—¿De verdad? —preguntó Riordan hastiado de esa actitud. Había
hecho lo correcto: lo supo entonces y lo sabía ahora—. ¿Crees que si
hubiéramos tenido el valok todo se habría solucionado? ¿Se lo habríamos dado y
ellos se habrían ido? Eres una ingenua.
—No me llames ingenua —masculló Oma, masticando cada una de las
palabras—, porque si soy una ingenua es porque creí conocerte.
—Odio ponerme de su parte —dijo Julio ante la sorpresa de todos,
incluyendo a Riordan—. He oído cosas sobre los Ave-Negra… cosas malas. No
teníamos la más mínima posibilidad de sobrevivir. Nos habrían matado con valok
o sin valok.
Oma no dijo nada. Nadie dijo nada, pero todos evitaban la mirada del
leónida. Riordan sintió un nudo en la garganta.
—Y entonces qué —dijo, rompiendo el tenso silencio. Intentaba
mantener la sangre fría, actuar como si no le importara, pero era
difícil—. ¿Se acabó todo? ¿Me…? —tragó saliva antes de continuar; no
había forma de deshacer el nudo que atenazaba su garganta— ¿Me bajo en la
siguiente parada?
Julio no dijo nada. No se sorprendió cuando Oma tampoco.
—¡Ni hablar! —dijo Marcos—. Eres mi sobrino. ¡Ya sabíamos
que era un leónida! Somos unos idiotas si nos sorprendemos por ello. Estamos
vivos y deberíamos agradecérselo. Y punto. Los malos están muertos. Eran unas
bestias que nos golpearon. Asesinos y violadores. Me alegro de que estén
muertos.
Riordan agradeció el gesto con la mirada, Marcos le miró y asintió.
—No es tan sencillo —empezó a decir Julio.
—Sí que lo es —replicó Marcos—, es tu hermano. Uno no escoge a la
familia, pero no se la abandona.
—Yo… —la temblorosa voz de Tesla resonó en la abovedada
estructura—. Yo también me alegro de que estén muertos.
Riordan le sonrió y ella le devolvió el gesto con timidez, pero
esquivó su mirada. ¿Qué era aquello que había visto en sus ojos? Miedo. Lo
había visto tras el incidente con los piratas y habría dado cualquier cosa por
no volver a verlo nunca. Le había costado mucho borrar esa sombra; ella le
temía.
—Entonces —dijo Oma tras un incómodo silencio—, nos vamos en
cuanto llegue Guille. Si es verdad lo que dices de la mujer, Marcos, no creo
que tarde en aparecer. Si por el contrario es lo que cree Julio… No tiene sentido
que mantengamos esta discusión, ¿no?
Riordan agachó la cabeza. Se temía lo peor. Guille nunca había tenido
mucho éxito con las mujeres, incluso si era cierto, eso no significaba
necesariamente que acabara bien. Las mujeres leónidas solían venir con toda su
leónida familia.
—¿Cuánto hace que se marchó? —preguntó.
—No lo sé —contestó Marcos—. Cuatro horas, quizás cinco.
Podríamos esperarlo hasta la hora de desayunar.
—Ya me gustaría —dijo Guille apareciendo por la
puerta—. Pero me fastidiaron el plan. ¿Qué hacéis todos aquí? ¿Pasa algo?
Una ola de alivio se extendió entre los allí presentes arrastrando las
tensiones y la preocupación. Aunque solo fuera una tregua temporal, estaban
todos, estaban enteros y podían salir de Sparta con el cargamento. ¿Qué más se
podía pedir?
—Aún quedan algunas cosas —le dijo Julio con voz cansada cuando
los demás no escuchaban—. Tristan Mar-en-Calma sabe dónde estás, Riordan.
He intentado desviar la conversación, hacerle ver que se equivoca, pero… —El
capitán hizo una pausa antes de continuar— No creo que le haya engañado. No
quiero más discusiones así en la nave; preferiría que fueras tú quien decidiera
irse.
—Yo no me preocuparía por Tristan —dijo Riordan con una sonrisa
torcida—. Tranquilo, Julio, si creo que estáis en peligro no tendrás que
pedirme que me vaya.
—Sí, bueno —carraspeó el capitán—, por ahora no corre prisa.
Espero no volver a Sparta en mucho tiempo.
La alegre voz de Guille contrastaba con el ánimo de todos los otros
tripulantes.
—¡Me ha encantado Sparta! —dijo, mientras subía por las
escaleras, completamente ajeno a la conversación que tenía lugar a unos metros
de él—. ¡Estoy deseando volver!
***
Julio Santacana se había ido hacía un par de minutos, pero Tristan
sabía que no estaba solo en la habitación. Se sirvió una copa de kido y la
bebió con calma mientras esperaba que el misterioso invitado revelara su
presencia.
—Sal de ahí —dijo, y por un momento temió haberse vuelto
paranoico.
No se sorprendió al ver a su sobrino saliendo de las sombras. El
tiempo había pasado y poco quedaba del niño que había conocido en el joven alto
y fuerte que se encontraba ante él. «Demasiado fuerte», pensó y chasqueó la
lengua un poco decepcionado. «Spartina». Pero era él, sin duda. Eran sus ojos.
—¿Me vas a atacar, sobrino? —le preguntó.
—No lo sé —contestó Riordan—. ¿Me vas a atacar tú, maestro?
CONTINUAR
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